Una vieja dama llega a un
pueblo de mala muerte. Alrededor de su figura sus paisanos han tejido una red
de esperanzas. La mayoría vive en la pobreza y esta hija del terruño retorna
como multimillonaria. Su antiguo novio, un rico comerciante, nota en ella
cambios inquietantes. Aquellas manos, antes cálidas y hermosas, han sido
reemplazadas por piezas ortopédicas de marfil. Estas han sustituido la carne
por un esqueleto, tornándola en espejo de la muerte, cuya guadaña es un
enigmático ataúd como único equipaje.
En un homenaje, la señora designa al destinatario del ataúd. Ofrece un
millón de dólares al pueblo y otro millón a cada familia, a cambio de que su
antiguo novio sea ejecutado. Este la dejó embarazada y, tras acusarla de
ramera, la empujó a la prostitución, hasta que el matrimonio con un
multimillonario la redimió de su mala vida.
El
alcalde no acepta la oferta; sus conciudadanos se muestran indignados. Mientras
el comerciante sea amigo del pueblo, nada ha de temer.
La
carnaza ha sido lanzada. Los lazos de la civilización se mantienen intactos de
momento. No obstante, los hilos que convierten a alguien en enemigo del pueblo
son muy sutiles. En la jauría humana, una película de los años sesenta,
esta declaración de hostilidad no obedecía a un patrón racional. Bastaba la
abundancia de alcohol para mutar a una comunidad maleable en una jauría que
corría detrás de su presa. En las sociedades totalitarias, el dedo del líder
señala al apestado. Stalin, en un
ejercicio de damnatio memoriae borraba a los enemigos de clase de las
fotografías oficiales, como Caracalla con su hermano en los monumentos
conmemorativos. En esta misma línea, algunos “revolucionarios”, inspirados por
el principio “la voz del pueblo es la
voz de Dios”, excomulgan a aquellos que no se pliegan a sus designios. Este
“pueblo” es un ente divinizado que nada tiene que envidiar a las teocracias más
recalcitrantes. Por eso el castigo del que no se arrodilla ante la nueva
divinidad es la muerte o el ostracismo.
Pero
no siempre es un impulso inconsciente o un toque totalitario lo que marca al
condenado. A veces es la simple disconformidad con la ideología dominante.
Otras, en cambio, el más burdo interés cambia a un individuo de amigo a enemigo
en un plazo muy breve.
En
la obra homónima de Ibsen, el enemigo del pueblo, el descubrimiento de
que las aguas de un balneario están contaminadas, convierte a uno de sus
miembros más respetables en uno de los más denostados. En la visita de la vieja dama, la obra que estamos reseñando, un ballet perfectamente
orquestado hace que el honrado comerciante se vuelva uno de sus enemigos acérrimos.
En
esta obra, la danza de la muerte es un baile obsceno que no obedece a los
designios de la providencia, sino a la simple venganza. La parca no es una
figura sagrada sino una prostituta. La vieja dama le dirá a su víctima: “el
mundo hizo de mí una puta y yo haré del mundo un burdel.”
La
danza gira alrededor de su víctima, que se percata de que los gusanos se lo
están comiendo antes de hora. Los habitantes del pueblo compran a crédito,
confiando en esa generosa donación, y hasta el hijo del comerciante adquiere un
coche nuevo. Todos, incluso sus familiares más íntimos, desean que muera. La
apreciación moral evoluciona asimismo con el brillo del dinero. Los ciudadanos
se vuelven más hostiles, conforme descubren el odioso crimen que este cometió
con la señora. La comunidad se ha metamorfoseado en jauría.
Años
atrás, el comerciante lanzó a esta masa enfurecida contra una joven embarazada.
Ahora es esta mujer, un amasijo de huesos inertes, quien la envía contra su
antiguo verdugo. Este es sentenciado a muerte y la dama se lo lleva en su ataúd
a un lujoso mausoleo que le tiene reservado en Capri.
Los
norteamericanos, tan aficionados al espectáculo, habrían desarrollado un final
alternativo. Su identificación con el individuo marginal habría hecho de
nuestro condenado un héroe a la inversa. El enemigo del pueblo,
convenientemente maquillado, sería un “enemigo público” y cubriría los
rotativos del país durante años, como un Dillinger cualquiera. Aun así, nuestro
protagonista, tras dar vueltas de feria en feria, un día habría caído en las
garras de la danza de la muerte, tal como lo cuenta la visita de la vieja dama, en la que los medios de comunicación asisten a una pena capital que
ignoran de dónde ha salido.