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martes, 25 de diciembre de 2012

Dickens, el resurreccionista


Un hombre merodea por un cementerio a hora intempestiva. ¿Es uno de los profanadores de tumbas de los que se hará eco Stevenson en uno de sus relatos? Es un joven esbelto con la miseria de Londres en los pulmones. Al detenerse en una de las tumbas, observa el polvo de la lápida, acumulado por el infinito via crucis de la capital del Támesis. El musgo y la oscuridad le ocultan la visión. Al final, tras soplar distraído sobre la piedra, distingue las letras de la lápida: Nelly .
Si atendemos las creencias esotéricas, nuestro amigo es un resurreccionista, alguien capaz de hacer revivir a los muertos con la sola alocución de su nombre o, lo que es lo mismo, al exhalar sobre un apellido desdibujado un hálito de vida. Se cree en algunas culturas que el nombre refleja la esencia de las personas. Por ello ocultan el verdadero y ofrecen uno falso para escudarse contra los maleficios. El propio Dickens, consciente de su profanación, se cubre con un pseudónimo: Boz. Curiosamente este es el mote de su hermano y, cuando la parca, retomando la creencia judía, sea engañada por el nombre equivocado, se llevará a este antes de tiempo, confundiéndolo con el auténtico brujo, Charles.
Y es que Dickens, o Dick para los amigos, es el nombre del diablo. ¿Y a quién le extraña que el demonio goce de la facultad de recomponer los huesos de los difuntos?
No obstante, una cosa es resucitar a los muertos y otra muy distinta, mantenerlos con vida. Durante horas el mago ensayará frente a un espejo las frases de sus resucitados. Sabido es el poder que emana de su azogue y que, para que el alma del difunto no se escape, se tapa con una manta este instrumento del infierno. Pero nuestro Boz (¿o es Dickon el diablo su auténtico pseudónimo?) encuentra precisamente en este artilugio un camino para reencontrarse con las almas del purgatorio que unas horas antes se hallaban bajo una lápida. 
Frente al espejo, les promete un rostro reconocible en el mundo de los vivos. Existe una enfermedad, el síndrome de Capgras, por la que el afectado considera que todos aquellos que lo rodean, incluso los familiares más cercanos, son actores. Para evitar esta dolencia a sus criaturas, Dickens les procurará un entorno verosímil. Ya de niño había practicado con aquellos teatritos recortables, en los que las figuras de cartón desempeñaban su papel en un escenario cuidado al detalle. Ahora, adulto, su labor es más ardua: se trata de crear un hogar para estas almas reencarnadas.
Para lograrlo, no escatimará nada a sus hijos de ultratumba. Observará cuidadosamente a sus congéneres vivos y prestará a estas sombras del Hades una genealogía, una clase social, una forma de hablar e incluso una mímica tan convincente que los sitúe entre los seres de carne y hueso. Tanto es así que sus contemporáneos, al leer sus novelas, las tomarán por memoriales y no por obras de ficción y reconocerán a sus protagonistas de inmediato, como a cualquier hijo de vecino. Y, por si hubiera alguna duda, cuando el propio Dickens decida que la dulce Nelly duerma el sueño de los justos, tras su efímera resurrección, descansará en una tumba real, objeto de peregrinación de los dickensianos.
Desde aquel fatídico instante, los viajes de Dickens a través del espejo menudean, yendo nuestro poeta de un lado al otro como si fuera un ser descarnado. Cuentan una anécdota al respecto. En una reunión con sus amigos íntimos, bromeaba con ellos, mientras alimentaba una trama de su novela, saltando indistintamente del escenario real al otro de su fantasía con la misma naturalidad  de quien se muda con tan sólo cambiar de habitación.
Otra prueba de su habilidad como psicopompo nos la trae a la memoria un admirador con un pie en la tumba. Conocedor este del talento de Dickens, el astuto moribundo le pide entrevistarse con él antes de morir. Otro de sus lectores ya había fallecido, porque no le había llegado a tiempo la entrega de Pickwick; este, sin embargo, confía en el poder del brujo para convertirlo en otro Lázaro. ¿Tiene unas simples palabras con su venerado novelista? Esa es la versión oficial de su biógrafo Forster. En realidad, le leen en voz alta un episodio del Pickwick tras exhalar su último suspiro, y a algunos de los reunidos les parece ver que el difunto ríe desde la tumba como un señor Valdemar cualquiera.
Sin embargo, mala cosa es enmendar la voluntad de Dios y el sacrílego tarde o temprano ha de pagar con su vida. La trascripción del juicio tendrá lugar años después de muerto el hereje. El juez es un famoso alienado, aclamado anteriormente como prestigioso jurista: Schreber. Según este lunático,  Dios está constituido por los nervios de los difuntos. De tal forma que, al hacer confluir hacia sí los nervios de Dios, Dickens atrae al propio tiempo las almas de los muertos. Estas se acumulan en su cabeza y adquieren la forma de  hombrecillos. Algunas noches, estos homúnculos pululan por millares dentro de su cabeza y parlotean todos al mismo tiempo, produciendo una monstruosa cacofonía. Un día, esos personajes aseguran que nuestro autor está dotado de “una supuesta pluralidad de cabezas”, la de aquellos resucitados que se alimentan de un solo hombre. Entonces nuestro escritor se ve obligado a realizar monólogos a varias voces, al estilo del gran cómico Charles Mathews, el brujo que lo inició en sus artes chamánicas. A partir de ese momento, Dickens calla y, a través de su boca, hablan las cabezas de sus farfadets en sus lecturas públicas.  Hasta que un día, uno de sus personajes postreros, con el significativo nombre de Headstone, le exige un último sacrificio: que el novelista, que había intentado burlar a la muerte a través de sus agotadores paseos y de sus continuos cambios de domicilio, asiente su hogar definitivo bajo el peso de una lápida. 

lunes, 26 de noviembre de 2012

El Licenciado Vidriera 1. Los incorruptibles.


El Licenciado Vidriera 1. Los incorruptibles.

