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La evolución de hombre a felpudo |
9. Teckel y MacKay, una perfecta simbiosis.
Entre Teckel y
el señor MacKay había una especie de simbiosis que los vinculaba
inexorablemente. Era imposible que nuestro pensamiento no los ligara como algo
necesario. Así como el té es impensable sin la tetera, así como algunos
animales parásitos viven de la convivencia con otros animales de gran tonelaje,
MacKay era inconcebible sin Teckel y viceversa.
Es difícil de creer que el señor MacKay hubiera sobrevivido
durante tanto tiempo, e incluso hubiera llegado a desarrollar gran parte de su
obra capital sin uno de los rasgos más inequívocos de su personalidad. ¿Habría
contado en otra época con el Teckel de turno que le había hecho el papel de
comparsa?
Nosotros fuimos testigos del nacimiento concreto y real del
señor MacKay, provocado al entrar en contacto con Teckel. Es difícil no
sucumbir a la tentación de describir al jefe, antes del encuentro con Teckel,
sino como la encarnación y ejecución de un proyecto. A la vista de sus
subordinados era indudable que el señor MacKay se había reencarnado en alguno
de sus proyectos más ambiciosos, y hacía de su figura un emblema sin fisuras,
sin errores ni debilidades. Su eficiencia en el trabajo se derivaba
precisamente de esta situación privilegiada: al ser él mismo la encarnación de
un proyecto, las debilidades humanas quedaban a un lado. Tal vez por ello daba
la imagen de un ser en dos dimensiones, de un ser que se manifestaba en una
doble articulación. En una primera articulación era todo cerebro, una terminal
que razonaba de modo admirable y que daba órdenes impecables a sus
subordinados; en una segunda articulación, el señor MacKay era un autómata
dotado con la alegría y la animación de los seres de carne y hueso. Esta
segunda faceta la mostraba a los clientes -obviamente una máquina humana no
vende- revelando una cierta dosis de calculada humanidad, no exenta de
convenientes y bien estudiadas “flaquezas humanas”. En estas ocasiones, el
reflejo de un hombre “more geométrico” se desvanecía en sinuosas carnosidades
humanas y sonrisas pletóricas. Pero esta humanidad plomiza en el fondo no era
más que un espejismo, que ocultaba al auténtico señor MacKay: la abstracción
geométrica, un hombre hecho de cifras y datos, de cantidades matemáticas; la
humanidad, en definitivas cuentas, no era sino un ardid, una fachada que hacía
atractiva la técnica de ventas.
Pero con Teckel
el señor MacKay entró en el finísimo entramado de las relaciones humanas (hasta
entonces había vivido sumergido en un piélago de ideas visionarias a las que se
había aplicado con una frialdad matemática). No sé cómo Teckel encontró una
fisura en esa superficie compacta. Me aventuro a sugerir, sin embargo, que
venció sus resistencias doblegándolo por su punto débil: su manía enfermiza por
la eficiencia. Tal vez me equivoco y sencillamente el jefe se hacía viejo, y en
un arranque de chochez se quedó prendado de una cualidad esencial de nuestro
hombre: su fidelidad fanática, casi religiosa. En ese caso no habría nada
extraño en esa singular simbiosis: se trataría de una alianza entre una
puntillosidad enfermiza y una fidelidad patológica; una patología siniestra se
alimentaba de la otra o, teniendo en cuenta la unidad indisoluble que
constituían, se trataría de una autofagia creadora.
Y Teckel es un excelente perro guardián. Cuando las orejas del
jefe se dilatan en el seguimiento de melodías extravagantes, disparatadas
musiquillas que le gusta tararear; cuando su mirada se extravía en pensamientos
que se diluyen en el infinito de sus visiones místicas, Teckel aguza sus oídos
entrenados -el producto selecto de varias generaciones de cachorros espías-
para captar las murmuraciones casi gemelas del silencio. Su “vista
extraordinaria” también es capaz de avistar en la lejanía la sombra de un
conspirador: no hay un par de ojos valerosos que resista la intensidad de su
mirada punzante; su habitual expresión sumisa se transforma en un canto de
muerte y destrucción. Si a pesar de todas estas medidas, alguien aún comete la
osadía de hablar mal del jefe, Teckel saca partido al último y más terrible de
sus instrumentos: lo agrede verbalmente. Sus frases no son muy ingeniosas ni
muy bien razonadas, pero el tono está cargado de una rica agresividad que te
recorre todo el cuerpo y te provoca un escalofrío.
La voz contundente queda reforzada por la
exhibición monstruosa de unos colmillos amenazadores, que se transforman en
momentos de furia en cuchillos punzantes, capaces de destrozar un cuerpo humano
en un abrir y cerrar de ojos.