12. La evolución de hombre a felpudo.
Aquella noche Fullop, por
razones obvias, no se resignaba a abandonar su “hogar”. Disfrutaba de unos
momentos de calma en una envidiable soledad. “Unos minutos para recuperar la
salud”, pensó para sí. Un ruido sordo y cortante interrumpió su descanso. Pensó
en un ratón, pero el golpe había sido demasiado fuerte para un roedor. Se
levantó de su asiento y se asomó a una habitación contigua. Evidentemente, no
se trataba de un ratón: le deslumbró una calva reluciente, un cuerpo inclinado
vertiginosamente hacia el suelo que exhibía extraordinarias dotes de
equilibrio. Reconoció al viejo Teckel. ¿Cómo un hombre sesentón podía dar unos
brincos de dos metros, inclinado sobre sí mismo, y restablecer su equilibrio
como un volatinero? Fullop era testigo de los movimientos torpes y cansinos de
Teckel en la oficina, ¿Era puro teatro? ¿Pretendía despertar entre los
compañeros un sentimiento de simpatía o, mejor dicho, de conmiseración ante una
vejez prematura y raquítica? Otra duda le aturdía: ¿cuál era el motivo de esos
saltos? A Fullop le constaba que Teckel no hacía nada en balde; sabía con
certeza que detrás de sus actos, por extravagantes que fueran, había siempre
una motivación perfectamente justificada. A primera vista se le antojó un
motivo absurdo: esa escena grotesca era una simple expresión de júbilo. Pero,
si así fuera, ¡qué forma más extraña de manifestar la alegría! La escena no
podía continuar, era denigrante. Se propuso entrar en la habitación e
interrumpir esa burda exhibición gimnástica. “¡Pero hombre, cree usted que ésa
es forma de comportarse! ¡Es indigno de un ser humano!” No pudo expresar su
indignación, había un hombre en el fondo de la habitación y Fullop se quedó
paralizado por la sorpresa. Se escondió detrás de la puerta y pudo ver cómo el
jefe se acercaba con parsimonia. No era propio de un hombre tan enérgico y
nervioso como él señor MacKay unos movimientos tan lentos, aunque éstos eran
coherentes con el contexto: toda la escena parecía estar relentizada, como
rodada a cámara lenta. Los movimientos rápidos y vertiginosos de Teckel
contrastaban de un modo grotesco con la lentitud de la escenificación. A cuatro
patas, brincaba de un lado a otro de la habitación con gran tenacidad. Esto
consolidó aún más la primera impresión: los brincos eran una clara
manifestación de alegría. El motivo estaba bien claro: la presencia del jefe.
Una sonrisa se dibujó en la rigidez de su rostro. Todos conocíamos esa sonrisa:
era la falsa esperanza de un indulto para un condenado a muerte. Fullop se
alegró de no haber dado rienda suelta a su indignación, el jefe se iba a
encargar de darle su merecido. Fuerte decepción, el espectáculo es deprimente:
el señor MacKay se inclina, sin abandonar la expresión beatífica de su
semblante, y lo acaricia. Sonrisa de oreja a oreja en Teckel, éxtasis que
culmina cuando aquél le frota con afecto sus orejas puntiagudas y redondeadas.
“¡Qué elásticas!”, parece pensar. ¡Teckel se ha tomado una libertad sin
precedentes! Como muestra de agradecimiento a las caricias recibidas, lame la
mano del jefe. “¡Es bochornoso! ¡Ya sólo falta que coma en su mano!” Si Fullop
le conocía a fondo, tenía la absoluta certeza de que éste caería de un momento
a otro, fulminado por la ira del amo. Pero, ¿qué diablos ocurre? ¡Teckel se ha
abalanzado sobre los hombros del jefe y por poco lo derriba! Fullop se dispone
a intervenir para sofocar la agresión, pero se contiene temeroso de
contaminarse del ridículo de una situación tragicómica. En efecto, el señor
MacKay no se muestra preocupado. La pregunta, por obvia, no parece romper la
escenificación del absurdo.¿No hay situación de peligro?
Fullop personaliza: peligro, ¿para quién?
En esa postura sospechosa Teckel da un lametazo en el rostro de su benefactor.
“Se merece un buen puñetazo”, piensa. Pero el señor MacKay parece dotado de una
ilimitada paciencia y una bondad infinita. Le da unas palmaditas en la mejilla
y le dice con su imperturbable sonrisa: “¡Buen chico! ¡Buen chico!”. Teckel da
unos brincos y apoya sus brazos sobre el cuerpo de MacKay, quien no sin
dificultades conserva su equilibrio. “¡No seas tan juguetón!”, le recrimina
condescendiente. A Fullop le vienen a las mientes imágenes de la infancia, la
escena le retrotrae a los reconfortantes escenarios de su niñez. Una idea le
pasa por la cabeza. “No puede ser”, se dice, “es completamente absurdo,
ridículo”. Esta última palabra la ha dicho en voz alta, elevando
considerablemente el tono. Se frota los ojos incrédulo. Cuando los abre,
contempla a Teckel y al jefe. La escena ha dejado de estar relentizada para
recobrar un ritmo normal. Los actores han recuperado su aspecto habitual.
Fullop contempla la relación lógica entre un jefe y su subordinado. Sólo se
conserva una nota extraña: los actores del drama parecen no percatarse de la
presencia de un espectador, actúan como si estuvieran completamente solos. Tal
vez ese comportamiento supuestamente normal trata de refutar el testimonio de
unas escenas grotescas. A través del espejismo de la cotidianidad intentan
sepultar su secreto; confían en la inercia de la rutina, tan arraigada en los
seres humanos, y, a pesar del testigo, se sienten totalmente a salvo: nadie
puede testimoniar contra lo cotidiano, contra la rutina. Fullop se siente de
más en aquel lugar. No sólo es un intruso, sino también un testigo absurdo,
increíble. Un momento... Teckel hace el amago de agacharse a los pies del jefe,
pero es demasiado astuto. “Señor MacKay, se le ha doblado el dobladillo del
pantalón”. ”No se moleste”, le contesta el jefe. “Si no es molestia...” Es una
muestra de servilismo puro, pero en ningún modo una manifestación de demencia.
Fullop, avergonzado, cual si fuera un vulgar ladrón, abandona silencioso el
recinto. Antes de salir echa una última ojeada a los protagonistas de la escena:
todo está en orden; pero, cuando se vuelve para abrir la puerta, le parece
observar por el rabillo del ojo cómo Teckel olisquea ostentosamente los zapatos
del jefe.
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