 Tomás Rodaja es un estudiante que, tras ser víctima de un hechizo de amor, padece un singular delirio: se cree de vidrio. Esa creencia lo convierte en un profeta dotado de sabiduría. Como a Tiresias, a quien los dioses le quitaron la vista para compensarle con la clarividencia; la singular “locura” de Tomás Rodaja lo vuelve sabio, pero lo aleja de los seres de carne y hueso.
Simbólicamente estos Licenciados Vidrieras, como el augur griego, pierden de vista la realidad humana para ser dotados de su don visionario. Por eso nunca levantan la vista de su sueño. Dice Taine a propósito de Robespierre: “El jacobino está lleno de respeto por los fantasmas de su mente racional. A sus ojos, estos son más reales que los seres humanos vivientes.”
Y es que estos hombres de vidrio, para mantenerse intactos, solo admiten la pureza más cristalina. El contacto con los otros hombres los corrompe y los convierte en seres humanos, demasiado humanos y, por tanto, en mortales. De ahí, la obsesión con el celibato. Robespierre se casará con la diosa Razón; Hitler, con Alemania; el sacerdote católico, con la Iglesia. Su verdadera esposa es la Idea o, mejor dicho, su fe. Con esta realidad inmaterial son iluminados y renacen como ángeles para dejar de ser mortales. Dice Silesius a propósito de estos seres inmaculados: “María es un cristal; su hijo, la luz celeste; así la atraviesa él sin romperla en absoluto.” Mientras estos seres angelicales sean concebidos por la luz de su fe, seguirán siendo etéreos e inmortales. Por eso tantos mártires se sacrificarán por esos rayos de luna.
“No me toques”, parecen decir estos hombres de vidrio. Como diría Papini de Nietzsche: exaltan la dureza del vidrio para ocultar lo quebradizo de su naturaleza. Y es que estos visionarios no son de carne y hueso. En ellos la materia existe, pero es como si no existiera; de aquí nace su intransigencia con las flaquezas humanas. “La carne es débil”, dirán. Si es débil, sacrifiquémosla a la Idea para que se convierta en cristal, en espíritu imperecedero.
Tienen una forma curiosa de predicar su virtud. Dice Quevedo: los virtuosos pecan con Dios, no contra Dios. Estos hombres de vidrio pecarán con la Idea, no contra ella. Mientras perpetren cientos de atrocidades bajo la luz de la Verdad, seguirán siendo ángeles. Dice Pascal sobre ellos: “El hombre no es ni ángel ni bestia, y nuestra desgracia quiere que quien pretende hacer de ángel haga de bestia.”
¿Por qué el sacrificio de miles de personas? Las generaciones de hombres se suceden, pero el hombre cristalizado a través de la Idea es inmortal y durará eternamente.
¿Eternamente? El tiempo es el otro enemigo de los Licenciados Vidrieras. Por eso se obsesionan por crear un nuevo calendario y rescriben la historia a la luz deslumbradora del cristal, es decir, de la Verdad.
Hay un texto celta que ilustra muy bien ese vaciado del tiempo. Se titula el viaje de Bran.  Tras permanecer varios meses Bran y sus hombres en la isla de las mujeres, sienten nostalgia de su patria y deciden volver. La reina de las mujeres le advierte a Bran que no deben pisar tierra irlandesa. Cuando se acercan a la costa, una muchedumbre en la playa les pregunta a distancia quiénes son. Bran se identifica, diciéndoles que no hace mucho salieron de Irlanda. La gente no les reconoce y les cuenta viejas historias de siglos atrás acerca de un Bran que partió en busca del país de las hadas y nunca más volvió. Uno de los hombres se lanza al agua y logra llegar a la playa. Sin embargo, en cuanto toca tierra, envejece bruscamente, como si los siglos transcurridos le hubieran caído encima, y se desintegra.
Durante años estos hombres de vidrio navegan en su barco de cristal. Pero tarde o temprano han de avistar la realidad; y entonces todas las quimeras que han construido se volatilizan, haciendo trizas al hombre de vidrio.
Desde ese momento, los gérmenes del tiempo contaminan a estos seres angélicos, dejando sus miserias a la vista de todos. Entre estos despojos, si miramos a través del cristal de Robespierre, ¿qué vemos? ¿Qué son esos monstruos, sino las impurezas del cristal que suben a la superficie para traicionar sus ideales más sagrados? Dentro de ese mundo de vidrio afloran unos homúnculos, los monstruos de la razón, de los que hablaremos en otro artículo.

jueves, 8 de noviembre de 2012

Los dioses blancos 2: el pañuelo de Stalin.



Según Ibn Arabi “el universo es un inmenso libro. Sus caracteres están escritos por la pluma divina”. Para los hombres leídos de Occidente, el mundo no tiene secretos, por el contrario cabe en los estrechos límites de un libro; el que ellos llevan consigo. El proceso es inverso al anterior. No se trata de representar el mundo como un códice sagrado, sino de hacer que este se encorsete en los límites estrechos del manual que llevan consigo. El universo es una tablilla de cera en el que se pueden escribir las conclusiones de los capítulos previamente escritos por los autores, y lo que no se ajusta a dicho molde es considerado desecho o mera diversión, lo que se aparta del asunto de su libro. Las cosas no tienen significado en sí, como parte del libro del mundo, sino de antemano, según estaba escrito en las páginas de su manual, ya sea El Capital, el Origen de la especies o la Interpretación de los Sueños.
El hombre civilizado desprecia las supersticiones de los salvajes, al mismo tiempo que puebla el mundo de demonios. Estos a veces tienen tan poca consistencia como los fantasmas de los ingenuos primitivos. El occidental se ríe de cómo el hombre primitivo considera al rayo una manifestación de la divinidad, pero interpreta un monolito como un símbolo fálico; la delincuencia, como una manifestación de la lucha por la vida; y la religión, como una sublimación de la lucha de clases.
Como contábamos en la primera entrada de los dioses blancos, en principio los protagonistas de los libros, cuyos modelos estaban inspirados en Herodoto, Tucídides o Plutarco, eran los héroes de Carlyle. En estas obras más pedestres, los personajes, al igual que los de la novela realista, son vulgares y no tienen nada de heroicos. Mientras en los  primeros se producía una sacralización de las hazañas de los héroes de la antigüedad; en estos últimos se consagraban los actos cotidianos, la banalidad.
Un acto aparentemente sin sentido- una escaramuza entre delincuentes- adquiría un significado en medio del caos: formaba parte del relato de un libro, ya fuera el autor Spencer, Darwin o Marx. No es casualidad que por aquella época, Balzac emprendiera la magna obra de la Comedia Humana. El autor francés intenta meter en sus novelas un universo con todas sus minucias; por eso los historiadores y sociólogos reconstruyen con comodidad la Francia decimonónica a través de sus libros; y es que, a diferencia de teóricos como Spencer, introducirá en su baúl todo lo que encuentra a su paso, sin dejar nada; lo que hace que la obra de Balzac sea un extraordinaria enciclopedia de la sociedad de su tiempo.
En la primera entrada de los dioses blancos hablábamos de la rememoración de los grandes héroes: Napoleón conmemora a Alejandro en sus batallas, porque él es el macedonio reencarnado; a través de estos libros modernos, por el contrario, se produce una sacralización de la vida vulgar. Pasamos de la dinámica de los grandes gestos o epopeya a la prosa de cotidianidad. La caótica y vulgar vida diaria adquiere un rostro a través de estos textos vulgares, y lo que en principio parecía obra del azar forma parte de un capítulo de la otra Humanidad, la que va a pie y no a caballo.
Pero esta Humanidad que ha desmontado del caballo requiere otros dioses. El punto débil del laicismo es despreciar la necesidad humana de lo numinoso y lo  sagrado. Una de las grandes virtudes del Cristianismo es que santifica la vida cotidiana; lo que significa que cualquier persona a través de sus insignificantes tareas diarias puede realizar un acto esencial que le franquee las puertas del cielo.
Por ello Robespierre, consciente de esa necesidad de lo sagrado, instaurará sin éxito el culto a la Diosa Razón, y comunistas y fascistas construirán una sofisticada puesta en escena colectiva, inspirada en las ceremonias religiosas. Esta persigue un fin: el culto al Estado debe infiltrarse en la vida cotidiana de la población y lo hará de la misma forma que la religión tradicional: a través de las nimiedades del día a día, como hilvanar un pañuelo con la efigie de papá Stalin en la intimidad del hogar.

