EN ESTA PÁGINA ENCONTRARÁS INFORMACIÓN SOBRE DOS NOVELAS DE MISTERIO: SOMBRAS DE CRISTAL Y EL SEÑOR TECKEL

jueves, 22 de diciembre de 2011

El Señor Teckel 8.


La teología de la prospe- ridad enseña que todos los  cristianos deben ser ricos. Que algunos no lo son, porque desconocen la voluntad de Dios y, al no confiar en nuestro bene- factor, no siembran las semillas de fe (dinero). Sacando la Biblia fuera de contexto aducen que el pecado de Adán hizo perder la productividad al hombre, que José era un empresario maderero, que Jesús se rodeó de amigos y señoras ricas y que acaparó tanto dinero que contrató un tesorero. Partiendo de la promesa bíblica del Señor en Mateo 21:22. – “...todo lo que pidiereis en oración, creyendo lo recibiréis” -, con tan sólo seguir tres pasos mágicos la prosperidad te sonreirá: “Visualiza lo que quieres, fórmalo en la mente, reclámalo y Dios hará realidad tus deseos”. La fórmula es muy parecida a la versión ocultista del mismo tema: “la ley de atracción” del famoso libro “El secreto”, parodiado en los Simpson como “la respuesta”.
    En esta misma línea, Frederick MacKay, personaje de “el señor Teckel”, es el fundador del “mercapanteísmo”. Doctrina que predica cómo alcanzar la salvación eterna a través de la compra de los productos MacKay. Sobre este y otro temas el empresario habló anteriormente en una entrevista publicada en la Biblioteca de Gotham.

8. El mercapanteísmo.

    Las filosofías de ambos hombres estaban imbricadas en una palabra acuñada por MacKay, el “mercapanteísmo”. Concepto que aunaba valientemente dos ideas en apariencia irreconciliables: la mística y el consumismo o, lo que es lo mismo, cómo llegar a Dios a través del consumo de los más variados productos de la cadena de hipermercados  MacKay.
    El cuerpo de MacKay era la historia de una frustración. Una cabeza voluminosa que descansaba sobre un cuello recio y musculoso. El rostro reflejaba las contradicciones de un físico deforme: Una frente que tiraba a rectángulo y se frustraba en trapecio. Unos ojos que se perdían en las profundidades y hacían grandes esfuerzos por aflorar a la superficie. De vez en cuando, sin embargo, se adivinaban unos destellos entre azules y verdes que brillaban en lo más profundo de la oscuridad. La nariz carnosa, algo hinchada, hacía juego con las mejillas sonrosadas. La boca grande, desproporcionada, era la morada de una dentadura superpoblada, espléndida. Los dientes, grandes, desencajados, simulaban las teclas de un piano. Al hablar, éstos  se agitaban y escenificaban los ritos de una extraña danza, como si de la pulsación de ese extravagante teclado que formaba esa dentadura monstruosa, naciera un arpegio de  sonidos vibrantes y monocordes. El resto no desentonaba con la falta de armonía del conjunto. Si la cabeza y las manos prometían en la infancia un corpachón enorme, el tronco nos mostraba a un hombre insignificante, que se había estancado en los diez primeros años de su vida. Éste destacaba como un pegote en contraste con la cabeza y extremidades: había querido ser atlético y se había quedado en rechoncho.
    La biografía de MacKay armonizaba con su físico pintoresco. Cuando le interrogaban sobre el secreto de su éxito, no se cansaba de repetir que no había recibido más instrucción que los sabios consejos de una escuela rural y la dureza y sinsabores de la vida. Multimillonario con tan sólo veintidós años, gracias a su brillante gestión de una macrofábrica de salchichas, no tarda en conocer la ruina por culpa de una arriesgada operación financiera. Durante la depresión anímica que sucede a la ruina económica es iluminado por una mística revelación, se siente portavoz de una nueva filosofía y se proclama apóstol de una nueva religión: el mercapanteísmo, una filosofía que incide en la mística del consumismo. Su primer libro se convierte casi de inmediato en un auténtico “best-seller” y constituye su obra más emblemática. En efecto, “Dios, supermercados y revelación” le abre las puertas de la fama. No tardan en surgir los primeros admiradores y, tras ellos, los primeros fieles. Su segunda obra, ”Luces en la penumbra. Pensamientos en claroscuro de un multimillonario, filósofo y poeta”, le consagra definitivamente como un verdadero fabricante de éxitos, al tiempo que refuerza el carisma de “un hombre del pueblo”. Gran conocedor de la mentalidad norteamericana, MacKay insiste desde sus primeras obras en su calidad de multimillonario, lo cual no se hace realidad hasta la publicación de sus dos primeros libros. Subraya su condición de hombre rico, porque la gente confía antes en los consejos de un multimillonario y no en los de un pelagatos cualquiera. De ahí la prioridad, en el título de su segunda obra, del multimillonario sobre el filósofo y el poeta. Los filósofos no ganan dinero y los multimillonarios pueden resultar vulgares; pero un multimillonario al que le adorna la tendencia filosófica abandona la antigua condición de hombre tosco, embrutecido por el dinero, y se transforma en una personalidad “interesante”, en un multimillonario “sabio”. Por si queda alguna sombra, se le añade el título de “poeta,” y esta última distinción nos revela la auténtica dimensión de nuestro personaje: la de un hombre dotado de una exquisita sensibilidad. ¿Se puede pedir una síntesis más delicada de sabiduría práctica y sensibilidad?

sábado, 10 de diciembre de 2011

El vendedor de ecos.


Pulsa  AQUÍ para descargarte el cuento.
     
