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domingo, 10 de diciembre de 2017

Tras el decorado. El castillo de Kafka como trampantojo.

En la novela de Zola, Germinal, un joven señala la inmensidad de las tinieblas y le pregunta al guardián del infierno, Buenamuerte, quiénes son los dueños de la mina:
                                    
-¡Eh! ¿Que de quién es todo eso?... ¡Vaya usted a saber!... De los accionistas...
Y con la mano señalaba en la oscuridad un punto vago, un sitio ignorado y lejano en el que habitaban aquellos para quienes estaban trabajando Maheu y los suyos desde hacía más de un siglo. Su voz había tomado un acento de temor religioso, como si hubiera hablado de un tabernáculo inaccesible, donde se adorara el ídolo al que todos aquellos hombres sacrificaban su vida, sin haberlo visto jamás.

Los mineros miran con miedo reverencial a la compañía, aureolada por un halo de misterio, el propio de un lugar sagrado. La empresa se yergue como tabernáculo de un Dios desconocido que provoca el temor y temblor de sus subordinados:

¿Dónde sería "allá abajo"? Sin duda París. Pero no lo sabían con seguridad: aquello se refería a un lugar lejano y terrorífico, a una región inaccesible y sagrada, donde estaba aquel Dios desconocido colocado en su tabernáculo. Jamás podrían verlo; no hacían más que sentirlo como una fuerza que desde lejos pesaba sobre aquellos diez mil obreros de Montsou y, cuando el director hablaba, no era más que el oráculo por boca del cual se expresaba aquella fuerza oculta.”. Émile Zola. Germinal.

En el templo de Jerusalén el tabernáculo era un recinto sagrado, envuelto en la oscuridad, en el que se escondía el mismísimo Dios, del que apenas se entreveía una sombra a través del velo que lo separaba del resto del mundo. Como dice Lisón Tolosana en La imagen del Rey: “El poder no se ve, ni se toca ni se oye [...]” Por eso aquellos diez mil obreros de Montsou, aunque no lo veían, no hacían más que sentirlo “como una fuerza que desde lejos pesaba sobre ellos”.
En este episodio que aterra a los mineros aparecen dos efectos teatrales que se repetirán en las escenificaciones del poder: la oscuridad y un horizonte lejano que provocan el temor a una fuerza incognoscible. En el Monte Sinaí, donde Yahveh entregó los mandamientos a Moisés, ya contamos con estos dos elementos. Este dios astuto se parapeta en la cúspide de un monte entre unas nubes tormentosas. La lejanía de la montaña y de las nubes lo torna inaccesible, ciego a la mirada. De este Dios solo intuimos su furia a través del manto tormentoso o de esa voz de trueno. La parte visible, el manto de nubes, invita a temer la invisible. 
Con el tiempo esta puesta en escena del monte Sinaí presenta distintas variaciones secularizadas: un castillo, un palacio de justicia o la sede de la compañía minera. El atrezzo es el mismo: Una montaña, torre o edificio imponente que ofrece una parte a la vista que intimida al visitante por su desmesura. Como toda construcción vinculada al poder (ya sea un castillo, un banco o un palacio), la fachada majestuosa está destinada a anonadar al espectador, que se siente una hormiga frente al poder, magnificado por las proporciones del edificio. Y es que la fachada tiene como finalidad sugerir que es más terrible lo que no se ve, lo que se esconde en el tabernáculo.
¿Y que oculta el edificio? “Un terror de íntimo espanto, que nada de lo creado, ni aun lo más amenazador y prepotente, puede inspirar.” Rudolf Otto. Lo sagrado.
El miedo a lo sobrenatural, a criaturas demoníacas o divinas, es la base del poder. Estos edificios tienen la capacidad de petrificar a sus observadores como la mítica medusa.  No obstante, con el tiempo el temor no disuade a los curiosos. Para eso se crea un ceremonial tomado del Levítico que levanta barreras entre el simple mortal y estos lugares sacralizados:

Lo sagrado es peligroso, “tremendum”; debe ser respetado, protegido, aureolado de inaccesibilidad, vetado. El tabú circunda, establece fronteras y trabas, determina límites, crea un estrecho círculo mágico, aísla con etiqueta, ceremonias y ritual [...] Lisón Tolosana. La imagen del Rey.