miércoles, 3 de octubre de 2012

El señor Teckel 16


16. La doble vida de Wilson.

    ¿Qué es lo que ha provocado ese brusco y repentino cambio de humor? Lo ignoramos, Wilson es un hombre muy reservado y no le gusta compartir sus secretos con desconocidos ni tampoco con amigos. Examinemos su rostro: no revela nada en absoluto, es un libro cerrado, un enigma herméticamente clausurado. ¿Y las manos? Temblorosas e hinchadas, parece que de un momento a otro vayan a estallar. Su cuerpo yace de espaldas en el suelo en apariencia inexpresivo, muerto. Una almohada le cubre el cuello, apretada entre ambas manos. Está claro que si queremos descubrir algo, tendremos que actuar por nuestra cuenta. Registraremos la habitación para buscar algo que nos ponga sobre la pista. Las persianas están bajadas; pero la luz del sol es tan fuerte, que algunos haces atraviesan las rendijas y crean una imagen de penumbra. Una ráfaga de luz se proyecta en la pared enfrentada a la ventana e ilumina un singular recuadro. Si lo miramos con detenimiento, distinguiremos un extraño dibujo: una ventana pintada con exquisito trazo y extraordinario realismo. Los postigos están abiertos y dejan ver una imagen en tres dimensiones. ¡Cualquiera diría que no es realmente una vista de una de las calles más bulliciosas y concurridas de la ciudad de Nueva York! ¡Si hasta parece que escucho el infernal ruido del tráfico y una luminosidad radiante, que emana del cuadro-ventana, hiere mis ojos! Las calles están nevadas y el frío se transmite a toda la habitación. ¡Aquello parece una nevera! Si nos acercamos una vez más al cuadro-ventana, podremos leer el título del fresco: ”Wilson  en Nueva York o cuando la ciudad tiembla”. Su silueta se recorta contra una de las ventanas de un edificio, plasmado en el fresco. El rostro de Wilson mira horrorizado hacia el escenario de la tragedia: un hombre se despeña desde la azotea, ante la fría mirada de unos tipos elegantes que están celebrando un guateque. Junto al cuadro-ventana, trazado con auténtica destreza hiperrealista, podemos admirar en viñetas gigantes distintos episodios de la vida de Wilson. La primera viñeta describe una escena inicial de su vida y se titula: “Tragedia en Halloween”. Continúa con el episodio “Wilson en la escuela” y, como motivo central, el citado cuadro-ventana. Los episodios concluyen con una viñeta, que se titula: ”Wilson en el Caribe”. En este recuadro aparece un retrato de nuestro amigo: un hombre enjuto, de apariencia anodina, vestido como un vulgar oficinista (un traje de chaqueta barato, color gris y una corbata oscura). Pero lo más destacado del cuadro, sin duda, es el semblante de nuestro protagonista: la cabeza pequeña, calva aunque con ladillos, enmarca un rostro que desentona con la contextura del cráneo, al ser este rostro desproporcionadamente ancho. Los pómulos chupados tampoco guardan ninguna armonía con los grandes ojos azules, saltones. La nariz pequeñísima apenas se dibuja en el rostro, dándole una expresión desencajada. ¿Y las manos? Las manos, gordas e hinchadas, nos conducen directamente a los ojos que las miran desconcertados. En ellos un observador atento podrá leer un sentimiento de temor e inquietud. Un interrogante apenas visible cruza todo el cuadro y subraya ese desasosiego que respira todo el fresco.
    En la pared contigua, que forma ángulo recto con la anterior, asistimos a nuevas manifestaciones del talento artístico de Wilson. Varias figuras escultóricas forman un peculiarísimo bajorrelieve: los personajes surgen como por encanto a través de la pared, mostrando medio cuerpo, como si la otra parte se encontrara  al otro lado del tabique. En las formas escultóricas alternan tanto el caucho como la madera. Las figuras articuladas se mueven gracias a un sofisticado sistema de cuerdas y poleas. Ricos y lujosos vestidos cubren las esculturas. Nuestro primer personaje es un mendigo, ataviado con harapos. Extiende la mano, exquisitamente moldeada, en petición de una limosna. Una vez se ha depositado la moneda en la palma de su mano, ésta se cierra  con violencia. Si alguien comete la imprudencia de tocar la mano cuando el puño está cerrado, se encontrará con la desagradable sorpresa de tocar algo viscoso y al mismo tiempo duro -no en balde la mano está hecha de huesos, caucho y silicona-. Junto al mendigo contrasta la personalidad de una escultura vestida con distinción. Se trata de un multimillonario, cuyos esfuerzos por acercarse a su desafortunado compañero resultan del todo infructuosos. Lo más que acierta es a levantar su sombrero de copa en actitud respetuosa -¿un saludo?-. No falta un sólo detalle que no corrobore su calidad de multimillonario: si registramos sus bolsillos encontraremos varios fajos de billetes que suman la bonita cantidad de un millón de dólares, y auténticos puros habanos. Con envidia y desconfianza, mira al multimillonario un personaje mal vestido con el torso semidesnudo, cubierto por una camiseta mugrienta. Con una de las manos sujeta un naipe; y si registramos los bolsillos, hallaremos una baraja y varias fichas de la ruleta. Tal vez para moderar la perniciosa presencia del tahúr, aparece la venerable figura de un predicador que, en actitud digna, parece amonestar a su vecino. Mientras con una de sus manos sujeta una cruz en ademán condenatorio, la otra se apoya confiadamente en un libro que guarda en un bolsillo de su levita: la Biblia. Varias sogas pegadas a la pared separaban a estas figuras de una nueva serie de esculturas que tiene como título: ”De la muerte y sus aledaños”. Inaugura la serie un personaje ricamente vestido, aunque el crispamiento de su rostro y la postura de sus brazos denotan desesperación. En uno de los bolsillos: un frasquito de cianuro ¿Qué le ha movido al suicidio? La respuesta en el otro bolsillo: unas cartas de amor desesperadas. La causa de su desesperación no parece encontrarse muy lejos: una de las manos del suicida intenta sobar un culo embutido en unos pantalones rojos, ajustadísimos. La mano de la prostituta lo detiene, mientras el otro brazo femenino intenta desasirse de la presión de una mano musculosa, enjaezada con varios anillos llamativos, perteneciente a un personaje malencarado que se declara su “protector”. La otra mano del chulo se posa sobre una teta que irrumpe explosiva, huyendo de las apreturas del corsé negro. En la escena están cuidados hasta los más nimios detalles: el traje a rayas del chulo, el pañuelo rojo y el sombrero negro; los bolsillos de la chaqueta, atestados de dinero mugriento; el rictus de desprecio que se le ha quedado paralizado en el rostro del indeseable, y la expresión de pánico en la prostituta, que intenta  liberarse sin éxito de las garras de su protector.

martes, 26 de junio de 2012

El señor Teckel 15




15. El paraíso.
    Las orillas de esta playa paradisíaca nunca habían conocido a un tipo tan pintoresco. Calzaba botas para prevenir la picadura de un escorpión  -¿en la playa?- o de cualquier otro bicho que intentara traspasar la impresionante coraza. Un sombrero tejano le protegía del sol y unas gafas oscuras le impedían ver la luz -no en balde se tropezaba continuamente-. Una espesa capa de repelente antiinsectos le cubría la piel y le daba la apariencia de un aparecido o, como decían los nativos, de un zombi. Miraba sin ver y se tapaba las orejas, porque cualquier sonido agudo hería sus oídos. Andaba con sumo cuidado, meditando sus pasos, como si cada uno de ellos fuera trascendental y en esto se jugara la vida. Si hubiera dispuesto de una burbuja, se habría introducido en su interior y así se habría sentido a salvo.
    Pero a los pocos días se dio cuenta de que el entorno era amable. Los mosquitos no la tenían tomada con él; el sol no era un peligro, si se adoptaban unas pequeñas precauciones -un poco de crema bastaba- y, en el peor de los casos, te podías refugiar cómodamente debajo de una sombrilla. Los nativos eran muy hospitalarios y las nativas... Si él tomaba un baño no ocurría nada; si comía en un restaurante tampoco aparecían los síntomas de la catástrofe. El calor del sol y las aguas tonificantes, ¿habían conseguido neutralizar sus facultades nefastas? Este país amable, ¿había conseguido hacer desaparecer el maleficio? Después de varios días de una vida amable y apacible, Wilson llegó a creerlo.
    En su mente llegó a formar la idea de que la auténtica maldición era ser occidental. ¿Y como no creerlo, si por todas partes se oían pestes de las poderosas potencias del norte? Occidente era la palabra maldita; Occidente los mantenía postrados en la miseria  y la esclavitud, etc.
    A pesar de la animadversión hacia Occidente, los nativos nunca mostraron hostilidad hacia el turista norteamericano: se habían acostumbrado a él. En cierto modo, podía decirse que formaba parte del paisaje.
   Se acostumbró a vivir en un clima de franca hostilidad hacia su país. Aquella guerra no iba con él; Wilson no tenía más hogar que aquel hotelito donde se hospedaba, ni más patria que aquel escenario de playas y palmeras, que le había dado la felicidad. En su diario -pues hizo el gran descubrimiento de que no había forma más dulce de matar el tiempo que escribir unas notas autobiográficas- apuntó su lema, una máxima latina: ”Ubi  bene, ubi patria”.
    Ahora ya sabéis por qué decía que Wilson era un hombre con suerte. ¿A qué adivino lo que estáis pensando en estos momentos? Pensáis que, aunque Wilson disfrutaba de una vida placentera, la felicidad no puede durar siempre. Y sois unos aguafiestas. Porque no me negaréis que el pobre hombre, después de tantas desgracias, no tenía derecho a un poco de tranquilidad. Pero no por ello puedo dejar de concederos la razón. Wilson no era un hombre predestinado a un final feliz.
    Dejamos a nuestro amigo Wilson acompañado por dos simpáticas “compatriotas,” dos chicas asiduas del hotel. Wilson lleva escritas varias páginas de su autobiografía (en realidad no más de cuatro o cinco en tres meses de estancia). Pero se siente justificado ante sí mismo, esas páginas son el testimonio de que ha realizado algo útil en su “largo periodo de reflexión” y “amargo exilio”. Después de una dura jornada de trabajo (dos líneas mecanografiadas), se siente con derecho a unas horas de relajación y descanso en compañía de sus nuevas compatriotas. Él lo denomina “el descanso del guerrero”, aunque a veces utiliza una terminología más académica como “trabajo de campo”. En medio de risas y caricias recibe un billete que, con gran seriedad, le entrega un muchacho. Una carcajada se queda a medio camino, se le demuda el semblante. Lee las palabras en voz alta, titubeante. ¡No puede ser verdad! Despacha a sus amigos con muy malos modos. Malhumorado, sube a su habitación.

