
Cuando Alemania invadió la Unión Soviética, Stalin se hizo coronar “emperador” haciendo un llamamiento a los “hermanos rusos”. El autócrata georgiano comprendió que tenía que dotar de sentido la revolución, desenterrando los huesos de los zares. Por ello conjuró el fantasma de Iván el terrible con una película sobre este personaje. No era al famoso déspota a quien resucitaba, sino a todos los césares anteriores, que es lo que significa zar. Desde entonces Stalin no se limitó a identificarse con esta figura ejemplar: él mismo fue Iván el terrible.
Siempre me he preguntado por qué llaman utopías (sin lugar) a estas saturnales políticas que ponen el mundo cabeza abajo, en vez ucronías (fuera del tiempo). Las ucronías rememoran un único acontecimiento esencial que se repite invariablemente a lo largo de los siglos. Cuando Cortés conquistó Tenochtictlan estaba emulando un mito esencial: las conquistas de Alejandro; y, en tanto realizaba sus proezas, era el paradigma del héroe macedonio y la capital azteca, una ciudad con mezquitas. Varios conquistadores antes y después que él- entre ellos el propio Julio César y Napoleón- rememoraron esa conquista mítica, de ahí que algunos de sus imitadores se hicieran con el título de César o Alejandro. En este marco sus acciones adquirían un sentido mítico: el de la gloria histórica forjada en el molde alejandrino. Hay tantos relatos como géneros utópicos, que se interpretan con una lectura inversa. Si los anarquistas cometían atentados no asesinaban, estaban escribiendo una página del socialismo; del mismo modo, los sacerdotes y religiosos cristianos no torturaban, por el contrario, purificaban las almas para allanarles un hogar en el cielo. Todos ellos situaban el paraíso en un mañana hipotético, llámese eternidad o porvenir (futuro). Unos y otros predicaban que la realidad estaba ausente, en otro plano: en la conquista mítica referida a la gloria histórica (la posteridad), en el otro mundo después de la muerte (el cielo), o en la futurible utopía redentora socialista. Este mundo y sus avatares eran un entretenimiento, un mero transito para perseverar en esos relatos salvadores, cuyas bendiciones se encontraban al final del agujero, que nadie o, casi nadie, lograba atisbar.
Para los guaraníes esta tierra y esta vida eran la imperfección. Existía un lugar donde todo era perfecto, la Tierra sin Mal. En esta tierra nadie moría ni enfermaba. Hasta allí se podía llegar sin pasar por la muerte, porque en este paraíso vivía el dios creador junto a los antepasados en medio de la abundancia. La Tierra sin Mal no constituía un mito para los guaraníes. Era un lugar real, concreto, que se ubicaba imprecisamente hacia el este, más allá del Gran Mar (Océano Atlántico). Era el mito tan seductor que, guiados por sus karai, los guaraníes abandonaban todo cuanto tenían y dejaban tras de sí columnas de fuego, señales inequívocas de un nuevo comienzo y un nuevo término. De modo semejante todos nuestros visionarios creen que su ucronía es un lugar real e insisten en que sus proyectos utópicos están aquí y ahora, por lo que dejan tierra quemada tras su paso. ¿Qué tipo de evidencias utilizan para demostrar la existencia de esos paraísos? Los católicos, las reliquias y la promesa del Paráclito. Para los protestantes, la Biblia es el mejor inventario de la obra de Dios y su palabra ley; para los hombres descreídos del siglo XX, los informes y estadísticas de los planes quinquenales (tan falsificados como las reliquias católicas) son la voz autorizada del Pueblo y el paso de la Verdad sobre la tierra.
El final de estos relatos soteriológicos generalmente era la muerte, pero algunos de sus paladines la aceptaban con gusto porque era una muerte con sentido. La verdadera muerte llegaría cuando la realidad con sus impurezas se impusiera al ciclo religioso, de ahí la obsesión de escapar al tiempo y crear nuevos calendarios: el revolucionario francés, el positivista de Comte o, en el colmo de los malabarismos, el Gran Salto Adelante. Este último señaló el fatídico año cero de la China comunista. Con este gran salto en el tiempo, Mao retornó al primer emperador, quien quemó bibliotecas enteras y asesinó a miles de intelectuales para fundar al imperio chino. No es casualidad que durante su mandato el Gran Timonel le dedicara tanta atención, quizás porque sabía que estaba refundando el nuevo estado chino con unas ceremonias dignas de un antepasado tan ilustre.
Sin embargo, sobrevivir a una nueva era es arriesgado; tarde o temprano Cronos se da cuenta del engaño y los hijos de la revolución son devorados por el tiempo. La ucronía supone un nuevo nacimiento, purificado de toda la degeneración de la historia, pero la realidad con sus impurezas se impone finalmente al ciclo religioso. Se da la paradoja de que todas las ucronías, al estar fuera del tiempo, son engullidas por Saturno, quien vuelve a poner las cosas en hora.
¿Han desaparecido los grandes relatos? ¿Existen aún las utopías? Como los restos de un pecio se han salvado retazos en las formas más variopintas. Hoy en día la fascinación por el pequeño relato sobrevive en los Storytelling de algunos políticos como Berlusconi o Sarkozy y en los cuentos sapienciales de algunos neoliberales, que creen en los arcanos del capitalismo mágico. ¿Ha muerto la revolución? No, todavía respira en la Revolución de piquillo: como no podemos cambiar el mundo, cambiemos las palabras. En esto nos asiste una creencia mágica en el lenguaje. De todos estos náufragos hablaré en los próximos artículos.
