
14. La misión.
Durante varios días vegetó por la
habitación y desasistió los cuidados mínimos de buena educación: iba sucio, sin
afeitar y se entretenía tirando bolitas de papel por la ventana. Renunció a
salir a la calle. Pensó que si se recluía en su “celda monástica”, dejaría por
unos días de ser un peligro público. Cuando se le acabara el dinero, se
abandonaría a su suerte; y si el destino lo quería -¡Ojalá lo quisiera Dios!
-se moriría de hambre.
Pues sí. Así estaban las cosas
para el pobre Wilson. Y vosotros me preguntaréis: ¿por qué dices que Buck
Wilson era un hombre con suerte? Un poco de paciencia, todo a su tiempo.
Los días transcurrían monótonos
y tristones para Wilson. Lo sorprendente era que en todo ese tiempo,
aproximadamente una semana, nuestro héroe no había tenido noticias de algún
desastre importante relacionado con su persona. Buck, aunque parezca estúpido,
comenzó a preocuparse: ¿Estaría perdiendo facultades? Por un lado esta
perspectiva le hacía sentirse aliviado; pero por otro estaba tan acostumbrado a
vivir con su cruz, que un cambio le producía desasosiego y profunda inquietud.
Después de tantos años, ¿sabría vivir de otra forma?
Al cabo de un mes se dio cuenta de que
seguía sin pasar nada en absoluto. Llegó a sospechar que había vivido durante
años bajo la pesada losa de inculpaciones imaginarias, trastornos neuróticos,
efectos pasajeros de la influencia negativa de la madre. Buscó la carta y la
releyó. ¡Cuánto la odió! Era su madre. Ella le había convencido de que estaba
maldito; en realidad nunca había ocurrido nada, todo era el producto de la
imaginación calenturienta de una mujer histérica, que había mostrado una
especial predisposición -se necesitaba tener mala leche- en trastornar a su hijo.
¡Por fin se hacía la luz! Pero este descubrimiento
merecía ser analizado con detenimiento. Así que se entregó a la pereza de sus
meditaciones durante varios días más.
Y así habría continuado, si no le llegan
a despertar unos golpes en la puerta. Tras varios meses de tranquilidad, ¿quién
se atrevía a perturbar su sucedáneo de
“descanso eterno,” que el se había ganado después de tantos años de
resentimientos? No conocía a nadie que hubiera sobrevivido a su influencia.
Sólo podía ser... ¡Era ella, sin duda! Pero, ¿cómo se atrevía a visitarlo después
del daño que le había hecho? Se levantó como una bala, dispuesto a infligir a
su madre el castigo merecido. Giró el picaporte con inusitada violencia y
gritó:
-¿Cómo te atreves...?
El insulto se le quedó helado en las
cuerdas vocales. Dos hombres, impecablemente trajeados, con sendos maletines de
ejecutivos, entraron en la habitación. Un hombre rubio y atlético inició la
conversación, no sin antes mostrar unos dientes blanquísimos -¿una sonrisa?-
que contrastaban muy bien con el frío azul de sus ojos claros:
-Le ruego que disculpe la brusquedad de
nuestra intromisión, pero nos trae aquí una misión muy importante.
El hombre le interrogó primero con la
mirada, como si se resistiera a formular la pregunta. Por último -era obvio que
Wilson no era adivino- se decidió a plantearla sin ambages:
-¿Quiere usted a su país?
La pregunta dejó perplejo a
Wilson. Este aturdimiento fue interpretado por el intruso como una afirmación,
lo que le animó a continuar:
-¿Daría usted su vida por su
patria?- exclamó con cierta solemnidad.
Con el tono sobraban las
palabras.
-No entiendo. ¿Qué tengo que
hacer?- consiguió balbucear Wilson totalmente desconcertado.
-Aquello es un paraíso- dijo el
hombre rubio mientras le mostraba unas fotografías -. Mulatas preciosas,
palmeras, playas de ensueño...
-No hay duda de que usted es el
hombre apropiado -le interrumpió su compañero, un tipo pelirrojo de carrillos
sonrosados.
-Comprendemos su asombro -retomó
la palabra el tipo rubio-. Pero usted es el tipo ideal para poner a prueba el
programa P.T.I. (Promoción Turística Internacional).
Buck Wilson no entendía nada de
lo que le decían. Pero el hecho indiscutible era que le ofrecían una estancia
completa en un hotel de cinco estrellas con los gastos pagados en un país
tropical. ¿Qué podía hacer? ¿Rechazarlo? No, no era tan estúpido como para
rechazar semejante oferta. No más una duda le asaltaba: esta propuesta tan
inesperada, tan fuera de lugar, ¿no tenía gato encerrado? Pero en sus actuales
circunstancias, tan lamentables, tan desafortunadas, ¿qué podía perder? En
cualquier caso, no podía encontrarse peor de lo que estaba.