domingo, 27 de mayo de 2012

El Señor Teckel 14


14. La misión.

   Durante varios días vegetó por la habitación y desasistió los cuidados mínimos de buena educación: iba sucio, sin afeitar y se entretenía tirando bolitas de papel por la ventana. Renunció a salir a la calle. Pensó que si se recluía en su “celda monástica”, dejaría por unos días de ser un peligro público. Cuando se le acabara el dinero, se abandonaría a su suerte; y si el destino lo quería -¡Ojalá lo quisiera Dios! -se moriría de hambre.
   Pues sí. Así estaban las cosas para el pobre Wilson. Y vosotros me preguntaréis: ¿por qué dices que Buck Wilson era un hombre con suerte? Un poco de paciencia, todo a su tiempo.
   Los días transcurrían monótonos y tristones para Wilson. Lo sorprendente era que en todo ese tiempo, aproximadamente una semana, nuestro héroe no había tenido noticias de algún desastre importante relacionado con su persona. Buck, aunque parezca estúpido, comenzó a preocuparse: ¿Estaría perdiendo facultades? Por un lado esta perspectiva le hacía sentirse aliviado; pero por otro estaba tan acostumbrado a vivir con su cruz, que un cambio le producía desasosiego y profunda inquietud. Después de tantos años, ¿sabría vivir de otra forma?
   Al cabo de un mes se dio cuenta de que seguía sin pasar nada en absoluto. Llegó a sospechar que había vivido durante años bajo la pesada losa de inculpaciones imaginarias, trastornos neuróticos, efectos pasajeros de la influencia negativa de la madre. Buscó la carta y la releyó. ¡Cuánto la odió! Era su madre. Ella le había convencido de que estaba maldito; en realidad nunca había ocurrido nada, todo era el producto de la imaginación calenturienta de una mujer histérica, que había mostrado una especial predisposición -se necesitaba tener mala leche- en trastornar  a su hijo.
   ¡Por fin se hacía la luz! Pero este descubrimiento merecía ser analizado con detenimiento. Así que se entregó a la pereza de sus meditaciones durante varios días más.
   Y así habría continuado, si no le llegan a despertar unos golpes en la puerta. Tras varios meses de tranquilidad, ¿quién se atrevía  a perturbar su sucedáneo de “descanso eterno,” que el se había ganado después de tantos años de resentimientos? No conocía a nadie que hubiera sobrevivido a su influencia. Sólo podía ser... ¡Era ella, sin duda! Pero, ¿cómo se atrevía a visitarlo después del daño que le había hecho? Se levantó como una bala, dispuesto a infligir a su madre el castigo merecido. Giró el picaporte con inusitada violencia y gritó:
-¿Cómo te atreves...?
   El insulto se le quedó helado en las cuerdas vocales. Dos hombres, impecablemente trajeados, con sendos maletines de ejecutivos, entraron en la habitación. Un hombre rubio y atlético inició la conversación, no sin antes mostrar unos dientes blanquísimos -¿una sonrisa?- que contrastaban muy bien con el frío azul de sus ojos claros:
-Le ruego que disculpe la brusquedad de nuestra intromisión, pero nos trae aquí una misión muy importante.
El hombre le interrogó primero con la mirada, como si se resistiera a formular la pregunta. Por último -era obvio que Wilson no era adivino- se decidió a plantearla sin ambages:
-¿Quiere usted a su país?
   La pregunta dejó perplejo a Wilson. Este aturdimiento fue interpretado por el intruso como una afirmación, lo que le animó a continuar:
-¿Daría usted su vida por su patria?- exclamó con cierta solemnidad.
  Con el tono sobraban las palabras.
-No entiendo. ¿Qué tengo que hacer?- consiguió balbucear Wilson totalmente desconcertado.
-Aquello es un paraíso- dijo el hombre rubio mientras le mostraba unas fotografías -. Mulatas preciosas, palmeras, playas de ensueño...
-No hay duda de que usted es el hombre apropiado -le interrumpió su compañero, un tipo pelirrojo de carrillos sonrosados.
-Comprendemos su asombro -retomó la palabra el tipo rubio-. Pero usted es el tipo ideal para poner a prueba el programa P.T.I. (Promoción Turística Internacional).
   Buck Wilson no entendía nada de lo que le decían. Pero el hecho indiscutible era que le ofrecían una estancia completa en un hotel de cinco estrellas con los gastos pagados en un país tropical. ¿Qué podía hacer? ¿Rechazarlo? No, no era tan estúpido como para rechazar semejante oferta. No más una duda le asaltaba: esta propuesta tan inesperada, tan fuera de lugar, ¿no tenía gato encerrado? Pero en sus actuales circunstancias, tan lamentables, tan desafortunadas, ¿qué podía perder? En cualquier caso, no podía encontrarse peor de lo que estaba.

