En la novela
de Zola, Germinal, un joven señala la inmensidad de las tinieblas y le
pregunta al guardián del infierno, Buenamuerte, quiénes son los dueños de la
mina:
-¡Eh! ¿Que de quién es todo eso?... ¡Vaya usted a saber!... De los
accionistas...
Y con la mano señalaba en la oscuridad un punto vago, un sitio
ignorado y lejano en el que habitaban aquellos para quienes estaban trabajando
Maheu y los suyos desde hacía más de un siglo. Su voz había tomado un acento de
temor religioso, como si hubiera hablado de un tabernáculo inaccesible, donde
se adorara el ídolo al que todos aquellos hombres sacrificaban su vida, sin
haberlo visto jamás.
Los mineros
miran con miedo reverencial a la compañía, aureolada por un halo de misterio,
el propio de un lugar sagrado. La empresa se yergue como tabernáculo de un Dios
desconocido que provoca el temor y temblor de sus subordinados:
¿Dónde sería "allá abajo"? Sin duda París.
Pero no lo sabían con seguridad: aquello se refería a un lugar lejano y
terrorífico, a una región inaccesible y sagrada, donde estaba aquel Dios
desconocido colocado en su tabernáculo. Jamás podrían verlo; no hacían más que
sentirlo como una fuerza que desde lejos pesaba sobre aquellos diez mil obreros
de Montsou y, cuando el director hablaba, no era más que el oráculo por boca
del cual se expresaba aquella fuerza oculta.”. Émile Zola. Germinal.
En el templo de
Jerusalén el tabernáculo era un recinto sagrado, envuelto en la oscuridad, en
el que se escondía el mismísimo Dios, del que apenas se entreveía una sombra a
través del velo que lo separaba del resto del mundo. Como dice Lisón Tolosana
en La imagen del Rey: “El poder no se ve, ni se toca ni se oye [...]”
Por eso aquellos diez mil obreros de Montsou, aunque no lo veían, no hacían más
que sentirlo “como una fuerza que desde lejos pesaba sobre ellos”.
En este episodio que
aterra a los mineros aparecen dos efectos teatrales que se repetirán en las
escenificaciones del poder: la oscuridad y un horizonte lejano que provocan el
temor a una fuerza incognoscible. En
el Monte Sinaí, donde Yahveh entregó los mandamientos a Moisés, ya contamos con
estos dos elementos. Este dios astuto
se parapeta en la cúspide de un monte entre unas nubes tormentosas. La lejanía
de la montaña y de las nubes lo torna inaccesible, ciego a la mirada. De este
Dios solo intuimos su furia a través del manto tormentoso o de esa voz de
trueno. La parte visible, el manto de nubes, invita a temer la invisible.
Con el tiempo esta
puesta en escena del monte Sinaí presenta distintas variaciones secularizadas:
un castillo, un palacio de justicia o la sede de la compañía minera. El atrezzo
es el mismo: Una montaña, torre o edificio imponente que ofrece una parte a la
vista que intimida al visitante por su desmesura. Como toda construcción
vinculada al poder (ya sea un castillo, un banco o un palacio), la fachada
majestuosa está destinada a anonadar al espectador, que se siente una hormiga
frente al poder, magnificado por las proporciones del edificio. Y es que la
fachada tiene como finalidad sugerir que es más terrible lo que no se ve, lo
que se esconde en el tabernáculo.
¿Y que oculta el edificio? “Un terror de íntimo espanto,
que nada de lo creado, ni aun lo más amenazador y prepotente, puede inspirar.” Rudolf Otto. Lo sagrado.
El miedo a lo sobrenatural, a criaturas demoníacas o
divinas, es la base del poder. Estos edificios tienen la capacidad de
petrificar a sus observadores como la mítica medusa. No obstante, con el tiempo el temor no disuade a los curiosos.
Para eso se crea un ceremonial tomado del Levítico que levanta barreras
entre el simple mortal y estos lugares sacralizados:
Lo sagrado es peligroso,
“tremendum”; debe ser respetado, protegido, aureolado de inaccesibilidad,
vetado. El tabú circunda, establece fronteras y trabas, determina límites, crea
un estrecho círculo mágico, aísla con etiqueta, ceremonias y ritual [...] Lisón
Tolosana. La imagen del Rey.