Mientras Zeus se acostaba con otras mujeres, la ninfa Eco lo encubría seduciendo con su elocuencia a su mujer, Hera. Enterada del engaño, la diosa la castigó a que sólo pudiera repetir la última palabra de sus interlocutores.
      En otra versión, Pan está enamorada de Eco y ésta no le corresponde. Enfurecido, el fauno manda que unos pastores la desgarren y que repartan sus trozos por toda la tierra, lo que entendemos por eco serían sus lamentos dispersados por todo el mundo.
      El protagonista de este cuento, El vendedor de ecos, va en busca de estos lamentos. Decepcionado por el fracaso de sus anteriores colecciones, toma una decisión insólita:  perseguir el eco por los cuatro confines.
      «Empezó comprando un eco en el estado de Georgia, el cual se repetía cuatro veces, después compró uno de seis repeticiones, en Maryland; luego otro de trece, en Man. La siguiente compra fue la de un eco de 9 repeticiones, en Kansas y más tarde, la de otro de 12, en Tennessee. Este último le resultó barato, porque, a causa de haberse derrumbado parte de una peña, requería una reparación. Él pensaba que sería fácil de reparar rematándolo convenientemente, pero el arquitecto que se encargó de la empresa no había hecho ecos en su vida y acabó estropeándolo por completo. Después de las obras, aquello quizá hubiera podido servir para asilo de sordomudos...»
    Algunos buscan rayos de luna; otros, la mítica armonía de las esferas; no menos utópica es esta recopilación de ecos que habría seducido al ciego porteño. El  sorprendente final no desmerece de aquellos incautos que buscan quimeras semejantes. 

sábado, 3 de diciembre de 2011

El Señor Teckel 7.

7. La fiesta 2.

Una levita raída, un pañuelo anudado al cuello; los ojos soñadores y profundos se hunden en unas cuencas de tonos azulados, ojeras; el pelo le cae a los lados y se desborda en el cuello; las venas azules en unas manos nudosas parecen que van a estallar. Es la viva imagen de un hombre atormentado, un poeta maldito; es el señor MacKay, nuestro jefe.
    Esta mañana, cuando el señor MacKay entró en la oficina, tuvimos que realizar grandes esfuerzos para contener la risa. Todos estamos familiarizados con el gran cuadro que preside su despacho. Se trata de un supuesto retrato de Edgar A. Poe, y en él se ha inspirado para confeccionar su disfraz. El modelo debió de ser un empleado de la funeraria, pues lo único que se ha plasmado en el cuadro es una estudiada expresión fúnebre de gran efecto teatral. De ahí, el aire de fantoche del señor MacKay; de ahí, que tengamos que contener la risa.
    Habíamos pasado el fin de semana confeccionando nuestros disfraces. Una fiesta que hermanaba a los empleados y clientes de la firma en un gran proyecto de promoción. Lo peor de todo era que habíamos tenido que robar parte de nuestro tiempo para idear unas maquetas y montar un decorado apropiado en el despacho. El señor MacKay creía que un café bohemio, estilo modernista, era el escenario apropiado para que los clientes se dejaran llevar -un hermoso clima de amor y amistad - y se confiaran a nosotros. La señorita McGee, la secretaria, en principio se había negado: “Yo no soy una chica de alterne”. “Señorita - le había respondido el señor MacKay - nuestros clientes sólo necesitan un poco de amor y comprensión, usted no tiene por qué darles nada más”. “¿Y dónde está el límite?” “Señorita McGee -le había respondido el jefe impaciente- usted ya es mayorcita”. Un papel no menos brillante le había correspondido a Lecroix, el de maître, la maldición de un apellido francés. “¿Por qué diablos se le ocurriría a mi tatarabuelo desembarcar en las costas de Nueva Inglaterra, si yo no hablo ni una palabra de esa jerigonza franchuta?” Su marcado acento country contrastaba cómicamente con su ilustre prosapia francesa. Panderecky, un polaco con aspecto de músico bohemio -grandes melenas, pelo enmarañado-, tampoco había salido muy bien librado. Era el encargado junto a Hans Keller -un tirolés que tocaba el acordeón- de la música de la fiesta: sus conocimientos de piano no iban mucho más allá de un curso preparatorio, pero al señor MacKay, que era negado para la música, se le había metido en la cabeza que era un genio musical. Panderecky estaba pasando un bochorno espantoso; no en balde, él y Keller estaban tocando a destiempo.
    Esta noche, la aparición en escena del señor MacKay no ha venido acompañada por toda la parafernalia que había rodeado el “carnaval”. Había abandonado su ridículo disfraz. En el despacho estaba en su ambiente y, vestido de paisano (sin los adminículos propios del comediante), su presencia imponía con una fuerza irresistible. Ello me trajo a los mientes la primera vez que el señor MacKay entró en la oficina. Fue tras la desaparición de nuestro anterior jefe, el señor Telton. Por aquellos días aún no nos habíamos recuperado de la  “pérdida” de Johnie, nuestro botones, cuya desaparición coincidió en el tiempo con la del señor Telton. De Johnie conservo un recuerdo tan irreal como la burda sonrisa, la grotesca exhibición de molares que nos ofreció de despedida. Tras esa imagen extravagante de su reluciente dentadura, no hay casi datos concretos. Su alegre silueta se difumina como si formara parte del decorado del café la Bohème. Apenas brilla el oscuro nombre de una tía lejana y el no menos desconocido rótulo de un pueblo enterrado en las estribaciones de los Apalaches. En los días previos a su desaparición, el muchacho fue visto en compañía de Teckel; lo que despertó sospechas y recelos en su contra. Pero no fue demostrado que éste tuviera algo que ver con su repentina desaparición.
    No sabemos si la súbita desaparición de Johnie influyó en el proceso de desintegración del señor Telton; lo que sí sabemos es que ambos sucesos fueron casi simultáneos, con apenas unas horas de diferencia. De Johnie aún permaneció un rastro más o menos identificable en el tiempo; del señor Telton, en cambio, apenas sobrevivieron unas pruebas no concluyentes de su paso por este mundo. En sentido literal, podríamos decir que se convirtió en polvo. Tras su desaparición, encontramos sobre su mesa los únicos testimonios de su identidad: su anillo y su sombrero; unas cenizas se esparcían por toda la mesa. Algunos malpensados creyeron que se trataba de los restos del desaparecido. Observé la decepción en sus rostros morbosos, cuando comprobamos que era simple y vulgar ceniza de puro.
    La desaparición del señor Telton nos brindó la oportunidad de enfrentarnos a la voluminosa figura de su sustituto: Frederick MacKay. La primera impresión era el reflejo de un asombro contenido, la admiración de encontrarnos ante el original del cual el señor Telton no era más que una pálida copia.
    Durante años fuimos testigos de la admiración del señor Telton a su “maestro”, Frederick MacKay. Lo que Telton ignoraba es que MacKay, fundador de una filosofía idolatrada por nuestro jefe, era asimismo un admirador callado de “la gran idea de promoción del señor Telton” (tanto es así que, a los pocos meses de incorporarse el señor MacKay a la oficina, puso en práctica esta gran idea, que consistía en la puesta en escena de una comedia con “mensaje” -publicitario, por supuesto-).