martes, 8 de mayo de 2012

El Señor Teckel 13


Buck Wilson, un gafe con poderes sobrenaturales
13. Un hombre con suerte.
    He ahí el señor Teckel en su vida cotidiana. Hasta ahora sólo le ha movido la fidelidad fanática al señor MacKay. Entonces, ¿por qué un oficinista frío, gris y con vocación de felpudo se dejó llevar por un arranque amoroso y cortejó a la señora Pale? ¿Le empujó este sentimiento a desembarazarse de Wilson, el marido? No. La leyenda popular daba otra visión de la fuga de los amantes, al desvelar los delicados lazos íntimos entre la señora Pale y su anterior esposo. ¿Qué oscuro secreto los mantenía unidos? Escuchemos la voz autorizada de Grabe, nuestro oráculo doméstico:  
   “Buck Wilson era un hombre con suerte. Ya de niño había matado a su padre de un infarto, al gastarle una inocente broma infantil con la calabaza de Halloween. Pero este susto fue sólo un lúgubre anticipo de un porvenir luctuoso, que traería consigo secuelas cada vez más desastrosas. Su madre recibió un golpe en la columna -el pequeño Wilson se había impulsado con un columpio- y se quedó paralítica de por vida. Contagió a sus hermanos la tos ferina, éstos no sobrevivieron y quedó Buck como hijo único.
    En el colegio nadie quería jugar con él. No se sabía por qué, pero algo tan inocente como el entablar conversación con Wilson entrañaba riesgos imprevisibles. El pequeño Jack Donovan le dijo un simple “¡Hola!” y, al proferir la exclamación, tropezó y se rompió una pierna. A partir del supuesto “accidente”, ¿quién iba a atreverse a mantener una relación amistosa con un peligro público? Malas lenguas afirman que los profesores del instituto consintieron en su graduación, a pesar de sus pésimas calificaciones, con tal de quitárselo de en medio. Le ofrecieron una beca para estudiar en la universidad, que él, en un alarde de sentido común, rechazó. Su amigo, Peter Kallis, la recibió en su lugar y tuvo la mala suerte de fallecer, al poco de ingresar en Yale, en un accidente futbolístico. ¿Os imagináis lo que habría sido de Yale, si Wilson hubiera llegado a ingresar en la universidad? Si señor, demostró gran sentido común al negarse a ir a la universidad, y, gracias a su renuncia, los cimientos de Yale siguen intactos y la institución no ha perdido ni un gramo de su prestigio”.
    Si la universidad le había cerrado sus puertas, nuestro hombre, ¿qué podía hacer? Tenía que cumplir los deberes para con la sociedad y ganarse el pan honradamente, si quería llegar a ser un buen ciudadano. Por eso decidió meterse en una agencia de publicidad. Desde niño había demostrado un gran talento para el dibujo, y no puedo dejar de admitir que sus jefes se quedaron muy impresionados. Por fortuna, éstos no eran supersticiosos, porque a los pocos días de darse de alta en la empresa la agencia empezó a ir mal. Wilson se puso nervioso al anticipar las consecuencias, pero los jefes nunca sospecharon de él. Como muy bien reflejaban en un informe, Wilson era “un muchacho diligente y trabajador, y de trato muy agradable”. Pero, aunque en un principio no pensaban prescindir de sus servicios, la perniciosa influencia de nuestro hombre terminó por empujar a la empresa a los números rojos. Cuando se declaró la quiebra, Wilson tuvo que irse como todos los demás.
  Y entonces nos encontramos con nuestro hombre, deambulando por las calles sin saber qué hacer ni adónde ir -tranquilos, en la actualidad se encuentra a miles de millas de aquí-. Decide visitar a su pobre madre paralítica, quien -para eso es su madre- lo recibirá con los brazos abiertos. Al llegar a la valla del jardín le embarga una profunda tristeza, mezclada con un sentimiento de remordimiento: no hay un solo rincón del jardín donde alguien no haya sufrido un accidente fortuito; hasta donde recuerda su memoria, en su más lejana infancia, no hay un solo palmo de la propiedad que no guarde testimonio de alguna desgracia. ” Pero a fin de cuentas”, se dice, “es mi hogar. ¿Qué he de temer?”. Como recibimiento tiene la simpática acogida de un Dobermann que, aunque a distancia parece muy fiero, al acercarse Wilson huye despavorido. Éste se sonríe ufano por una vez de su poder. Su madre, al verlo desde la ventana de la cocina, grita aterrorizada a Frank, su nuevo marido: ”¡No dejes que pase! ¡No lo dejes entrar en la casa! La última vez que lo vi perdí un ojo. ¡Rápido, la escopeta! ¡Échalo de aquí!”
    A los pocos días recibió una carta de su madre, en la sombría habitación de un hotelucho destartalado y sucio de las afueras de la ciudad.
    “Querido hijo -decía la carta- estuve dispuesta a perder un ojo, no me pidas que pierda otro ojo por ti. Tú pensarás: ¡Qué madre tan desnaturalizada! No creas que no te quiero pero, ¡son tantos años de sufrimiento! ¡tantas maldiciones! Desde que eras pequeño, he intentado rehacer mi vida miles de veces. Pero tú sabes que había siempre algo que lo echaba todo a perder. Ahora, después de tantos años de calamidades (Dios me ha dado paciencia, pero no me ha dotado con la virtud de la santidad), he conseguido encontrar la paz con Frank. ¿Sabes lo que significa dormir por las noches con la tranquilidad de que al día siguiente no te vas a enfrentar a una nueva serie de calamidades? Eso vale para mí todo el oro del mundo. Te quiero y siempre te querré. Aunque he de confesarte que, cuando miro tus retratos, me corre un temblor por todo el cuerpo y tengo que santiguarme varias veces para tranquilizarme. Dime, ¿qué hemos hecho? ¿qué pecado hemos cometido para que Dios nos castigue así? Guardo algunos buenos recuerdos de cuando vivías conmigo. Te ruego que respetes mi soledad y me permitas que viva retirada con mis recuerdos los pocos años de vida que me quedan. Por lo demás, irás recibiendo noticias mías con regularidad a través de Frank. Te lo repito: no vengas a verme, déjame a solas con mis recuerdos. Si así lo haces te estaré eternamente agradecida. Con profundo dolor, se despide de ti:
Tu madre ”.
     Al terminar de leer la carta se sintió muy deprimido. Pero ésta traía consigo algo bueno: un cheque de diezmil dólares con la posdata: ”¡Por Dios no me lo devuelvas! Si no lo quieres, tíralo a la basura; pero no se te ocurra mandarlo de vuelta”. Con el dinero al menos podría sobrevivir durante una temporada, hasta que le saliera algo que le permitiera seguir adelante.

lunes, 16 de abril de 2012

El Señor Teckel 12


12. La evolución de hombre a felpudo.


    Aquella noche Fullop, por razones obvias, no se resignaba a abandonar su “hogar”. Disfrutaba de unos momentos de calma en una envidiable soledad. “Unos minutos para recuperar la salud”, pensó para sí. Un ruido sordo y cortante interrumpió su descanso. Pensó en un ratón, pero el golpe había sido demasiado fuerte para un roedor. Se levantó de su asiento y se asomó a una habitación contigua. Evidentemente, no se trataba de un ratón: le deslumbró una calva reluciente, un cuerpo inclinado vertiginosamente hacia el suelo que exhibía extraordinarias dotes de equilibrio. Reconoció al viejo Teckel. ¿Cómo un hombre sesentón podía dar unos brincos de dos metros, inclinado sobre sí mismo, y restablecer su equilibrio como un volatinero? Fullop era testigo de los movimientos torpes y cansinos de Teckel en la oficina, ¿Era puro teatro? ¿Pretendía despertar entre los compañeros un sentimiento de simpatía o, mejor dicho, de conmiseración ante una vejez prematura y raquítica? Otra duda le aturdía: ¿cuál era el motivo de esos saltos? A Fullop le constaba que Teckel no hacía nada en balde; sabía con certeza que detrás de sus actos, por extravagantes que fueran, había siempre una motivación perfectamente justificada. A primera vista se le antojó un motivo absurdo: esa escena grotesca era una simple expresión de júbilo. Pero, si así fuera, ¡qué forma más extraña de manifestar la alegría! La escena no podía continuar, era denigrante. Se propuso entrar en la habitación e interrumpir esa burda exhibición gimnástica. “¡Pero hombre, cree usted que ésa es forma de comportarse! ¡Es indigno de un ser humano!” No pudo expresar su indignación, había un hombre en el fondo de la habitación y Fullop se quedó paralizado por la sorpresa. Se escondió detrás de la puerta y pudo ver cómo el jefe se acercaba con parsimonia. No era propio de un hombre tan enérgico y nervioso como él señor MacKay unos movimientos tan lentos, aunque éstos eran coherentes con el contexto: toda la escena parecía estar relentizada, como rodada a cámara lenta. Los movimientos rápidos y vertiginosos de Teckel contrastaban de un modo grotesco con la lentitud de la escenificación. A cuatro patas, brincaba de un lado a otro de la habitación con gran tenacidad. Esto consolidó aún más la primera impresión: los brincos eran una clara manifestación de alegría. El motivo estaba bien claro: la presencia del jefe. Una sonrisa se dibujó en la rigidez de su rostro. Todos conocíamos esa sonrisa: era la falsa esperanza de un indulto para un condenado a muerte. Fullop se alegró de no haber dado rienda suelta a su indignación, el jefe se iba a encargar de darle su merecido. Fuerte decepción, el espectáculo es deprimente: el señor MacKay se inclina, sin abandonar la expresión beatífica de su semblante, y lo acaricia. Sonrisa de oreja a oreja en Teckel, éxtasis que culmina cuando aquél le frota con afecto sus orejas puntiagudas y redondeadas. “¡Qué elásticas!”, parece pensar. ¡Teckel se ha tomado una libertad sin precedentes! Como muestra de agradecimiento a las caricias recibidas, lame la mano del jefe. “¡Es bochornoso! ¡Ya sólo falta que coma en su mano!” Si Fullop le conocía a fondo, tenía la absoluta certeza de que éste caería de un momento a otro, fulminado por la ira del amo. Pero, ¿qué diablos ocurre? ¡Teckel se ha abalanzado sobre los hombros del jefe y por poco lo derriba! Fullop se dispone a intervenir para sofocar la agresión, pero se contiene temeroso de contaminarse del ridículo de una situación tragicómica. En efecto, el señor MacKay no se muestra preocupado. La pregunta, por obvia, no parece romper la escenificación del absurdo.¿No hay situación de peligro?
    Fullop personaliza: peligro, ¿para quién? En esa postura sospechosa Teckel da un lametazo en el rostro de su benefactor. “Se merece un buen puñetazo”, piensa. Pero el señor MacKay parece dotado de una ilimitada paciencia y una bondad infinita. Le da unas palmaditas en la mejilla y le dice con su imperturbable sonrisa: “¡Buen chico! ¡Buen chico!”. Teckel da unos brincos y apoya sus brazos sobre el cuerpo de MacKay, quien no sin dificultades conserva su equilibrio. “¡No seas tan juguetón!”, le recrimina condescendiente. A Fullop le vienen a las mientes imágenes de la infancia, la escena le retrotrae a los reconfortantes escenarios de su niñez. Una idea le pasa por la cabeza. “No puede ser”, se dice, “es completamente absurdo, ridículo”. Esta última palabra la ha dicho en voz alta, elevando considerablemente el tono. Se frota los ojos incrédulo. Cuando los abre, contempla a Teckel y al jefe. La escena ha dejado de estar relentizada para recobrar un ritmo normal. Los actores han recuperado su aspecto habitual. Fullop contempla la relación lógica entre un jefe y su subordinado. Sólo se conserva una nota extraña: los actores del drama parecen no percatarse de la presencia de un espectador, actúan como si estuvieran completamente solos. Tal vez ese comportamiento supuestamente normal trata de refutar el testimonio de unas escenas grotescas. A través del espejismo de la cotidianidad intentan sepultar su secreto; confían en la inercia de la rutina, tan arraigada en los seres humanos, y, a pesar del testigo, se sienten totalmente a salvo: nadie puede testimoniar contra lo cotidiano, contra la rutina. Fullop se siente de más en aquel lugar. No sólo es un intruso, sino también un testigo absurdo, increíble. Un momento... Teckel hace el amago de agacharse a los pies del jefe, pero es demasiado astuto. “Señor MacKay, se le ha doblado el dobladillo del pantalón”. ”No se moleste”, le contesta el jefe. “Si no es molestia...” Es una muestra de servilismo puro, pero en ningún modo una manifestación de demencia. Fullop, avergonzado, cual si fuera un vulgar ladrón, abandona silencioso el recinto. Antes de salir echa una última ojeada a los protagonistas de la escena: todo está en orden; pero, cuando se vuelve para abrir la puerta, le parece observar por el rabillo del ojo cómo Teckel olisquea ostentosamente los zapatos del jefe.

