4. El despertar del faraón.
El profesor Magoo les leía poesías a sus alumnos, mientras estos
utilizaban cebo para pescar. A falta de estudiantes bajitos –ya no quedaban apenas–, se
valían de una gorra de dudoso origen. Los peces no picaban y los muchachos
estaban aburridos. Al
principio este les leía obras de sus autores favoritos, como Campoamor, pero
con el paso del tiempo se sentía inspirado en sus paseos y, en arranques de
furor poético, les recitaba su propia cosecha.
Alondra solitaria
que
navegas por estos tristes lares.
¿Adónde
irá tu hermoso trinar?
En
mi memoria borrosa,
vapuleada
por recuerdos efímeros,
tu
aleteo fútil
se
volverá inmortal.
El
señor Magoo les explicó a sus discípulos esta poesía como tempus fotis.
Desembarcaron los excursionistas, hastiados, y una
nueva tripulación se enroló en el bote. Los muchachos estaban muy contentos.
Al poco de iniciar la singladura, el chapoteo producido cuando los jóvenes
echaron al agua a un alumno bajito como carnaza, le sugirió a nuestro vate unas
de sus obras más inspiradas.
Suspiros
de rocío
que
besas mis húmedos labios.
¿Por
qué desciendes del cielo
hasta
mis miserias mortales?
¿Escuchaste
acaso mi triste oración?
¿Suspiras
rocío?
¿Son
acaso estos, tus suspiros,
suspiros
de amor?
Los
alumnos tocaron tierra eufóricos. Algunos chocaron efusivamente la mano de
Magoo. Este estaba emocionado. ¡Y pensar que algunos colegas decían por lo
bajini que sus poesías eran ñoñas, cursis y con temática harto manida!
Con
esta última remesa, las actividades náutico escolares finalizaron. El sol se
estaba ocultando y navegar a la luz de la luna era suicida. Dios sabe qué
bestias abisales moraban en las profundidades. Se decía que emergían a la
superficie y que habían agujereado más de un casco a dentelladas, engullendo a
sus tripulantes.
El
profesor Magoo se dispuso a volver a su casa. Tendría que atravesar el
zooinstituto para salir de allí. ¡Misión imposible! Algunos maldicientes creían
que trabajaba horas extras para hacer méritos, lo cierto es que, por su escaso
sentido de la orientación, empleaba cada día más de una hora en localizar la
salida, perdiéndose muy a menudo por los corredores. De ahí que estuviera
obsesionado con el Departamento de Orientación.
Pero
esa tarde nuestro poeta tenía un trabajo pendiente y decidió navegar en
solitario. Unos versos rebeldes se le atascaban en el cerebro y el paseo en
barca le ayudaba a digerirlos.
“Caudales
de sabiduría”, era como si hubiera oído antes estas palabras.
Sí, era una voz caudalosa que repiqueteaba en unas aguas torrenciales. El lago
estaba agitado, a pesar de que no soplaba ni una brizna de viento. Cientos de
palabras, como gotas, chapoteaban en su cerebro.
¡Chop, chop! ¡Hola! ¿Qué
es esto? El nivel de las aguas ha bajado y una galería sumergida se ha abierto
en la fachada oeste del edificio. Ignoramos a dónde nos lleva. Lo único
que sabemos es que unos signos misteriosos flanquean la entrada: una sandía y
unos patitos que andan.
Magoo
se apeó de la barca y se internó en la galería. Cuando llevaba diez minutos
recorridos, intentó desandar sus pasos. Demasiado tarde. No había salida, solo
un laberinto de túneles cada vez más estrechos. ¡Bueno! Puesto que no podemos
irnos, lo mejor es saber a qué nos enfrentamos. En la mochila llevaba una
linterna; lo que si no facilitaba mucho las cosas –porque nuestro valiente
expedicio- nario estaba bastante cegato– ayudaría a aclarar dónde estábamos.
Las
voces que le habían atraído hasta este corredor se oían con más claridad. Eran
lamentos, súplicas, lloros intermitentes y el restallido de un látigo. ¿De
dónde surgían? Magoo no veía muy bien pero su oído era muy fino: nacían de los
muros de este pasadizo.
Hubo
un momento en que topó con una reja carcelera en la pared, se asomó para ver el
interior y, como en un relámpago, entrevió a varios muchachos a la luz de una
vela estudiando unos libros gordísimos. Los estudiantes estaban sujetos con
grilletes a las sillas y a las mesas. Cientos de libracos enmohecidos se
apilaban en el suelo, en tanto las ratas roían sus páginas ante la indiferencia
de los niños macilentos, que no apartaban su mirada de los volúmenes y de las
resmas de papeles que iban rellenando religiosamente, como unos amanuenses
medievales, condenados para toda la eternidad a no ver la luz del sol.