sábado, 12 de noviembre de 2011

Los demonios en el espejo. Los tacones de Luis XIV.


 Según una teoría, los fantasmas no son los espíritus de personas muertas, sino proyecciones procedentes de objetos que han absorbido impresiones psíquicas. Estos serían una especie de grabadora en la que quedarían impresos los recuerdos de una existencia truncada: voces (psicofonías) e imágenes (fantasmas) de los seres con los que estos estuvieron vinculados trágicamente.

        Machado de Assis en su cuento El espejo defiende una teoría similar. El ser humano consta de dos almas: interior y  exterior. “El alma exterior puede ser un espíritu, un fluido, un hombre, muchos hombres, un objeto, un acto. Hay ocasiones, por ejemplo, en que un simple botón de camisa es el alma exterior de una persona... las dos completan al hombre, que es, metafísicamente hablando, una naranja. Aquél que pierde una de las dos mitades, pierde naturalmente media existencia; y hay más de un caso en que la pérdida del alma exterior supone la existencia entera. Shylock, por ejemplo: el alma exterior de aquel judío eran sus ducados; perderlos equivalía a morir.”

Lo más curioso de esta teoría es que esta alma exterior puede variar no sólo en la madurez- el trompo de la infancia por una jefatura de cofradía- sino en poco tiempo: “Sé de una señora que cambia de alma exterior cinco o seis veces al año. Durante la temporada lírica es la ópera; al término de la temporada, el alma exterior se convierte en otra: un concierto, un baile del Casino, la Calle del Oidor, Petrópolis...”

En el reinado del Rey Sol, el monarca era el alma exterior de la corte. El mismo Luis XIV era un reflejo voluble en sus infinitos espejos, entre los que destacaba la sombra de su suegro Felipe IV. No sé si estos cortesanos llegaban a los extremos de algunas culturas tradicionales que tosían cuando el rey tosía, se caían del caballo cuando el rey perdía el equilibrio o incluso se rompían una pierna si se daba el caso, pero hacían malabarismos con su ingenio, lo cual no tenía menos mérito.

Ahora bien, entre los Yukun, cuando el rey mostraba los primeros signos de debilidad- le salían canas- lo asesinaban. Por ello no nos extraña que al reflejo debilitado del Rey Sol, Luis XVI, le cortaran la cabeza. 

          ¿Dónde radicaba el carisma de Luis XIV? Es todo un misterio. Fijémonos en el retrato de Rigaud. El atuendo y la apostura del rey no resisten la comparación con su contemporáneo, Felipe IV. Una figura afeminada que, para alcanzar la majestuosidad, ¡lleva tacones! Y para colmo, como el romano Nerón, es el primer bailarín del Reino. Nada que ver con la “grandeur” hierática de los dioses presidentes franceses.

Pero no despreciemos los vestidos del rey ni su apostura. El monarca guarda una última carta, incluso en calzoncillos. Los japoneses creen en los Tsukumogami, los  espíritus artefactos. Son objetos cotidianos que, al cumplir cien años, vuelven a la vida; y si no se les ha tratado con delicadeza, se tornan muy agresivos. Por ello, sería recomendable que las prendas reales fueran atendidas con el debido respeto, no sea que el espíritu del Rey Sol resucite a través de sus tacones fantasmas para vapulear a algún que otro irreverente.



 


lunes, 10 de octubre de 2011

El Señor Teckel 6


6. La fiesta 1.

 
Esta noche he tenido un sueño. Estaba en una agencia de colocaciones. Las paredes y el suelo son de mármol negro, no hay elementos decorativos -ni plantas, ni cuadros ni jarrones- tan sólo algunas placas conmemorativas de bronce, especie de hornacinas que recuerdan los nichos de los cementerios. La luz es muy débil y difusa, apenas se distinguen las caras. Lo que si aprecio -y esto es contradictorio- es que todos los aspirantes visten trajes oscuros. Las entrevistas son muy breves, apenas unas palabras, acompañadas de ademanes secos y bruscos. Cuando me toca el turno se confirman mis sospechas, al contemplar una mesa de cristal oscuro: estoy en una funeraria o quizá en “una agencia fúnebre de colocaciones”. El empleado es un hombre serio que viste luto riguroso, no más un detalle estridente: lleva unas gafas ovaladas de oro. Es un auténtico profesional, que no escatima su tiempo con palabras vanas y me espeta a bocajarro: “La parapsicología es una ciencia muy seria, supongo que tendrá usted la titulación exigida”. “¿Titulación? ¿Qué titulación?”, le pregunto asombrado. “¿Cómo? ¿No lo sabe?”, me contesta indignado. “La titulación es la siguiente: ¿Sabe usted imitar el sonido del avestruz?”