domingo, 25 de marzo de 2012

Kafka, Calvo y el increíble estómago rugidor.


   Un hombre se instala dentro de una jaula con todas las comodidades. Hasta hace poco vivía en un hotel de cinco estrellas, ahora los lujos se han trasladado a su nueva prisión:  un sofá, una butaca, una cama y una lámpara de mesa. Todo, salvo una cosa: comida. Es uno de los seguidores del Hungerdoktor, Henri Tanner, o doctor hambre,  uno de los muchos actores que hacen del ayuno un arte. A lo largo de los años mudará el escenario de estos hijos de la farándula: una habitación de un hotel, un circo, una urna de cristal en un restaurante o café; y en pleno siglo XXI, una jaula suspendida en medio de la nada cerca de la torre de Londres (David Blaine, Above the Below). Las posturas de los ayunadores irán evolucionando con los lustros: de pie, como Papus, sentados en un sofá o tumbados en el suelo. Sus habilidades se prestarán a interpretaciones variopintas. Para una feminista vienesa que corea las hazañas de una artista, el ayuno demuestra que el hombre y la mujer son iguales, al menos en el sufrimiento. Para el poeta alemán Becher, en su poema “Hungerkünstler”, los artistas del hambre son un símbolo de la explotación burguesa. 
    Pero a nosotros la lectura que nos interesa es la de Kafka, quien por aquellos días vivía en la capital prusiana. Muchas veces se ha creído que las parábolas del checo no estaban vinculadas con la realidad. Nada más erróneo. En 1928, como comenta Döblin en su novela “Berlin Alexanderplatz”, uno de estos ayunadores, Jolly, era la estrella de un restaurante Bratwurst y se exhibía en una urna de cristal, mientras los clientes devoraban suculentas salchichas. A finales de los años veinte este arte estaba en crisis. Succi, el inspirador de Kafka, había sido pillado in fraganti tomando un bistec, por lo que lo habían enviado a una confortable jaula “para mayor seguridad”. En el caso de Jolly el caso era más flagrante. Había sobornado a sus vigilantes para que le dieran chocolate a escondidas. No obstante, la coyuntura obedecía a motivos más profundos. En un mundo en el que los funámbulos desafiaban al vacío haciendo piruetas entre dos edificios, estas atracciones aburrían. Estos tipos eran demasiado estáticos y su final, previsible. De ahí que para sobrevivir algunos de ellos recurrieran a artimañas indignas de su genio: gritaban y lloraban para aparentar locura y dotar de mayor espectacularidad a su deterioro físico. Todo en vano.


     Nada que ver con el artista de Kafka. Como subraya Ricardo Signes en su entrada Bohemios nuestro héroe es un ayunador vocacional que se dedica a su profesión, porque no puede evitarlo. Cuando el vigilante le pregunta por qué no come, aquel le da una respuesta sorprendente: no hay ninguna comida que le guste.
     En el cuento del checo el protagonista muere de inanición ante la indiferencia de su público. Los publicistas de la empresa Calvo (DDD) han escrito un final alternativo en su anuncio el increíble estómago rugidor, realizado por Sebastien Grousset, bajo la dirección artística de Tamara Martín,  e ilustrado por Joan Chico. El protagonista del spot espanta a todo el mundo con los feroces rugidos de su estómago. ¿Por qué? Ningún alimento satisface a su estómago. En la oficina los compañeros huyen aterrados, la familia lo teme e incluso el gato brinca espantado en cuanto oye esos sonidos terroríficos. El ayunador decide que sólo puede vivir metido en una jaula de circo con la única compañía de dos leones; los únicos capaces de soportarlo. La familia no se pierde ni una función, y él demuestra su ferocidad saltando por un aro, mientras los dos felinos lo miran pasivos. La esposa, en un intento de transmitir normalidad a sus hijos, les dice señalando a los animales: “Mirad,  no tengáis miedo. Son los amigos de papá”. Frase admirable que podría figurar en el informe de la Academia.  Alguien me dirá que los publicistas han mezclado dos relatos de Kafka: “La Metamorfosis” y “El artista del hambre”, y tiene mucha razón. Sin embargo, el final es todo menos kakfiano. Un día el protagonista contempla desde la jaula un plato suculento. El director de circo abre la portezuela con precaución, temeroso de los feroces rugidos. El ayunador come unas albóndigas y su estómago enmudece: es un plato de cocina Calvo.  Ha encontrado por fin una comida de su gusto.
     Como parafrasea Signes en varias de sus entradas, cada uno es lo que come. (Balzac:el hambre y la novela, Alejandro Dumas y las patitas de elefante, El sabor de la memoria). Pensemos en Homer: tiene estómago en vez de cerebro. Algunos filósofos generan bilis, porque padecen malas digestiones o no toman all bran, como el anuncio de aquella pareja. Otro gallo nos cantaría si hubieran disfrutado de los platos de cocina Calvo. Nadie firma una pena de muerte tras una buena comilona, regada con buenos vinos. A Iván el terrible le rugía el estómago, porque no había conocido a Calvo. Hitler tenía malísimas digestiones, por lo que deducimos que tenía un terrible estómago rugidor. Napoleón sufría gases y almorranas. Sin duda, con un buen dietista, Europa habría permanecido mucho más tranquila, y no habría tenido que silenciar a sus leones.
      El otro final de la historia, como sugiere Signes, es mucho más dramático: el ayuno colectivo forzoso provocado por un cabo austriaco. Una noticia reciente de la prensa parece confirmar su vigencia. Un restaurante para anoréxicos de Berlín, en el que los comensales no prueban bocado ni los empleados. El ayunador ha conseguido su propósito: que todos hagan dieta. Pero esta idea ya ha nacido vieja. En los años treinta uno de estos artistas sale de la urna de cristal para conseguir un escaparate mayor, al descubrir que los verdaderos ayunadores no estaban detrás del cristal sino fuera, por eso  pondrá a dieta a toda Europa y logrará que esta se convierta en artista del hambre. Se llama Adolf, que en alemán significa lobo, y eso es lo que tiene, hambre de lobo. Algunos lo califican de Golem, que en hebreo significa “idiota”. No es humano, porque es mudo. Los más optimistas dirán que es una figura de barro moldeada por dos ventrílocuos: Goebbels y Goering, y que con el tiempo se deshará entre las manos más hábiles de los junkers prusianos. Sin embargo, lo que es inequívocamente suyo es su increíble estómago rugidor, al que no saciarán  las comidas mejor condimentadas. 