En El Castillo de Kafka, el agrimensor nunca accede al castillo, porque infinitos velos en forma de rituales y jerarquías impiden su entrada en el edificio sagrado. Se ha interpretado esta obra como una parábola del estado totalitario o de la burocracia absurda; consideremos, no obstante, que Kafka vive en el Imperio Austrohúngaro, un país acartonado que sobrevive gracias a la retórica del poder de los Habsburgo. Según este código recogido en La imagen del rey, no se penetra en el palacio por derecho propio, sino por las exigencias del protocolo. Cada uno, incluso los funcionarios menores, ocupa un lugar en el castillo dentro de “un código regio que define el rango personal del visitante, según una tabla de convenciones explícitas y socializadas.”  De este modo, en el palacio real, “hay criados y burócratas menores que sólo ocupan ciertos patios y zaguanes, los corredores a sus despachos o tránsitos a las cocinas sin que ninguno de ellos pueda pasar del primer descanso de la escalera principal”. Estos sirvientes no lograrán sobrepasar estos corredores o despachos dentro del mismo palacio y, por tanto, ese será su acercamiento al rey, del que nunca atisbarán su silueta. De manera similar, el mensajero de El Castillo sólo conoce una mínima parte del edificio, el lugar donde espera los mensajes, un estrecho pasillo donde trabajan los funcionarios en su subsecretaría, detrás del cual hay otras subsecretarías que tal vez precedan a nuevas subsecretarías.
Cuanto mayor sea la diferencia jerárquica, mayor será la ritualización aisladora y más consistente e impenetrable el tabú” (La imagen del rey). El agrimensor pertenecería a la categoría de los sin cargo, cuyo acceso al palacio está vetado porque así lo exige el protocolo. El acusado de El proceso formaría parte de la misma clase, pues tampoco logra superar una habitación, la propia de su estatus:

Vuelva a su habitación y espere. El procedimiento está en marcha y lo sabrá usted todo en el momento opor­tuno.

Sin embargo, sabemos que algunos afortunados logran entrar en palacio. Pero lo hacen a través de vericuetos. Según Lisón Tolosana, para llegar hasta el rey: “también podía indefinidamente alargarse el espacio en recorrido laberíntico para recibir a un embajador o enviado regio con el fin de deslumbrarle haciéndole pasar por numerosas salas.” En una novela de Balzac de tema similar al artículo Vuelva usted mañana, un industrial pide audiencia a un ministro. Durante varios meses, este no está disponible y el incauto solo logra su propósito al asistir a una función de ballet, porque la primera bailarina, que es amante del ministro, actúa de intermediaria entre ambos. En El proceso, también se hace referencia a una situación parecida, el agrimensor se hace amante de Frieda porque piensa que, al ser la querida del mayordomo, le abrirá las puertas del castillo. El toque kafkiano consiste en que ni aún así el agrimensor logra sus propósitos.
¿Y qué hay detrás de este código del poder, de ese protocolo? Según Hasek, compatriota y contemporáneo de Kafka, incompetencia y estupidez:

El juez militar de instrucción Bernis [...] solía perder el material de la acusación y se veía forzado a inventarse otro nuevo: Confundía los nombres, perdía el hilo de las acusaciones y tejía otro, lo que se le ocurría. Condenaba a desertores por robo y a ladrones por deserción. Estaba complicado incluso en procesos políticos que no eran más que pura fantasía. Hacía los más inverosímiles juegos de manos para culpar a los acusados de delitos que éstos jamás hubieran podido soñar. Inventaba delitos de lesa majestad y a aquellos cuya acusación se había perdido en ese impenetrable caos de expedientes y demás escritos los condenaba por cargos que él mismo imaginaba.  Jaroslav Hasek. Las aventuras del valeroso soldado Schwejk.