    Al llegar a la oficina aún me encontraba bajo un extraño poder de sugestión: el sueño alargaba sus tentáculos y atenazaba mi personalidad de vigilia. Yo sabía que la realidad onírica claudicaría ante la tosca y rudimentaria realidad de la oficina, el poder de la rutina disiparía los últimos y persistentes vestigios de la pesadilla. No, no me engañaba; todo seguía igual: Los viejos muebles de siempre, las paredes enmoquetadas, las bujías macilentas... La complicidad de lo cotidiano me transmitía seguridad y tranquilizaba mis nervios alterados. Mis sentidos se recreaban en un cuadro único, donde todo se presentaba transparente y familiar: personas, muebles y objetos varios, iluminados por una misma luz tenue e uniforme que los inmovilizaba en un único instante singular e irrepetible. Saludé a mis compañeros, ellos tampoco habían cambiado. Durante el tiempo que llevaba trabajando en la empresa, reconozco que siempre habían sabido desempeñar su papel. Desde el primer día se les había asignado un estereotipo que no siempre convenía a su naturaleza; la simpatía, la tristeza y la alegría constituían un esfuerzo resignado, no una cualidad espontánea. Lo cierto es que tan pronto les habían asignado un rol, ellos se habían esforzado por aproximarse a ese papel. Aquél que había sido considerado simpático -aunque su natural fuera desabrido y reservado- realizaba grandes trabajos para consolidar su cliché; aquél tildado de melancólico - aunque su natural fuera alegre- tampoco defraudaba. Se trataba no de unos valores espontáneos, sino de una alegría, tristeza y simpatía resignados; en definitiva, de unos valores estables, seguros, tan inalterables como los muebles y paredes de la habitación. Del mismo modo, se podía afirmar que así como cambiaban muebles, cuadros y adornos del despacho, cada tanto tiempo relevaban a los empleados, que formaban asimismo parte de la decoración.

    Pero esta tarde los muebles, las lámparas, los personajes todos parecían haberse movido en la foto. ¿Qué ocurre en el despacho? ¿Qué hacen los compañeros vestidos de esa guisa? No es un funeral, a pesar de los rostros fúnebres; no es un circo ni una feria de chiflados, ataviados con trapos estrafalarios. Es el último chiste del señor MacKay. Su instinto, su sentido práctico, ha sabido sacarle partido a la fiesta: MacKay es en última instancia un hombre pragmático y no un hombre frívolo, sin embargo...

    Teckel lleva con gran soltura su “disfraz”. Enfundado en una malla negra, un pasamontañas con antenas cubre su cabeza. Sobre la espalda carga una concha - extraño artilugio mitad concha, mitad casa- en la que se lee el siguiente eslogan: “No lleve su casa a cuestas. Nosotros le proporcionamos un techo a buen precio”. Teckel es el único que parece contento con su situación. A decir verdad, el traje le sienta como un guante.

    El rostro enfadado de Gatwick concuerda a la perfección con su disfraz. Ataviado de jefe indio -una hermosa corona de plumas circunda su cabeza- exhibe un curioso eslogan: “Deje de hacer el indio. Somos gente seria. Esta noche dormirá bajo techo a un precio razonable”.

    Grabe no se ha quedado atrás, ha elegido el disfraz de sofá. Se mueve con gran dificultad, pero todo sea por complacer al señor MacKay. Aunque yo creo que el armatoste es un excelente pretexto para quedarse quieto y no hacer nada. En el respaldo del sofá se lee en grandes letras: “Siéntase como en su propia casa. Hacemos un hogar a su medida”.

    Chapman, tal vez por elogiar al jefe, se ha vestido de pintor bohemio. Le ha salido el tiro por la culata. El señor MacKay estaba muy orgulloso de su disfraz, estaba seguro de que era muy original y el idiota de Chapman...

martes, 6 de septiembre de 2011

Entrevista a Frederick MacKay, personaje de “El Señor Teckel”




Entrevista a Frederick MacKay,

personaje de “El Señor Teckel”


(La entrevista tiene lugar en el avión del magnate Frederick MacKay. Descripción del jet privado. Decoración en caoba, retratos del filántropo presidiendo algunas de sus fundaciones benéficas, que inaugura día sí, día no. En el momento de la entrevista nuestro personaje está almorzando con cubertería de oro y vajilla de Sevres, unas salchichas regadas con copioso ketchup junto a unos huevos cargadísimos a lo Kentucky.

Frederick MacKay es el fundador del Mercapanteísmo, doctrina que predica cómo alcanzar la salvación eterna a través de la compra de los productos MacKay. Nuestro hombre luce una inmensa sonrisa porque, tal como le recomendó su maestro Augustus de Bonus, “tres sonrisas valen más que una y una más que ninguna”. Cuando la BG le formula la primera pregunta su fabulosa cabeza en forma de trapecio comienza a calcular respuestas geométricas. Él mismo le ha confesado a sus más allegados que como mejor razona es siguiendo el curso de las manecillas del reloj.)


BG. ¿Qué opina del Señor Teckel?

