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miércoles, 10 de agosto de 2011

El señor Teckel 5

5. Una escena inesperada.

En los días siguientes la estampa de Teckel no es más que un mal recuerdo. Su ausencia prolongada nos hace alentar la ilusión de que se ha esfumado definitivamente de nuestras vidas. La mañana y el horizonte de las horas venideras se presenta radiante, sin la presencia policial de Teckel. Sólo nos atormenta una duda: si el señor MacKay sabrá vivir sin su “perro fiel”.

Esa misma semana el señor MacKay le pide un favor a Hunter. El sábado por la noche no puede eludir un compromiso: debe asistir al cumpleaños de una amiga de su mujer. MacKay detesta los guateques, y en especial los patrocinados por las amistades de su mujer. Si Hunter le hiciera un favor. él se lo tendría en cuenta.

Hunter accede gustoso. Le seduce la idea de poder husmear en los asuntos de la familia del señor MacKay, y la compensación más que sobrada de halagar a su jefe.

El sábado por la noche comprende por qué el señor MacKay se ha negado a venir. Él esperaba reunirse con la mejor sociedad de Nueva Inglaterra y se ha topado con un amplio surtido de lámparas, cargadas de baratijas y oropeles, y una multitud de percheros con prendas extravagantes. Nada parece animar a esa pandilla de momias. ¡Qué digo! ¿Nada? ¿De dónde salen esas señoras tan alegres de risa campechana, sonrisa y escotes provocativos? Esa alegría es contagiosa, aunque la buena sociedad no parece inmutarse ante la irrupción escandalosa de las dos invitadas. Por cierto, ¿quién habrá tenido la desfachatez de invitarlas? Pero no vienen solas, un caballero algo maduro las acompaña. A pesar de que éstas no son muy agraciadas, no deja de chocar la desproporción de edad entre las señoras y su acompañante: tal vez les separe una franja de edad de más de veinticinco años. La calva, los ojos legañosos y las espaldas cargadas son rasgos que nos resultan familiares. ¿Quién habrá invitado a Teckel? ¿Qué pinta él aquí? Bonita forma de amargarnos la noche.

Por fortuna, Teckel se pierde por entre los múltiples salones y galerías de la mansión. Si la fiesta ya resultaba aburrida por sí sola, ¿cómo borrar de la memoria este recuerdo tan contumaz? Su imagen lasciva se multiplica por todos los vericuetos de la mansión, y a Hunter le asalta el temor de encontrárselo en cualquier rincón.

Hunter reflexiona. Es muy posible que se trate de un error. Su mente, fatigada por una semana de trabajo intenso, le ha jugado una mala pasada. El acceder a la fiesta, el simple hecho de conseguir una invitación, es una tarea nada fácil. En condiciones normales ni el mismo habría podido ser invitado. En buena lógica Teckel no podía estar allí, aunque...

Reaparecen en escena las señoras que antes estaban montando el numerito. El porte erguido, la barbilla desafiante, la mirada displicente, el ademán despreciativo de sus labios; nada sugiere la mujer desenfadada y alegre de hacía una hora. No gozan de compañía masculina. ¿Será Teckel el catalizador, que provoque los trastornos de comportamiento en estas mujeres?

El panteón retorna al hieratismo de las esculturas sagradas: Hunter se desenvuelve entre los invitados como si vagara por entre las cariátides y los atlantes del Partenón. De vez en cuando, accionan una mueca horrible que algunos incautos identifican con una sonrisa, y nos demuestran que también saben descender del Olimpo y codearse con los vulgares mortales. Pero no nos engañemos, es una concesión a la ingenuidad de nuestros sentidos.

Le despierta de este espejismo lo que parece el chillido histérico de una quinceañera. Pronto se suma a lo que era un grito aislado la algarabía de un coro de señoras desmadradas. ¿Una estrella de rock? ¿Un cantante? No, es un hombre maduro, avejentado, de expresión zafia y poco atractiva. ¿Por qué hacen cola para besarlo entonces? Hunter se aproxima para intentar descifrar el enigma. En medio de la exquisita fragancia de perfumes y esencias carísimas, el cuerpo de Teckel despide un hedor irrespirable. Hunter tiene que sujetarse a una columna para no desmayarse y vomitar. ¿Será ese olor lo que las excita, o la pasión y la fuerza de su “mirada de fuego”? Hunter se acerca a unos metros de Teckel para intentar hablar con él, pero éste simula no verlo. Asqueado y aburrido, cree llegado el momento de abandonar la fiesta. Tendrá que inventar una excusa, si quiere despedirse de la señora MacKay. Lo difícil será, sin embargo, ingeniárselas para encontrar a la señora, desaparecida nada más llegar a la fiesta. En realidad podría haber venido sola, no necesita a nadie.

La siguiente media hora la emplea Hunter en intentar encontrar a la señora MacKay. Ésta parece recrearse en jugar al escondite. Hunter se entretiene rastreando pistas falsas: unos la han visto en el salón principal, otros en la cocina; la última pista le lleva al lavabo de señoras, lo que le supone un enfrentamiento con un marido agraviado que lo confunde con un voyeur. Aclarado el malentendido, prosigue su búsqueda. Ya ha transcurrido más de hora y media desde que la vio por última vez. Empieza a pensar que el matrimonio MacKay le ha tendido una encerrona.

Desanimado por la futilidad de sus esfuerzos, decide, sean cuales sean las consecuencias, irse de allí sin dar explicaciones. Recoge el abrigo del guardarropa y sale por el vestíbulo. Bajo el soportal de la entrada, dos amigos se despiden con prisas y suben precipitadamente a un coche. La calle está desierta. No se escucha el más ligero ruido. La luz mortecina de los faroles ilumina débilmente en la oscuridad. No se distingue con nitidez los contornos de las fachadas de los edificios. Hunter tropieza con un objeto “invisible”. Enfadado consigo mismo, le pasa por la cabeza la idea de que debía haber venido en coche, se ha confiado demasiado: no hay una parada de taxis ni ninguna boca de metro por los alrededores. Sí, con el coche se habría evitado el mal trago de deambular por estas calles tan poco tranquilizadoras. Se acerca un vehículo, ¿será un taxi? Por si acaso, le hace una señal. Debe de tratarse de un error, porque el coche no aminora la marcha. Pero él no está dispuesto a permanecer allí por más tiempo y, en un momento de ofuscación, se arroja a la calzada. El taxi -porque ahora ya no hay ninguna duda de que se trata de un taxi- derrapa al dar un frenazo y golpea un cubo de basura. El taxista sale encolerizado del vehículo, y exclama sin poder contenerse: “¡Está loco, podría haber escogido otro coche para suicidarse!”. Pero Hunter no atiende las imprecaciones del conductor, su atención está centrada en una escena inesperada, iluminada súbitamente por los faros del coche: amparados en la oscuridad, una pareja se abraza amorosamente en una esquina estratégica. Nada tendría de particular este bonito cuadro sentimental, si los protagonistas de esta historia no fueran un hombre maduro y una mujer significativamente más joven; nada de especial, si el seductor irresistible no se apellidara Teckel y su solícita compañera, MacKay.