sábado, 3 de marzo de 2012

El señor Teckel 11




















11. La babosa.

    A la imagen de Teckel como perro guardián, se superpone la de un hombre que se arrastra con gusto ante su amo. Por eso Teckel recibió el honroso título de babosa. Fue Fullop quien nos contó la historia. Él fue testigo de cómo el hombre se convirtió en invertebrado.
    Cuando era niño creía que lo único que da color a la vida gris de las personas vulgares es el prestar testimonio de los hombres excepcionales. Pero, ¿qué ocurre si el biografiado es aún más oscuro que su modesto cronista? De Henry Teckel podía decirse que sus sentidos vulgarizaban lo que su mente había imaginado. Era un hombre gris, que difícilmente podía cristalizar en un mundo en colores. Por fuerza tenía que romperse en pedazos.
    Fue Fullop, el iconoclasta, el que convirtió nominalmente al amigo Teckel en un animal invertebrado, en una babosa, en un ser que no pertenecía a la especie humana. Fue Fullop quien nos prestó un testimonio incuestionable de los hechos. Un hombre sincero y honrado que merece toda nuestra confianza. Tal es su veracidad que me cuesta creer que no lo vi con mis propios ojos.
    Ya eran más de las seis y la oficina estaba casi vacía. Aquella tarde Fullop se había demorado, porque esa noche esperaba invitados a cenar. No sólo el menú no le agradaba (jamón al horno, un sacrilegio para un empedernido vegetariano como él), detestaba la risita estridente de la cacatúa de su cuñada y no podía soportar los aires de superioridad de su cuñado, director de una sucursal bancaria. Éste le aconsejaría largo y tendido sobre posibles inversiones financieras, y le sermonearía sobre el despilfarro que transpiraba toda la casa, mientras su cuñada (que siempre velaba por el “bien” de su hermana) entre risas mordaces censuraría su falta de ambición y le exigiría -ésas eran literalmente sus palabras- que buscara un trabajo más acorde con  la dignidad y la “posición social” de su mujer. Fullop, en la última cena que tuvieron juntos, le agradeció sinceramente sus ánimos y le prometió que la próxima vez que pidiera en matrimonio a una tabernera del puerto le preguntaría discretamente si era una duquesa disfrazada, que se había encaprichado con las vulgares distracciones de la gente del pueblo. A lo que añadió, para echar más leña al fuego, que sus modales no habían mejorado desde entonces. En el altercado que se produjo a continuación se dejaron a un lado los hermosos sentimientos cristianos; y a las lenguas viperinas de las dos arpías se unió la atronadora voz del cuñado (más terrible y amenazadora que la voz de nuestro obispo, cuando se sentía inspirado por las torturas del infierno) y la generosidad de sus puños que lo dejaron sin sentido. (Habría que añadir que el alma cristiana del cuñado se había formado en los muelles, donde trabajó durante su adolescencia). Pero lo peor no fue el quedarse noqueado, sino los días que sucedieron al exabrupto. Edith, su mujer, no
paraba de llorar y para consolarse recurrió -no podía ser de otra forma- a sus hermanos.
    En los días siguientes no se produjo ninguna escena de mal tono. Pero Fullop lo habría preferido a la frialdad glacial que lo envolvía. Sus cuñados no le dirigían la palabra, y su mujer sólo abría el pico muy de tarde en tarde para decir entre sollozos: ”¡Monstruo!”. La mirada gélida de sus cuñados parecía decir un día tras otro: “¡Criminal!” Fullop dudaba de si ese era el dudoso apelativo cariñoso, aunque era evidente su significado. Un día salió de dudas: su cuñada le dirigió una de sus miradas “amistosas” y él, que tenía afinado el oído por los suplicios sufridos, le oyó musitar en un hilillo de voz casi inaudible: “asesino”. Se imaginó una corte de comadres con su insufrible risita estridente, coreándole aquel miserable estribillo - ¡Asesino! ¡Asesino!- que le martilleaba en la cabeza, hasta que le estallaron los oídos. ¡Basta! Él podía luchar contra su familia, pero era incapaz de enfrentarse a la humanidad entera. Aquella misma tarde decidió firmar la capitulación. Eso sí; tenía que ser una rendición digna, que a él le permitiera jugar un papel respetable. Pero una vez asumió su derrota, la dignidad quedó a un lado y la rendición fue incondicional. A pesar de ello, le hicieron pagar caro la demora con nuevas humillaciones, que sólo arreciaron cuando mostró sumisión total.
    Desde aquel fatídico día había transcurrido apenas una semana, y el precio de su derrota consistía en soportar a su familia política cuatro cenas por semana. Hasta entonces los había invitado una vez a la semana. Pero sus queridos cuñados justificaban sus frecuentes visitas con el pretexto de que evitaban el que no la sometiera a tortura psicológica. Aunque el ambiente en el trabajo era tenso por aquellos días (habían anunciado reducción de plantilla), Fullop no dudaba en considerar al despacho “su auténtico hogar”. Incluso las reprimendas del jefe, su mal humor y su tono ofensivo sonaban a gloria en sus torturados oídos. Delante de mí llegó a calificar un comportamiento arbitrario y despótico del jefe como un gesto de amabilidad. Cuando yo me disponía a contradecir el absurdo, me cortó tajante con un gesto elocuente y me dijo: “tú no conoces a Edith”.