FM. Fue uno de mis más fieles colaboradores, un empleado modelo. Siempre tenía los ojos puesto en el suelo. Era un gran tipo con miedo a las alturas. Nadie sabía de dónde venía. Su llegada a la oficina despertó gran expectación, porque le precedía su fama de conquistador. Aunque por su facha nadie lo diría: era viejo, calvo y un poco baboso. Se le achacaron unos amoríos con una pervertida franchuta, el caso es que se esfumó de un día para otro y nunca he vuelto a saber de él.

BG.¿No era un poco gris? Uno de sus empleados, que no ha querido revelar su nombre, dijo que era un tipo anodino, y que el señor Teckel debería titularse El señor MacKay, ya que usted sí que es un personaje de una sola pieza, digno de figurar en las antologías de los grandes hombres.

FM. (Halagado) ¿Cómo ha dicho que se llamaba el empleado?

BG. No lo he dicho.

(MacKay expresa contrariedad, se produce un silencio embarazoso.)

BG. (Carraspea) Continuemos. Se ha especulado con la posibilidad de que usted se presente a la dirección de la Biblioteca de Gotham. ¿Qué opina de los candidatos? ¿Qué opinión le merece el exdirector Torres Villarroel? ¿Es partidario de que continúe de director honorífico? ¿Y qué me dice de Gregorio Samsa, el otro candidato?

FM. El primero es un pájaro de mal agüero que se presenta con el rimbombante nombre del Gran Piscator de Salamanca. Nos sobran agoreros y adivinadores. Lo que requiere una institución tan compleja como la BG no es leer en las entrañas de aves podridas o vigilar los erráticos vuelos de algún pájaro extraviado. Ya no estamos en tiempos de superstición, por suerte vivimos en el luminoso siglo XXI. Nos sobran almanaques y pronósticos; es hora de informes, análisis financieros y estadísticos. Lo que la BG necesita es visión de futuro y una fuerte determinación que la haga revivir. Por lo que respecta al señor Samsa, con todos mis respetos hacia los artrópodos, como a cualquier otra especie animal o vegetal, creo que no da la talla. Es un chupatintas muy mal relacionado al que las puertas de la administración se le cierran automáticamente. Los capitostes nunca lo reciben y él siempre se queda a las puertas del castillo. Además recientemente ha sido procesado por asuntos que aún están por dilucidar.

BG.¿Qué proyectos tiene para la BG?

FM. No puedo hablar sobre el tema; sólo le puedo adelantar que pienso hacer unas reformas radicales que harán que nadie reconozca a esta institución.

BG. ¿No es un poco arriesgado?

FM. Como usted sabe pertenezco al Club de los Negocios Lunáticos (ríe), si no fuera por mis empresas nada razonables no habría llegado a la cumbre. Ya verá, ya verá, usted no dará pábulo a sus ojos.

BG. ¿Qué opina de Joaquín Huguet, el oscuro autor de algunos manuscritos?

FM. (Enfadado) No sé quién es ese señor. Si es alguien, ¡qué se atreva a dar la cara! (Da un puñetazo a un enemigo imaginario)

BG. Una última cosa. Ese mismo empleado, que siente gran admiración hacia usted, dice que Frederick MacKay es de los personajes que dejan huella. ¿Qué opina al respecto?

FM. (Modesto) Aún es pronto. El tiempo lo dirá o, como diría mi amigo Bonaparte, la historia me juzgará.


El Club de los negocios raros:

La Modernización del Castillo de Tarinenburgo


De castillo obsoleto a lujoso

bloque de apartamentos...



El anticuado castillo de Tarinenburgo, ha sido convertido por MacKay en un moderno complejo de apartamentos, con todas las comodidades, parking incluido y...




Antes

Después

.... en lo que era el patio del castillo, en el que se levantaban
soportales y un hermoso seto de cipreses, hoy podemos disfrutar de un moderno restaurante al aire libre:





Antes


Después




miércoles, 10 de agosto de 2011

El señor Teckel 5

5. Una escena inesperada.

En los días siguientes la estampa de Teckel no es más que un mal recuerdo. Su ausencia prolongada nos hace alentar la ilusión de que se ha esfumado definitivamente de nuestras vidas. La mañana y el horizonte de las horas venideras se presenta radiante, sin la presencia policial de Teckel. Sólo nos atormenta una duda: si el señor MacKay sabrá vivir sin su “perro fiel”.

Esa misma semana el señor MacKay le pide un favor a Hunter. El sábado por la noche no puede eludir un compromiso: debe asistir al cumpleaños de una amiga de su mujer. MacKay detesta los guateques, y en especial los patrocinados por las amistades de su mujer. Si Hunter le hiciera un favor. él se lo tendría en cuenta.

Hunter accede gustoso. Le seduce la idea de poder husmear en los asuntos de la familia del señor MacKay, y la compensación más que sobrada de halagar a su jefe.

El sábado por la noche comprende por qué el señor MacKay se ha negado a venir. Él esperaba reunirse con la mejor sociedad de Nueva Inglaterra y se ha topado con un amplio surtido de lámparas, cargadas de baratijas y oropeles, y una multitud de percheros con prendas extravagantes. Nada parece animar a esa pandilla de momias. ¡Qué digo! ¿Nada? ¿De dónde salen esas señoras tan alegres de risa campechana, sonrisa y escotes provocativos? Esa alegría es contagiosa, aunque la buena sociedad no parece inmutarse ante la irrupción escandalosa de las dos invitadas. Por cierto, ¿quién habrá tenido la desfachatez de invitarlas? Pero no vienen solas, un caballero algo maduro las acompaña. A pesar de que éstas no son muy agraciadas, no deja de chocar la desproporción de edad entre las señoras y su acompañante: tal vez les separe una franja de edad de más de veinticinco años. La calva, los ojos legañosos y las espaldas cargadas son rasgos que nos resultan familiares. ¿Quién habrá invitado a Teckel? ¿Qué pinta él aquí? Bonita forma de amargarnos la noche.