En El Castillo de Kafka, el agrimensor nunca accede
al castillo, porque infinitos velos en forma de rituales y jerarquías
impiden su entrada en el edificio sagrado. Se ha interpretado esta obra como
una parábola del estado totalitario o de la burocracia absurda; consideremos,
no obstante, que Kafka vive en el Imperio Austrohúngaro, un país acartonado que
sobrevive gracias a la retórica del poder de los Habsburgo. Según este código
recogido en La imagen del rey, no se penetra en el palacio por
derecho propio, sino por las exigencias del protocolo. Cada uno, incluso los funcionarios
menores, ocupa un lugar en el castillo dentro de “un código regio que define el
rango personal del visitante, según una tabla de convenciones explícitas y
socializadas.” De este modo, en el
palacio real, “hay criados y burócratas menores que sólo ocupan ciertos patios
y zaguanes, los corredores a sus despachos o tránsitos a las cocinas sin que
ninguno de ellos pueda pasar del primer descanso de la escalera principal”.
Estos sirvientes no lograrán sobrepasar estos corredores o despachos dentro del
mismo palacio y, por tanto, ese será su acercamiento al rey, del que nunca
atisbarán su silueta. De manera similar, el mensajero de El Castillo
sólo conoce una mínima parte del edificio, el lugar donde espera los mensajes,
un estrecho pasillo donde trabajan los funcionarios en su subsecretaría, detrás
del cual hay otras subsecretarías que tal vez precedan a nuevas subsecretarías.
“Cuanto mayor sea la diferencia jerárquica, mayor será
la ritualización aisladora y más consistente e impenetrable el tabú” (La
imagen del rey). El agrimensor pertenecería a la categoría de los sin
cargo, cuyo acceso al palacio está vetado porque así lo exige el protocolo.
El acusado de El proceso formaría parte de la misma clase, pues tampoco
logra superar una habitación, la propia de su estatus:
Vuelva a su habitación y espere. El
procedimiento está en marcha y lo sabrá usted todo en el momento oportuno.
Sin embargo,
sabemos que algunos afortunados logran entrar en palacio. Pero lo hacen a
través de vericuetos. Según Lisón Tolosana, para llegar hasta el rey: “también
podía indefinidamente alargarse el espacio en recorrido laberíntico para
recibir a un embajador o enviado regio con el fin de deslumbrarle haciéndole
pasar por numerosas salas.” En una novela de Balzac de tema similar al artículo
Vuelva usted mañana, un industrial pide audiencia a un ministro. Durante
varios meses, este no está disponible y el incauto solo logra su
propósito al asistir a una función de ballet, porque la primera bailarina, que
es amante del ministro, actúa de intermediaria entre ambos. En El proceso,
también se hace referencia a una situación parecida, el agrimensor se hace
amante de Frieda porque piensa que, al ser la querida del mayordomo, le abrirá
las puertas del castillo. El toque kafkiano consiste en que ni aún así el
agrimensor logra sus propósitos.
¿Y qué hay detrás de este código del poder, de ese
protocolo? Según Hasek, compatriota y contemporáneo de Kafka,
incompetencia y estupidez:
El juez
militar de instrucción Bernis [...] solía perder el material de la acusación y
se veía forzado a inventarse otro nuevo: Confundía los nombres, perdía el hilo
de las acusaciones y tejía otro, lo que se le ocurría. Condenaba a desertores
por robo y a ladrones por deserción. Estaba complicado incluso en procesos
políticos que no eran más que pura fantasía. Hacía los más inverosímiles juegos
de manos para culpar a los acusados de delitos que éstos jamás hubieran podido soñar. Inventaba delitos de lesa majestad
y a aquellos cuya acusación se había perdido en ese impenetrable caos de
expedientes y demás escritos los condenaba por cargos que él mismo imaginaba. Jaroslav Hasek. Las aventuras del
valeroso soldado Schwejk.
Si el personaje de Kafka, en la tradición calderoniana,
ignora la naturaleza de su delito y su juicio nunca se celebra; el escritor
satírico Hasek insiste en que no hay
nada misterioso en ello: la acusación es confusa por la incompetencia del juez,
y el proceso se dilata por la rivalidad entre funcionarios que entorpecen la
resolución del juicio:
Ya hacía tiempo que entre él (Bernis) y el
capitán Linhart reinaba cierta enemistad, enemistad en la que ambos eran
extraordinariamente consecuentes. Si llegaba a manos de Bernis un expediente
que pertenecía a Linhart, Bernis lo traspapelaba y nadie podía encontrarlo.
Linhart hacía lo mismo con los expedientes que pertenecían a Bernis. Se perdían
mutuamente los documentos. Jaroslav
Hasek. Las aventuras del valeroso soldado Schwejk.