Si el personaje de Kafka, en la tradición calderoniana, ignora la naturaleza de su delito y su juicio nunca se celebra; el escritor satírico Hasek  insiste en que no hay nada misterioso en ello: la acusación es confusa por la incompetencia del juez, y el proceso se dilata por la rivalidad entre funcionarios que entorpecen la resolución del juicio:

Ya hacía tiempo que entre él (Bernis) y el capitán Linhart reinaba cierta enemistad, enemistad en la que ambos eran extraordinariamente consecuentes. Si llegaba a manos de Bernis un expediente que pertenecía a Linhart, Bernis lo traspapelaba y nadie podía encontrarlo. Linhart hacía lo mismo con los expedientes que pertenecían a Bernis. Se perdían mutuamente los documentos.  Jaroslav Hasek. Las aventuras del valeroso soldado Schwejk.

Esta interpretación burlona también aparece en Kafka, cuando señala en El Proceso que los códigos sobre la mesa del juez de instrucción son libros pornográficos. Con esto, nuestro autor pone en entredicho la naturaleza del edificio: ¿Está el acusado en un verdadero tribunal de justicia? Pero donde profundiza en esta desmitificación es al contemplar el castillo:

En conjunto, tal como se mostraba allá a lo lejos, no respondía el castillo a la expectativa de K. No era ni un antiguo burgo feudal, ni un suntuoso palacio nuevo, sino una planta extensa que se componía de pocas construcciones de dos pisos y de muchas construcciones bajas que se estrechaban unas contra otras; de no haberse sabido que era el castillo, hubiera podido tomárselo por un pueblecito. Franz Kafka. El Castillo.

El castillo no es ningún lugar sagrado, sino un trampantojo, porque ni siquiera es una fortaleza. Sin embargo, aun nos queda una pregunta: ¿Hay algo detrás del decorado o se agota en el simple espejismo?
Para responder a esta cuestión, recordemos la etimología de la palabra misterio. Mysterium equivale a “trato secreto, recóndito, oculto”, y por eso puede recibir también la acepción de “embaucar, estafar”. Esta raíz se conserva todavía en el alemán munkeln (susurrar), y mogeln ( hacer fullerías en el juego).
¿Hacer trampas en el juego? Esto nos plantea la duda de si el templo con su tabernáculo no es más que un embuste. Para ilustrar este apartado comentaremos una obra clásica infantil: El Mago de Oz. Esta es una parodia de la Biblia en la que aparecen todos los atributos del dios judío. El mago, una especie de demiurgo, adopta distintas formas delante de cada personaje: frente a Dorothy se presenta como una cabeza gigantesca; ante el espantapájaros, como una bestia brutal; ante el león, como una bola de fuego. Las citas bíblicas son evidentes: la bestia del trono de Ezequiel y la zarza de fuego de Moisés y Aarón.


El mago les pone una condición a estos personajes para el cumplimiento de sus deseos: deben matar a la bruja malvada.
Cuando los tres protagonistas cumplen su misión, piden audiencia al mago. Pero este los hace esperar durante varios días.
Tras algunas amenazas del león, finalmente este los recibe en el salón del trono, en donde nadie entraba, “cada uno de ellos esperaba ver al Mago adoptar la forma de la vez anterior, y todos se sorprendieron muchísimo al mirar a su alrededor y no ver a nadie en la gran estancia ... pues el silencio era más inquietante que cualquiera de las formas en que se presentara Oz anteriormente.
Al fin oyeron una voz solemne que parecía proceder de un sitio cercano al punto superior de la bóveda.
-Soy Oz el Grande y Terrible. ¿Por qué me buscan?
De nuevo miraron hacia todos los rincones del salón, y luego, al no ver a nadie, Dorothy preguntó:
-¿Dónde estás?
-En todas partes -respondió la voz-, pero soy invisible para los ojos de los mortales comunes. Ahora iré a sentarme en mi trono para que puedan conversar conmigo.
En efecto, la voz pareció llegar ahora desde el trono, de modo que todos marcharon hacia allí y se pararon formando fila ante el gran sillón.”
El mago se niega a cumplir su promesa y entonces “al León le pareció que no estaría mal darle un susto, de modo que dejó escapar un tremendo rugido, tan feroz y espantoso que Toto saltó alarmado y fue a dar contra el biombo que había en el rincón, haciéndolo caer. Al oír el estrépito, los amigos miraron hacia allí y en seguida se sintieron profunda­mente asombrados al ver, en el sitio que hasta entonces ocultaba el biombo, a un viejecillo calvo y de arrugado rostro”. Lyman Frank Baum. El Mago de Oz.