Magoo tembló al escuchar un grito
desgarrador, acompañado de un rumor de cadenas arrastradas. La linterna se le
cayó al suelo y la oscuridad tiñó la galería. Los lamentos se intensificaron y
un viento helado sopló a su vera. Este fue acompañado por un hedor insufrible y
un río de suspiros aún más lastimeros.
Durante unos minutos, se acurrucó
temblando en una esquina de la galería. De pronto, sintió un frío terrible y un
viento huracanado empujó su linterna a varios metros. A tientas consiguió
encontrarla y la encendió.
Siguió andando hasta desembocar en una
sala inmensa, con frescos en las paredes y en el techo. Unas teas con brea
iluminaban débilmente el recinto. En las tumbas egipcias el Kah del faraón
debía regocijarse tras su muerte con las escenas que le hicieron gozar en vida,
por eso las paredes estaban decoradas con imágenes de sus seres y objetos
favoritos. En el caso de Usthiasuk, como este disfrutaba con el sufrimiento de
sus alumnos, los frescos relataban escenas del Libro de torturas del faraón.
Magoo
pegó la cara al muro y, con la ayuda de la linterna, distinguió los que
decoraban la tumba de Usthiasuk. Varios niños con cadenas, a los que se les habían arrancado los ojos,
daban vueltas a una rueda en cuyos radios se leía: Matemáticas, Lengua, Física... El molino arrastraba unos
voluminosos libros de estas materias. Debajo se leía el siguiente lema
sanguinolento: la letra con sangre entra.
Algunos muchachos estaban tullidos de tanto hacer deberes. A uno le faltaba una
pierna; a otro, un brazo; del muñón de una de estas criaturas pendía una
condena inapelable: cincuenta horas de deberes forzados; del que le faltaba un
brazo, otra aún más terrible: 200 horas de estudios forzosos.
En otra imagen, dos gigantescas columnas
de libros muy gruesos sostenían un templo del aburrimiento. Un alumno –al que
le habían cortado sus bucles dorados por considerarlo una nenaza y un zoquete–
estaba atado a estos pilares y, como recochineo, le obligaban a leer los libros
que sostenían el edificio –clásicos de la literatura universal, enciclopedias
de saber anticuado y nada lúdico–. El resto de la clase –veinte empollones
insolidarios– se burlaba de él ante la mirada del maestro que les animaba a
ensañarse con el desgraciado. En la siguiente escena, el muchacho –que era
bastante corpulento– empujaba las columnas y este templo maldito se derrumbaba
ante el pánico de los niños repelentes que veían cómo sus falsos
ídolos se hundían en la catástrofe.
Algunos frescos habían sido borrados, aunque todavía se distinguían si
forzabas la vista. Con toda idea, los saboteadores habían dibujado uno de estos
enfrente de los jóvenes de la rueda. Estos, a los que les sangraban los ojos de
tanto estudiar, no podían contemplar el porvenir radiante de las asignaturas lúdicas
del paraíso educativo. Todo ello se reflejaba en un fresco desvaído que había
sido borrado varias veces por los esbirros del tirano en el que
aparecían un bosque de cocoteros y una laguna –premonición de lago de
Oxfordbridge– en el que los niños aprendían por generación espontánea. Estos frescos señalaban la revuelta que
ya se estaba forjando en aquellos tiempos oscuros y que algunos piscopeda-
gogos desde sus catacumbas se atrevían a desarrollar a espaldas del tirano.
Junto a estas imágenes, algunos dibujos de la nueva ciencia piscopedagógica: un
besugo que simbolizaba la Piscis Sophia. Todo ello prefiguraba el panfleto
piscopedagógico que acabaría con el nepotismo de Usthiasuk.
Los revolucionarios le mesaban las
barbas al propio tirano. Sin duda, alguien conspiraba desde de la camarilla del
faraón para conseguir un orden nuevo. Esta tumba, más que un homenaje, era una
cárcel para mantener enterrada a la bestia durante toda la eternidad.
A escasos metros de este fresco
subversivo habían sobrevivido unas pinturas del primer mártir de la revolución
zooeducativa. El padre Adán, creador mítico de las aulas naturales, era recostado en el famoso Lecho de Procusto y le cortaban los brazos y los pies para
ajustarlo a la cuadriculada mentalidad de Usthiasuk. En la siguiente imagen,
Adán –mucho más bajo– abandonaba su aspecto semisalvaje, era afeitado, le
recortaban el pelo y su vestimenta descuidada era sustituida por un traje de
chaqueta, pajarita, pelo con raya en medio y una gafitas innecesarias para
quien había sido educado por la madre naturaleza.
De pronto un destello de luz deslumbró
al profesor Magoo y le atravesó las gafas, proporcionándole bienestar. Una voz
subyugadora le cautivó: Muestra la luz. Muéstranos la luz que llevas
en tu interior.