Siempre me he preguntado por qué llaman utopías (sin lugar) a estas saturnales políticas que ponen el mundo cabeza abajo, en vez ucronías (fuera del tiempo). Las ucronías rememoran un único acontecimiento esencial que se repite invariablemente a lo largo de los siglos. Cuando Cortés conquistó Tenochtictlan estaba emulando un mito esencial: las conquistas de Alejandro; y, en tanto realizaba sus proezas, era el paradigma del héroe macedonio y la capital azteca, una ciudad con mezquitas. Varios conquistadores antes y después que él- entre ellos el propio Julio César y Napoleón- rememoraron esa conquista mítica, de ahí que algunos de sus imitadores se hicieran con el título de César o Alejandro. En este marco sus acciones adquirían un sentido mítico: el de la gloria histórica forjada en el molde alejandrino. Hay tantos relatos como géneros utópicos, que se interpretan con una lectura inversa. Si los anarquistas cometían atentados no asesinaban, estaban escribiendo una página del socialismo; del mismo modo, los sacerdotes y religiosos cristianos no torturaban, por el contrario, purificaban las almas para allanarles un hogar en el cielo. Todos ellos situaban el paraíso en un mañana hipotético, llámese eternidad o porvenir (futuro). Unos y otros predicaban que la realidad estaba ausente, en otro plano: en la conquista mítica referida a la gloria histórica (la posteridad), en el otro mundo después de la muerte (el cielo), o en la futurible utopía redentora socialista. Este mundo y sus avatares eran un entretenimiento, un mero transito para perseverar en esos relatos salvadores, cuyas bendiciones se encontraban al final del agujero, que nadie o, casi nadie, lograba atisbar.
Para los guaraníes esta tierra y esta vida eran la imperfección. Existía un lugar donde todo era perfecto, la Tierra sin Mal. En esta tierra nadie moría ni enfermaba. Hasta allí se podía llegar sin pasar por la muerte, porque en este paraíso vivía el dios creador junto a los antepasados en medio de la abundancia. La Tierra sin Mal no constituía un mito para los guaraníes. Era un lugar real, concreto, que se ubicaba imprecisamente hacia el este, más allá del Gran Mar (Océano Atlántico). Era el mito tan seductor que, guiados por sus karai, los guaraníes abandonaban todo cuanto tenían y dejaban tras de sí columnas de fuego, señales inequívocas de un nuevo comienzo y un nuevo término. De modo semejante todos nuestros visionarios creen que su ucronía es un lugar real e insisten en que sus proyectos utópicos están aquí y ahora, por lo que dejan tierra quemada tras su paso. ¿Qué tipo de evidencias utilizan para demostrar la existencia de esos paraísos? Los católicos, las reliquias y la promesa del Paráclito. Para los protestantes, la Biblia es el mejor inventario de la obra de Dios y su palabra ley; para los hombres descreídos del siglo XX, los informes y estadísticas de los planes quinquenales (tan falsificados como las reliquias católicas) son la voz autorizada del Pueblo y el paso de la Verdad sobre la tierra.
El final de estos relatos soteriológicos generalmente era la muerte, pero algunos de sus paladines la aceptaban con gusto porque era una muerte con sentido. La verdadera muerte llegaría cuando la realidad con sus impurezas se impusiera al ciclo religioso, de ahí la obsesión de escapar al tiempo y crear nuevos calendarios: el revolucionario francés, el positivista de Comte o, en el colmo de los malabarismos, el Gran Salto Adelante. Este último señaló el fatídico año cero de la China comunista. Con este gran salto en el tiempo, Mao retornó al primer emperador, quien quemó bibliotecas enteras y asesinó a miles de intelectuales para fundar al imperio chino. No es casualidad que durante su mandato el Gran Timonel le dedicara tanta atención, quizás porque sabía que estaba refundando el nuevo estado chino con unas ceremonias dignas de un antepasado tan ilustre.
Sin embargo, sobrevivir a una nueva era es arriesgado; tarde o temprano Cronos se da cuenta del engaño y los hijos de la revolución son devorados por el tiempo. La ucronía supone un nuevo nacimiento, purificado de toda la degeneración de la historia, pero la realidad con sus impurezas se impone finalmente al ciclo religioso. Se da la paradoja de que todas las ucronías, al estar fuera del tiempo, son engullidas por Saturno, quien vuelve a poner las cosas en hora.
¿Han desaparecido los grandes relatos? ¿Existen aún las utopías? Como los restos de un pecio se han salvado retazos en las formas más variopintas. Hoy en día la fascinación por el pequeño relato sobrevive en los Storytelling de algunos políticos como Berlusconi o Sarkozy y en los cuentos sapienciales de algunos neoliberales, que creen en los arcanos del capitalismo mágico. ¿Ha muerto la revolución? No, todavía respira en la Revolución de piquillo: como no podemos cambiar el mundo, cambiemos las palabras. En esto nos asiste una creencia mágica en el lenguaje. De todos estos náufragos hablaré en los próximos artículos.