lunes, 13 de febrero de 2012

El Señor Teckel 10

10.Nuestro amigo Teckel.
Pero no siempre fue así. Hubo un tiempo en que nos referíamos a él como “nuestro amigo Teckel”. Era al principio de su incorporación al trabajo. Los días habían disipado las prevenciones que habíamos albergado en su contra. No tardó en mostrarse como un compañero amable y servicial que tenía la virtud de no hacerse notar, de fundirse con el todo de la oficina y hacerse olvidar. Tal vez sólo tenía un defecto: la escasa constancia en sus afectos personales. Por su carácter voluble, tan pronto una semana era tu mejor amigo, casi un hermano, como la siguiente te trataba fría y distraídamente, como a un desconocido. En las semanas que te ofrecía su amistad, se mostraba extraordinariamente servicial y juraba una fidelidad inquebrantable a sus amigos circunstanciales; se hacía cargo de las labores más onerosas del amigo elegido y lo descargaba del trabajo que le resultaba más ingrato.
    A decir verdad, yo me podía considerar algo más que un amigo circunstancial. Excepcionalmente me ofrecía su amistad una duración superior a la media: más de dos semanas; y digo excepcionalmente, porque sus afectos eran tan volubles que no solían durar más de dos días; al cabo de los cuales el amigo del alma se convertía en un perfecto desconocido e incluso algunas veces en un enemigo irreconciliable. Precisamente por la naturaleza anómala de su amistad y el excesivo celo que ponía en su amabilidad enfermiza, muchos compañeros, temerosos  de   su  inestabilidad emocional, procuraron ignorarlo en la medida de lo posible.
    Antes de que llegara el señor MacKay, pude convertirme en el amigo único al que Teckel jurara fidelidad inquebrantable. En principio la idea no me desagradaba, pero hubo un episodio que me empujó a una ruptura drástica con él. Era una de aquellas semanas en las que yo disfrutaba del placer inestimable de su amistad. Son jornadas de relajación, en las que Teckel carga con el trabajo duro y mi mente se recrea en paisajes paradisíacos. Fantasías inalcanzables. Me sonrío. Lo miro fijamente, la idea me la ha inspirado su expresión de besugo. “¿Me regalarías tu nómina de este mes?” La reacción no se ha hecho de esperar. Saca su talonario y me extiende un cheque. La cifra supera con creces  el sueldo del mes. “Caprichos de niño rico”, pienso para mis adentros. “Era una broma; ni en sueños pensaba apropiarme de tu nómina”. La expresión de su rostro no puede ser más grave y solemne. Me extiende otro cheque. “Es inútil, para qué discutir. Se lo devolveré de aquí unos meses”, pienso. Se me cae una pluma. No puedo recogerla. No, no es que esté paralizado; pero mis esfuerzos son infructuosos ante la terquedad de Teckel. Se agacha para recogerla. Mi mente no está para perder el tiempo con semejantes nimiedades... “¿Por qué no a las islas Scheychelles? ¿o tal vez Haití?” “¿Dónde está Teckel?” Se ha esfumado como por encanto. ¿Y mi pluma? ¿Todavía no la ha recogido? El silencio más absoluto. La ventana está abierta. Por ahí no ha podido salir, desde una altura de quince pisos. Una primera pista: la pluma está en el suelo. Se supone que junto a la pluma debe de encontrarse Teckel... Al  respirar produzco un ruido escandaloso... Pero, ¿qué tenemos  aquí? ¡Teckel ha utilizado como pretexto mi pluma para agacharse junto a mí!...Yace a mis pies acurrucado, completamente estático, y olisquea con las aletas de la nariz mis zapatos. Nunca lo había visto tan feliz. “Teckel, siento interrumpirte; pero necesito mis pies, es una emergencia”, exclamo en un acceso de estupidez.
    - Aquí tienes tu pluma - me responde como si no hubiera pasado nada -. Relájate. Pareces un poco nervioso, yo acabaré el trabajo.
    Le miro atónito a los ojos. Es evidente que no se da cuenta o no se acuerda de nada. Me devuelve la mirada con serenidad. Probablemente, mientras yo soñaba con una hermosa isla virgen en los confines del Pacífico, Teckel fantaseaba con los encantos paradisíacos de mi suela de zapatos. Por unos instantes, contagiado tal vez del clima extravagante, me embarga un estúpido sentimiento de vanidad (¡Para algo me han servido estos zapatos tan caros y bonitos!) y me enorgullezco como un padre chocho de que a mis zapatos les haya salido un admirador. Cuando Teckel abandona el recinto, mi cerebro vuelve a regir. ¿A qué se ha debido esta horrible sensación de resaca? ¿Acaso he bebido antes de llegar al trabajo? Ni una gota, a menos que la leche provoque los síntomas de embriaguez. Lo cierto es que una vez Teckel ha abandonado el despacho, la borrachera se ha disipado; ya no siento sus efectos.
    Una leve inclinación de cabeza es la señal convenida. En apariencia no es más que un vulgar saludo, pero esto sólo es un pretexto para iniciar su  largo viaje hacia el suelo. Su cabeza inclinada, su barba dejada crecer al albur que toca y barre el suelo (¿Intenta retornar a los orígenes? ¿Intenta recordarnos el ascendiente baboso del hombre?) La cabeza inclinada, la espalda curvada en parábola, la mirada perdida en las baldosas del suelo, no son un capricho. “Teckel es un hombre de ilimitados recursos”, pontificó Grabe con ironía. “Con la mirada fija en el suelo es capaz de descifrar los enigmas del universo”. “El auténtico mundo”, me confesó en un arranque de sinceridad, “se encuentra a escasas pulgadas del pavimento. A más de treinta pulgadas del pavimento no hay más que aire y brumas”.

domingo, 22 de enero de 2012

El Señor Teckel 9

La evolución de hombre a felpudo
9. Teckel y MacKay, una perfecta simbiosis.

    Entre Teckel y el señor MacKay había una especie de simbiosis que los vinculaba inexorablemente. Era imposible que nuestro pensamiento no los ligara como algo necesario. Así como el té es impensable sin la tetera, así como algunos animales parásitos viven de la convivencia con otros animales de gran tonelaje, MacKay era inconcebible sin Teckel y viceversa.
    Es difícil de creer que el señor MacKay hubiera sobrevivido durante tanto tiempo, e incluso hubiera llegado a desarrollar gran parte de su obra capital sin uno de los rasgos más inequívocos de su personalidad. ¿Habría contado en otra época con el Teckel de turno que le había hecho el papel de comparsa?
    Nosotros fuimos testigos del nacimiento concreto y real del señor MacKay, provocado al entrar en contacto con Teckel. Es difícil no sucumbir a la tentación de describir al jefe, antes del encuentro con Teckel, sino como la encarnación y ejecución de un proyecto. A la vista de sus subordinados era indudable que el señor MacKay se había reencarnado en alguno de sus proyectos más ambiciosos, y hacía de su figura un emblema sin fisuras, sin errores ni debilidades. Su eficiencia en el trabajo se derivaba precisamente de esta situación privilegiada: al ser él mismo la encarnación de un proyecto, las debilidades humanas quedaban a un lado. Tal vez por ello daba la imagen de un ser en dos dimensiones, de un ser que se manifestaba en una doble articulación. En una primera articulación era todo cerebro, una terminal que razonaba de modo admirable y que daba órdenes impecables a sus subordinados; en una segunda articulación, el señor MacKay era un autómata dotado con la alegría y la animación de los seres de carne y hueso. Esta segunda faceta la mostraba a los clientes -obviamente una máquina humana no vende- revelando una cierta dosis de calculada humanidad, no exenta de convenientes y bien estudiadas “flaquezas humanas”. En estas ocasiones, el reflejo de un hombre “more geométrico” se desvanecía en sinuosas carnosidades humanas y sonrisas pletóricas. Pero esta humanidad plomiza en el fondo no era más que un espejismo, que ocultaba al auténtico señor MacKay: la abstracción geométrica, un hombre hecho de cifras y datos, de cantidades matemáticas; la humanidad, en definitivas cuentas, no era sino un ardid, una fachada que hacía atractiva la técnica de ventas.
    Pero con Teckel el señor MacKay entró en el finísimo entramado de las relaciones humanas (hasta entonces había vivido sumergido en un piélago de ideas visionarias a las que se había aplicado con una frialdad matemática). No sé cómo Teckel encontró una fisura en esa superficie compacta. Me aventuro a sugerir, sin embargo, que venció sus resistencias doblegándolo por su punto débil: su manía enfermiza por la eficiencia. Tal vez me equivoco y sencillamente el jefe se hacía viejo, y en un arranque de chochez se quedó prendado de una cualidad esencial de nuestro hombre: su fidelidad fanática, casi religiosa. En ese caso no habría nada extraño en esa singular simbiosis: se trataría de una alianza entre una puntillosidad enfermiza y una fidelidad patológica; una patología siniestra se alimentaba de la otra o, teniendo en cuenta la unidad indisoluble que constituían, se trataría de una autofagia creadora.
    Y Teckel es un excelente perro guardián. Cuando las orejas del jefe se dilatan en el seguimiento de melodías extravagantes, disparatadas musiquillas que le gusta tararear; cuando su mirada se extravía en pensamientos que se diluyen en el infinito de sus visiones místicas, Teckel aguza sus oídos entrenados -el producto selecto de varias generaciones de cachorros espías- para captar las murmuraciones casi gemelas del silencio. Su “vista extraordinaria” también es capaz de avistar en la lejanía la sombra de un conspirador: no hay un par de ojos valerosos que resista la intensidad de su mirada punzante; su habitual expresión sumisa se transforma en un canto de muerte y destrucción. Si a pesar de todas estas medidas, alguien aún comete la osadía de hablar mal del jefe, Teckel saca partido al último y más terrible de sus instrumentos: lo agrede verbalmente. Sus frases no son muy ingeniosas ni muy bien razonadas, pero el tono está cargado de una rica agresividad que te recorre todo el cuerpo y te provoca un escalofrío.
     La voz contundente queda reforzada por la exhibición monstruosa de unos colmillos amenazadores, que se transforman en momentos de furia en cuchillos punzantes, capaces de destrozar un cuerpo humano en un abrir y cerrar de ojos.