Reconoció esa voz y sus ojos se fijaron
en la figura en medio de la sala. Era el doctor Tuhmahul, quien le hablaba
sonriente, mientras el zafiro del turbante alumbraba el recinto con un brillo
sobrenatural.
–Maestro, ¿cómo puede alguien que vive
en la oscuridad iluminar las tinieblas?
–Déjame tus gafas.
El doctor se había traído de la consulta
la urna con gafas de culo de vaso. Decenas de anteojos rodaban por el suelo, en
tanto el galeno realizaba una curiosa ceremonia. Un rayo cenital –que
atravesaba las gruesas paredes del techo– iluminaba un sello, en el que se
distinguía el rostro de Usthiasuk, enmarcado en medio de dos hexágonos
superpuestos. Se trataba nada menos que del sello del faraón. El doctor cogía las gafas y las utilizaba como lupa
para lanzar sobre él un rayo de luz. Impaciente por los resultados, aplastaba
la ofrenda que cientos de cegatos le
habían donado durante años, destrozando monturas y cristales que se
desparramaban caóticos por el suelo.
Una vez desechó el último par de gafas,
dijo para sí: ellos no tenían fe;
cogió los anteojos del profesor Magoo –muchos más gruesos que los anteriores– y
enfocó con sus cristales el rayo de luz hacia el sello de la cámara real. Este
comenzó a echar humo y, tras un trueno espantoso, unas puertas invisibles se
abrieron en el muro dando paso a la tumba de Usthiasuk.
Un sepulcro se erguía en el centro de la
cámara real. Un rayo de luz iluminó el catafalco y Magoo vio al faraón en todo
su horror. Su cuerpo estaba incorrupto, como si estuviera durmiendo y no
sufriera, como se merecía, el infierno de los injustos. Contempló su mandíbula
apretada que enseñaba unos caninos puntiagudos y sanguinolentos. Su nariz
ancha, minúscula y plana. Sus ojos pequeños y acerados, que parecían seguir al espectador conforme
este se movía. En vida del viejo
director se decía que a su ojo perspicaz no se le escapaba nada ni nadie: era
el órgano justiciero que escudriñaba las almas desprevenidas y auscultaba el
latido de las paredes conspiradoras, el instrumento de la justicia divina sobre la tierra. Las
manos, cruzadas sobre el pecho, con sendos artilugios de tortura: en la
siniestra, una vara (¿símbolo de Horus?); en la diestra, una regla de roble
macizo. Las venas azuladas se perfilaban en unas manos robustas, dominadas por
una continua tensión, como si aún estuvieran pletóricas de vida, impacientes
por impartir justicia. Una de
ellas, la callosa, era mucho más grande que la otra, y conservaba restos de sangre de doscientos años atrás,
pus y granitos chafados de los alumnos. Su cabeza reposaba sobre un
libro con un armazón de hierro forjado que se cerraba a cal y canto: El Libro de las torturas del faraón. En él Usthiasuk anotaba el
tormento reservado para cada de sus alumnos y profesores díscolos. El contenido
de ese libro es tan horroroso que no nos sentimos autorizados a divulgarlo,
porque pueden herir la sensibilidad del lector, aunque se rumorea que los
suplicios están inspirados en El Código de Hammurabi y La Divina
Comedia. La decoración del
basamento reforzaba ese sentimiento de pánico. En sus bajorrelieves se
perfilaban varios canes, chacales y cinocéfalos con gesto amenazante y
destacaban los bustos de los principales perros
guardianes de Usthiasuk:
Tobías Mazas, alias Cao, y Guanche
Díaz, alias Destructor, dos
profesores con hechura de bulldogs que eran su mano derecha a la
hora de “imponer ley y orden” entre los estudiantes con la contundencia de sus
puños.
El doctor Maravillas sacó un libro de
Gloria Cárdenas. Con una carcajada espantosa le prendió fuego y exclamó:
–Tarugh ugh Tarugh Memosh.
El sepulcro retumbó, como si Ushtiasuk
se revolviera en su tumba. El doctor volvió a recitar el mantra:
–Tarugh ugh Tarugh Memosh.
Luego cogió un cráneo de escayola con la
misma inscripción –Tarugh ugh Tarugh
Memosch– y lo metió en un hueco de la pared.
En
la cripta de Usthiasuk, una vez al día, un rayo de luz se filtra por las
paredes, ilumina al faraón y
este se reaviva por unos momentos tras escuchar el conjuro secreto: su rostro
se enciende, sus ojos brillan y su cuerpo se pone en danza, o al menos eso dicen cuentos de viejas. Muchos
testigos aseguran que no murió y que se aparece por las noches a los alumnos y orientadores desprevenidos.
¿Es
un espejismo o al profesor Magoo le parece ver cómo el faraón se despierta de
su tumba y le observa con su mirada letal?