Esta interpretación burlona también aparece en Kafka, cuando
señala en El Proceso que los
códigos sobre la mesa del juez de instrucción son libros pornográficos. Con
esto, nuestro autor pone en entredicho la naturaleza del edificio: ¿Está el
acusado en un verdadero tribunal de justicia? Pero donde profundiza en esta desmitificación
es al contemplar el castillo:
En
conjunto, tal como se mostraba allá a lo lejos, no respondía el castillo a la
expectativa de K. No era ni un antiguo burgo feudal, ni un suntuoso palacio
nuevo, sino una planta extensa que se componía de pocas construcciones de dos
pisos y de muchas construcciones bajas que se estrechaban unas contra otras; de
no haberse sabido que era el castillo, hubiera podido tomárselo por un
pueblecito. Franz Kafka. El Castillo.
El castillo no es ningún lugar sagrado, sino un trampantojo,
porque ni siquiera es una fortaleza. Sin embargo, aun nos queda una pregunta:
¿Hay algo detrás del decorado o se agota en el simple espejismo?
Para responder a esta cuestión, recordemos la etimología de
la palabra misterio. Mysterium
equivale a “trato secreto, recóndito, oculto”, y por eso puede recibir también
la acepción de “embaucar, estafar”. Esta raíz se conserva todavía en el alemán munkeln
(susurrar), y mogeln ( hacer fullerías en el juego).
¿Hacer trampas en el juego? Esto nos plantea la duda de si
el templo con su tabernáculo no es más que un embuste. Para ilustrar este
apartado comentaremos una obra clásica infantil: El Mago de Oz. Esta es
una parodia de la Biblia en la que aparecen todos los atributos del dios judío.
El mago, una especie de demiurgo, adopta distintas formas delante de cada
personaje: frente a Dorothy se presenta como una cabeza gigantesca; ante el
espantapájaros, como una bestia brutal; ante el león, como una bola de fuego.
Las citas bíblicas son evidentes: la bestia del trono de Ezequiel y la zarza de
fuego de Moisés y Aarón.
El mago les
pone una condición a estos personajes para el cumplimiento de sus deseos: deben
matar a la bruja malvada.
Cuando
los tres protagonistas cumplen su misión, piden audiencia al mago. Pero este
los hace esperar durante varios días.
Tras
algunas amenazas del león, finalmente este los recibe en el salón del trono, en
donde nadie entraba, “cada uno de ellos esperaba ver al Mago adoptar la forma
de la vez anterior, y todos se sorprendieron muchísimo al mirar a su alrededor
y no ver a nadie en la gran estancia ... pues el silencio era más inquietante
que cualquiera de las formas en que se presentara Oz anteriormente.
Al fin oyeron una voz solemne que
parecía proceder de un sitio cercano al punto superior de la bóveda.
-Soy
Oz el Grande y Terrible. ¿Por qué me buscan?
De
nuevo miraron hacia todos los rincones del salón, y luego, al no ver a nadie,
Dorothy preguntó:
-¿Dónde
estás?
-En
todas partes -respondió la voz-, pero soy invisible para los ojos de los
mortales comunes. Ahora iré a sentarme en mi trono para que puedan conversar
conmigo.
En
efecto, la voz pareció llegar ahora desde el trono, de modo que todos marcharon
hacia allí y se pararon formando fila ante el gran sillón.”
El mago se niega
a cumplir su promesa y entonces “al León le pareció que no estaría mal darle un
susto, de modo que dejó escapar un tremendo rugido, tan feroz y espantoso que
Toto saltó alarmado y fue a dar contra el biombo que había en el rincón,
haciéndolo caer. Al oír el estrépito, los amigos miraron hacia allí y en
seguida se sintieron profundamente asombrados al ver, en el sitio que hasta
entonces ocultaba el biombo, a un viejecillo calvo y de arrugado rostro”. Lyman Frank Baum. El
Mago de Oz.
El
perro Toto descorre la cortina y nos descubre el decorado: Detrás de las nubes
tormentosas y la voz de trueno de Yahveh, de los castillos inaccesibles y los
tribunales laberínticos se esconde el mago de Oz, un burdo imitador con
trucos de ilusionista. El gesto inocente del perro nos desvela que el dios del tabernáculo
es un simple embaucador con dotes de ventrílocuo y que gracias ellas convenció
a sus habitantes de su omnipotencia y omnipresencia.
Con
esta habilidad se ganó esta reputación ante una comunidad de creyentes que,
pese a las evidencias, cierran ojos y oídos (mistifican) o se ponen gafas de
cristales verdes para sostener contra viento y marea que la Ciudad Esmeralda es
de este color y que existe el Mago de Oz.