Por fortuna, Teckel se pierde por entre los múltiples salones y galerías de la mansión. Si la fiesta ya resultaba aburrida por sí sola, ¿cómo borrar de la memoria este recuerdo tan contumaz? Su imagen lasciva se multiplica por todos los vericuetos de la mansión, y a Hunter le asalta el temor de encontrárselo en cualquier rincón.

Hunter reflexiona. Es muy posible que se trate de un error. Su mente, fatigada por una semana de trabajo intenso, le ha jugado una mala pasada. El acceder a la fiesta, el simple hecho de conseguir una invitación, es una tarea nada fácil. En condiciones normales ni el mismo habría podido ser invitado. En buena lógica Teckel no podía estar allí, aunque...

Reaparecen en escena las señoras que antes estaban montando el numerito. El porte erguido, la barbilla desafiante, la mirada displicente, el ademán despreciativo de sus labios; nada sugiere la mujer desenfadada y alegre de hacía una hora. No gozan de compañía masculina. ¿Será Teckel el catalizador, que provoque los trastornos de comportamiento en estas mujeres?

El panteón retorna al hieratismo de las esculturas sagradas: Hunter se desenvuelve entre los invitados como si vagara por entre las cariátides y los atlantes del Partenón. De vez en cuando, accionan una mueca horrible que algunos incautos identifican con una sonrisa, y nos demuestran que también saben descender del Olimpo y codearse con los vulgares mortales. Pero no nos engañemos, es una concesión a la ingenuidad de nuestros sentidos.

Le despierta de este espejismo lo que parece el chillido histérico de una quinceañera. Pronto se suma a lo que era un grito aislado la algarabía de un coro de señoras desmadradas. ¿Una estrella de rock? ¿Un cantante? No, es un hombre maduro, avejentado, de expresión zafia y poco atractiva. ¿Por qué hacen cola para besarlo entonces? Hunter se aproxima para intentar descifrar el enigma. En medio de la exquisita fragancia de perfumes y esencias carísimas, el cuerpo de Teckel despide un hedor irrespirable. Hunter tiene que sujetarse a una columna para no desmayarse y vomitar. ¿Será ese olor lo que las excita, o la pasión y la fuerza de su “mirada de fuego”? Hunter se acerca a unos metros de Teckel para intentar hablar con él, pero éste simula no verlo. Asqueado y aburrido, cree llegado el momento de abandonar la fiesta. Tendrá que inventar una excusa, si quiere despedirse de la señora MacKay. Lo difícil será, sin embargo, ingeniárselas para encontrar a la señora, desaparecida nada más llegar a la fiesta. En realidad podría haber venido sola, no necesita a nadie.

La siguiente media hora la emplea Hunter en intentar encontrar a la señora MacKay. Ésta parece recrearse en jugar al escondite. Hunter se entretiene rastreando pistas falsas: unos la han visto en el salón principal, otros en la cocina; la última pista le lleva al lavabo de señoras, lo que le supone un enfrentamiento con un marido agraviado que lo confunde con un voyeur. Aclarado el malentendido, prosigue su búsqueda. Ya ha transcurrido más de hora y media desde que la vio por última vez. Empieza a pensar que el matrimonio MacKay le ha tendido una encerrona.

Desanimado por la futilidad de sus esfuerzos, decide, sean cuales sean las consecuencias, irse de allí sin dar explicaciones. Recoge el abrigo del guardarropa y sale por el vestíbulo. Bajo el soportal de la entrada, dos amigos se despiden con prisas y suben precipitadamente a un coche. La calle está desierta. No se escucha el más ligero ruido. La luz mortecina de los faroles ilumina débilmente en la oscuridad. No se distingue con nitidez los contornos de las fachadas de los edificios. Hunter tropieza con un objeto “invisible”. Enfadado consigo mismo, le pasa por la cabeza la idea de que debía haber venido en coche, se ha confiado demasiado: no hay una parada de taxis ni ninguna boca de metro por los alrededores. Sí, con el coche se habría evitado el mal trago de deambular por estas calles tan poco tranquilizadoras. Se acerca un vehículo, ¿será un taxi? Por si acaso, le hace una señal. Debe de tratarse de un error, porque el coche no aminora la marcha. Pero él no está dispuesto a permanecer allí por más tiempo y, en un momento de ofuscación, se arroja a la calzada. El taxi -porque ahora ya no hay ninguna duda de que se trata de un taxi- derrapa al dar un frenazo y golpea un cubo de basura. El taxista sale encolerizado del vehículo, y exclama sin poder contenerse: “¡Está loco, podría haber escogido otro coche para suicidarse!”. Pero Hunter no atiende las imprecaciones del conductor, su atención está centrada en una escena inesperada, iluminada súbitamente por los faros del coche: amparados en la oscuridad, una pareja se abraza amorosamente en una esquina estratégica. Nada tendría de particular este bonito cuadro sentimental, si los protagonistas de esta historia no fueran un hombre maduro y una mujer significativamente más joven; nada de especial, si el seductor irresistible no se apellidara Teckel y su solícita compañera, MacKay.


viernes, 8 de julio de 2011

El Señor Teckel 4


4. La transformación.

Abro un paréntesis en mi relato. A partir de este punto debo volver a hilvanar la trabazón de nuestra historia con la ayuda de la voz autorizada de Hunter. Yo estuve ausente del trabajo durante varias semanas, porque me retuvieron asuntos familiares. No fui testigo directo de lo que voy a narrar a continuación, pero confío plenamente en el testimonio de Hunter. Pues, ¿qué ganaría con mentirme sobre un asunto que no le afecta en lo más mínimo?.