El perro Toto descorre la cortina y nos descubre el decorado: Detrás de las nubes tormentosas y la voz de trueno de Yahveh, de los castillos inaccesibles y los tribunales laberínticos se esconde el mago de Oz, un burdo imitador con trucos de ilusionista. El gesto inocente del perro nos desvela que el dios del tabernáculo es un simple embaucador con dotes de ventrílocuo y que gracias ellas convenció a sus habitantes de su omnipotencia y omnipresencia.

Con esta habilidad se ganó esta reputación ante una comunidad de creyentes que, pese a las evidencias, cierran ojos y oídos (mistifican) o se ponen gafas de cristales verdes para sostener contra viento y marea que la Ciudad Esmeralda es de este color y que existe el Mago de Oz.

2 comentarios:

  1. Un artículo sobresaliente, Huguet, en el que, no obstante, echo en falta la referencia a otra institución (prefigurada ya en la literatura de Kafka) donde lo absurdo y el poder se dan la mano para descargarla sobre el otro con una violencia que es ya la antonomasia de la barbaridad. Me refiero, claro, al K.L., el campo de concentración, donde el crimen pertenecía al legislador,al juez y al vigilante; y la inocencia al preso; donde el castigo se imponía tanto por la no observancia de las normas como por su observancia.

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    1. Mencionaba en el artículo el hecho de que en el palacio del rey había criados que no sobrepasaban ciertos patios y zaguanes. Su vida se reducía a ese círculo restringido. Eso era todo lo que sabían del edificio y del monarca, ahí acababa su responsabilidad. Esto me trajo a la memoria la teoría de las “cámaras” de Speer como una forma de justificación del nazismo, lo que viene a cuento de tu comentario. Dice Speer al respecto: “La exigencia de limitar la responsabilidad de cada cual a su terreno era aún más peligrosa. Cada cual se movía en su propio círculo: arquitectos, médicos, juristas, técnicos, soldados o campesinos. Las asociaciones profesionales a las que había que pertenecer obligatoriamente, recibían el nombre de cámaras, y esta denominación definía con acierto el aislamiento de la gente en esferas individuales, separadas unas de otras como por medio de muros. A medida que el sistema de Hitler se prolongaba en el tiempo, crecía el aislamiento ideológico en aquellas cámaras estancas [...] En última instancia se trataba de una comunidad de seres aislados. Aunque hoy pueda sonar de otra forma la frase que decía “el Führer piensa y dirige” por encima de todo no era una vacía fórmula propagandística.” Respecto a esos magistrados que mencionas, jueces, legisladores y verdugos a un tiempo, “se sentían bajo la responsabilidad de otros y no se veían obligados a responder por la suya...” porque iban camino de convertirse en “seres etiquetados, incapaces de pensar por sí mismos”. Albert Speer. Memorias. Editorial Acantilado. Arquitectos, juristas y soldados tenían un lugar en El Castillo, no así el agrimensor (¿por ser judío?) Probablemente, como los judíos no eran etiquetables, al no entrar en ninguna categoría funcionarial, decidieron eliminarlos del Reich a través de estas escuelas de protocolo que eran los K.L.

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