15. El paraíso.
Las orillas de esta playa paradisíaca nunca
habían conocido a un tipo tan pintoresco. Calzaba botas para prevenir la
picadura de un escorpión -¿en la playa?-
o de cualquier otro bicho que intentara traspasar la impresionante coraza. Un
sombrero tejano le protegía del sol y unas gafas oscuras le impedían ver la luz
-no en balde se tropezaba continuamente-. Una espesa capa de repelente
antiinsectos le cubría la piel y le daba la apariencia de un aparecido o, como
decían los nativos, de un zombi. Miraba sin ver y se tapaba las orejas, porque
cualquier sonido agudo hería sus oídos. Andaba con sumo cuidado, meditando sus
pasos, como si cada uno de ellos fuera trascendental y en esto se jugara la
vida. Si hubiera dispuesto de una burbuja, se habría introducido en su interior
y así se habría sentido a salvo.
Pero a los pocos días se dio cuenta de que
el entorno era amable. Los mosquitos no la tenían tomada con él; el sol no era
un peligro, si se adoptaban unas pequeñas precauciones -un poco de crema
bastaba- y, en el peor de los casos, te podías refugiar cómodamente debajo de
una sombrilla. Los nativos eran muy hospitalarios y las nativas... Si él tomaba
un baño no ocurría nada; si comía en un restaurante tampoco aparecían los
síntomas de la catástrofe. El calor del sol y las aguas tonificantes, ¿habían
conseguido neutralizar sus facultades nefastas? Este país amable, ¿había
conseguido hacer desaparecer el maleficio? Después de varios días de una vida
amable y apacible, Wilson llegó a creerlo.
En su mente llegó a formar la idea de que
la auténtica maldición era ser occidental. ¿Y como no creerlo, si por todas
partes se oían pestes de las poderosas potencias del norte? Occidente era la
palabra maldita; Occidente los mantenía postrados en la miseria y la esclavitud, etc.
A pesar de la animadversión hacia
Occidente, los nativos nunca mostraron hostilidad hacia el turista
norteamericano: se habían acostumbrado a él. En cierto modo, podía decirse que
formaba parte del paisaje.
Se acostumbró a vivir en un clima de franca
hostilidad hacia su país. Aquella guerra no iba con él; Wilson no tenía más
hogar que aquel hotelito donde se hospedaba, ni más patria que aquel escenario
de playas y palmeras, que le había dado la felicidad. En su diario -pues hizo
el gran descubrimiento de que no había forma más dulce de matar el tiempo que
escribir unas notas autobiográficas- apuntó su lema, una máxima latina:
”Ubi bene, ubi patria”.
Ahora ya sabéis por qué decía que Wilson
era un hombre con suerte. ¿A qué adivino lo que estáis pensando en estos
momentos? Pensáis que, aunque Wilson disfrutaba de una vida placentera, la
felicidad no puede durar siempre. Y sois unos aguafiestas. Porque no me
negaréis que el pobre hombre, después de tantas desgracias, no tenía derecho a
un poco de tranquilidad. Pero no por ello puedo dejar de concederos la razón.
Wilson no era un hombre predestinado a un final feliz.
Dejamos a nuestro amigo Wilson acompañado
por dos simpáticas “compatriotas,” dos chicas asiduas del hotel. Wilson lleva
escritas varias páginas de su autobiografía (en realidad no más de cuatro o
cinco en tres meses de estancia). Pero se siente justificado ante sí mismo,
esas páginas son el testimonio de que ha realizado algo útil en su “largo
periodo de reflexión” y “amargo exilio”. Después de una dura jornada de trabajo
(dos líneas mecanografiadas), se siente con derecho a unas horas de relajación
y descanso en compañía de sus nuevas compatriotas. Él lo denomina “el descanso
del guerrero”, aunque a veces utiliza una terminología más académica como
“trabajo de campo”. En medio de risas y caricias recibe un billete que, con
gran seriedad, le entrega un muchacho. Una carcajada se queda a medio camino,
se le demuda el semblante. Lee las palabras en voz alta, titubeante. ¡No puede
ser verdad! Despacha a sus amigos con muy malos modos. Malhumorado, sube a su
habitación.
Sospecho, señor Huguet, que todos estamos tan poco predestinados a un final feliz como Wilson. Llámeme aguafiestas a mí también, pero me viene a la memoria esa frase que pronuncia Héctor en "Troya" (no confundir con la Iliada, claro, en el barco de regreso a casa por el Egeo, tan solo un ratito antes de que el tonto a las tres de su hermano Paris le enseñe el bonito trofeo que guarda en la sentina y que les va a costar la desgracia a todos.
ResponderEliminar-"¡Qué hermosa mañana, hermano, se diría que los dioses nos han bendecido", dice el guaperas.
-"A veces los dioses te bendicen por la mañana y te maldicen por la noche", contesta el Príncipe.
No será homérica la respuesta, pero es real y eterna.
Le dejo, señor Huguet, le deseo un verano plácido con Dostoievsky o Stevenson... Yo, por el momento, he optado por regresar a Villa Rabitos con Pumby, lo digo totalmente en serio.
Te agradezco, David, que me dejes en tan buena compañía. Aunque no sé, no sé si fiarme mucho del ruso, tiene cara de pocos amigos y no me da muy buena espina. También te deseo un feliz veraneo con lecturas provechosas. ¿Alguna obra en proyecto? Descartes discurrió su famoso discurso al calor de una estufa. ¿No habrás pensado algún tratado filosófico al calor del tórrido verano? Las playas no son un árido desierto como parecen. De las arenas de Argelia nacieron novelas maravillosas como “El extranjero” o “La peste”. De las “cuevas”, terreno en el que te manejas como en casa, no te digo nada, porque la del gigante es tu hogar y un terreno fértil para meditaciones filosóficas. Además el desplazarse viene que ni a propósito para engendrar una obra filosófica al vuelo. ¿No es este el terreno más propicio para el pensamiento nómada?
EliminarHuguet, ¡despierte y escriba! Le estamos esperando.
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