Tras varios días de ausencia en la oficina, apareció al fin el hijo pródigo. Retornaba a sus ocupaciones rebosante de felicidad, sin duda estas “cortas vacaciones” le habían sentado bastante bien. El señor MacKay lo recibió con la naturalidad de quien no lo ha dejado de tratar a diario. Teckel, por su parte, adoptó la cínica compostura del empleado modelo: era evidente que para él tampoco había cambiado nada.

En Teckel, no obstante, se había operado una metamorfosis profunda. Sus ojos se había empequeñecido, hundiéndose aún más en el abismo de sus cuencas profundas. Las arrugas se dibujaban en un cutis tradicionalmente terso, y configuraban un tejido de surcos irregulares. La espalda se había curvado en forma de comba. “Tal vez”, bromeó Hunter, “intenta descifrar los secretos del universo”. Sus movimientos se habían relajado hasta tal punto, que no era difícil identificarlo con los ademanes de un anciano nonagenario. La dimensión de los cambios era de tal hondura, que llegamos a cuestionarnos si se trataba de la misma persona.

No sólo el físico nos revelaba una nueva identidad. Aunque su talante continuaba revelándose servil, su habitual discreción y exquisita cortesía habían cedido protagonismo a un lenguaje procaz y a una manía obsesiva con el sexo. Las secretarias, que nunca habían temido nada de él, comenzaron a sentirse inseguras en su compañía. Creo que Grabe dio en la diana, cuando lo describió como “un animal en celo”.

Teckel estaba siempre dominado por una tensión contenida. Nada más faltaba la mecha que prendiera el fuego. La ocasión no tardó en presentarse. Dos señoras de mediana edad se personaron una mañana en la oficina para un asunto de la mayor urgencia. No requirieron, como era de esperar, los servicios del señor MacKay, sino que preguntaron directamente por Teckel. Al verlas, éste recobró su talante habitual: amable, cortés aunque un poco distante. Se eludieron los preliminares premiosos, se evitó todo tipo de protocolo. Una de las señoras lo expresó con gran elocuencia: “Sobran los preámbulos, no tenemos tiempo, nos trae aquí un asunto urgente”. A petición de los clientes, se retiraron al despacho particular de Teckel con el fin de preservar la intimidad. Durante media hora no se oyó nada en el interior del despacho. Desde fuera el silencio, denso y agobiante, nos hacía pensar que la pieza estaba completamente deshabitada. Y que si estaba ocupada, como en efecto así ocurría, sus moradores se habían convertido en seres alados, pues ni el más ligero sonido mancillaba la rotundidad de su mutismo. Una risita obscena, sin embargo, se atreve a profanar el silencio sagrado. A esta hiriente profanación la siguen otras provocaciones: risotadas extemporáneas, escandalosas. Teckel es un hombre maduro, un hombre serio, nunca se había permitido tales frivolidades. La curiosidad nos corroe a todos, Grabe está a punto de entrar a ver que pasa. Pero la indiscreción de Teckel ha encontrado un cómplice en quien menos esperábamos: el señor MacKay. Éste detiene a su empleado dándole de paso una reprimenda: “no se debe violar la privacidad de nuestros clientes”. Como eco de estas palabras admonitorias, escuchamos las voces desenfadadas de las “señoras”. “¡Ahora yo, ahora yo!”, grita una de ellas con voz destemplada. “¡Es mío! ¡Es mío!”, le responde la otra disputándose la pieza codiciada.

Unas carcajadas anuncian la salida de Teckel y sus dos acompañantes. El tono azulado del rostro de Teckel se torna amoratado de no respirar: le ahoga la risa. Y risa es lo que provoca, en efecto, la guisa de la alegre trouppe. Teckel en ropa interior brilla en todo su esplendor: las carnes fláccidas -la papada, las tetillas caídas- contrastan con un resplandeciente rostro juvenil. Las “señoras” no se quedan atrás: lucen en todo su esplendor la exuberancia de sus michelines y carnes fofas, enmarcados por una elegante combinación de ligueros y sostenes granates. ¿Qué fue de aquellas señoras tan envaradas que entraron apenas hacía una hora en el despacho de Teckel, imbuidas de dignidad y distinción? ¡Qué cacareos! Y Teckel es el gallo del corral. ¡Qué chascarrillos tan mordaces se gasta y qué lenguaje tan soez! Los brazos escuálidos de Teckel se acomodan con familiaridad en las espaldas mullidas de las mujeronas, que los acogen en medio de bromas y simpatía arrebatadoras.

Recobrando la dignidad y el aplomo perdido, las señoras solicitan un lugar tranquilo donde arreglarse y adecentarse un poco el pelo antes de salir a la calle. Grabe, aturdido por la situación, les indica con un gesto -sobran las palabras y Grabe se encuentra en esos momentos imposibilitado para pronunciar palabra alguna- dónde se encuentra el servicio. Al salir del baño, las señoras -tan envaradas, puras y dignas como cuando llegaron a la oficina- con gran sequedad exigen a un empleado que les pida un taxi. El continente de su semblante y la rigidez de sus ademanes intentan recuperar la dignidad señorial. En cierto modo, podría afirmarse que cualquiera que quisiera identificar a aquellas señoras con las cabareteras, que nos habían hecho sonreír de vergüenza estaba faltando a la verdad, estaba difamando su buena imagen.

Teckel, para guardar la dignidad recién recuperada, aguarda a que las señoras bajen a la calle. Unos minutos más tarde observamos desde la ventana cómo suben todos a un taxi, sin abandonar el aire de seriedad.





domingo, 19 de junio de 2011

El Señor Teckel 3. ¿El seductor?



3. ¿El seductor?

A la mañana siguiente nos despertó de la modorra estival un grito destemplado de mujer. La calina no invitaba al movimiento pero, a tenor del peligro, salí de estampida para ver qué ocurría en la galería. Hunter lo ha visto todo desde el principio. Estaba despachando con la nueva secretaria, la señorita McNeill, unos asuntos urgentes. Ésta no es muy agraciada: su cuerpo es una escoba, el rostro anguloso de nariz ganchuda y ojos de halcón; la cabeza de pepino con los escasos cabellos, reunidos en un moño anticuado. Algún atractivo debe ocultar, pues Teckel, tras despedirse la señorita McNeill de Hunter, no ha podido dominarse y se ha abalanzado sobre ella con violencia, apretándola contra la pared. La ha abrazado y le ha sobado todo el cuerpo con el efecto embudo, y ha consumado la violación ante la mirada fría y despreocupada de Hunter. Cuando, indignado, me disponía a auxiliarla, éste me ha sujetado por el brazo y me ha detenido con las palabras siguientes:

- Detente, estate quieto, no hagas el ridículo.

- ¡Estás loco!- le he replicado.

- ¿No es una violación?

- Sí, es una violación.

- ¿Y entonces?

Me he soltado del brazo y me he acercado a la pareja. Cuando he intentado separarles, la señorita McNeill me ha propinado una sonora bofetada, que ha suscitado la hilaridad de Hunter. Los brazos de la secretaria han tornado a enroscarse en la cerviz de Teckel, no sin que antes ella me despachara con un “¡Déjenos en paz!”

Al mediodía nos hemos ido a comer a una pizzería. El restaurante no es una gran cosa, pero yo no estaba interesado en la comida. Hunter ha estado muy reservado, aunque estoy convencido de que no es más que una pose. He pensado que en un ambiente más relajado me diría lo que quiero saber. No nos une una sólida amistad, por ello debo condimentar el sabor de las confidencias con un preludio de sinceridad. Le he contado mis disputas familiares y, como muestra de confianza, le he pedido consejo legal.

La conversación ha derivado a derroteros aún más frívolos. Tras un interludio más bien breve, en el que se han tocado temas un tanto sombríos como las parejas y matrimonios rotos, ésta se ha centrado en nuestro leit-motiv favorito: las mujeres. Cada uno ha inventado una historia aún más inverosímil que el otro - yo no tenía verdadero interés en contarle mi vida amorosa y creo que Hunter tampoco -. Éste ha intuido que mi campo de interés era bien distinto y me ha seguido “inocentemente” el juego. Lo importante es que de modo tácito se ha creado el marco idóneo para que Hunter se explayara con franqueza sobre Teckel. El guiño de complicidad, apenas perceptible, me ha dado entrada a un curioso interrogatorio al que Hunter ha respondido, dando grandes muestras de satisfacción.

Yo he reparado, como por descuido, en la conducta irregular del hasta ahora considerado empleado modelo. Teckel se ha distinguido en todos estos meses por una exquisita puntualidad y un exagerado y puntilloso sentido del deber. Le bastaba al señor MacKay, nuestro jefe, seguir la mirada de Teckel para descubrir al “irresponsable” que se había retrasado unos minutos o había cometido una leve falta administrativa. Pero a partir de abril la conducta de Teckel ha cambiado de forma radical. Varios días ha llegado tarde al trabajo, sin ningún motivo justificado. El jefe no le ha pedido cuentas, pues confía plenamente en su perro guardián. En la oficina afecta siempre un aire distraído, como de adolescente menopáusico, que no le permite centrarse ni en las labores más simples. Si continúa así, su competencia, fidelidad y sentido del deber van a formar parte de la historia de un mito, pero no del Teckel de carne y hueso.

El punto de inflexión que marcó el cambio de comportamiento, fue un suceso que pasó inadvertido. Sucedió un viernes, cuando estábamos a punto de terminar la jornada laboral. La señora Gómez, la mujer de la limpieza, se presentó en el despacho del jefe con un arrebol de vergüenza en las mejillas. Hablaba en voz muy baja, pero, a pesar de su discreción, no podía contener un tono de indignación y sofoco. “No me importa perder mi empleo”, dijo, “y si es necesario recurriré a un abogado laboralista”. El señor MacKay le contestó, abandonando el tono conciliador, que la demandaría por difamación.

En su momento, este episodio no recibió el interés que merecía. Un instinto de protección, el temor a perder nuestro empleo, nos hacía inmunes a las aventuras de nuestro jefe. La actitud general era siempre la misma: las aventuras del señor MacKay no son asunto nuestro.

El lunes nos sorprendió la presencia de una nueva asistenta. Ésta procedía de Nicaragua y, por lo que a nosotros se refería, no se diferenciaba apenas nada de la anterior. Se llamaba María como su antecesora, y también tenía que sufragar los gastos de una prole no menos numerosa. Era muy reservada - tal vez una situación de ilegalidad la predisponía al silencio-. Pero en todo momento se mostraba educada y discreta. Se ajustaba perfectamente al perfil profesional que exigíamos, pero no permaneció entre nosotros más de una semana. Se repitió la escena con el señor MacKay, aunque esta vez sin aditamentos melodramáticos. La asistenta se marchó incluso con una sonrisa de felicidad en los labios. Esta actitud tan sospechosa por parte del jefe desató los infundios más disparatados. Hunter especuló con la posibilidad de que le estuvieran sometiendo a chantaje. Pero cuando esta actitud se reiteró durante varias semanas, llegamos a la conclusión de que le saldrían más baratos los servicios de una profesional.