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lunes, 3 de junio de 2013

Las muertes de Huckleberry Finn 2. La escritora de epitafios.


El Támesis discurre con parsimonia, asentando el limo de las costumbres británicas. El Misisipi borra las huellas de cualquier tradición, excepto la de los barcos de vapor, las almadías y las canoas. Estos son sus verdaderos contornos; lo que se ve en ambas orillas, por efecto de sus aguas volubles, se torna espejismo.
En la lontananza y la oscuridad, Huck y Jim son apenas unas sombras. A la luz del día, sus pensamientos se vuelven beodos. De este modo, así como Cervantes pondrá en boca de un loco una inversión de la moral, el escritor norteamericano hará algo similar con un muchacho inculto y marginado.
Huck se debatirá entre su deber para con la señorita Watson -le ha robado una propiedad, Jim- y su simpatía hacia el negro fugado. Difícil malabarismo ganarse a un público esclavista al modo de las fábulas tradicionales. Para humanizar a Jim, Twain lo blanquea. Esto lo logra cuando aquel le ofrece a Huck no la fidelidad de un esclavo, sino la amistad sincera de un igual. Solo en el marco de una fábula un negro podía tratar a un blanco de tú a tú.
Sin embargo, esta trasvaloración de la moral se manifiesta con más intensidad en la crítica al sentido del honor sureño. Ya vimos en la entrada anterior cómo Twain lo caricaturizaba a través del rey y del duque; ahora la ironía se cebará de un modo más sutil en los Grangerford.
Huck es adoptado por esta familia, marcada por la fatalidad; y decimos fatalidad porque solo la fuerza del destino, en su sentido más trágico, explica las muertes de sus integrantes. Entre estos y el clan rival se dirime una disputa legendaria, por la que sus miembros se van inmolando con honor. El origen de la rencilla se basa en una noción confusa: “las diferencias”. Buck, uno de los vástagos de los Grangerford,  se lo aclara a Huck en un curso de filosofía pedestre:
 “HUCK- ¿Qué te ha hecho él?
BUCK- ¿Él? Nunca me ha hecho nada.
HUCK - Pues entonces, ¿por qué querías matarle?
BUCK- Por nada... solo por nuestras diferencias.
HUCK- ¿Qué quieres decir con eso de las diferencias?
BUCK- [...] ¿No sabes lo que es tener diferencias?... Bueno, pues una diferencia se tiene así: un hombre riñe con otro hombre y le mata; después viene el hermano de ese otro hombre y le mata a él; después vienen los primos a meterse en el asunto... Y con el tiempo, se matan todos y ya no hay diferencias...
HUCK- [...] Bueno ¿y quién mató [primero]? ¿Fue un Grangerford o un Shepherdson?
BUCK- ¿Cómo quieres que lo sepa yo? ¡Hace tanto tiempo que pasó...! [...] Creo que papá lo sabe, y algunos de los otros viejos; pero ya no saben cómo fue la primer discusión.”
Tal vez nazcan estas diferencias del intento de poner límites al río. En Cañas y barro uno de los personajes protestaba por ganar terreno a La Albufera; parcelar el agua, además de una utopía, es un pecado contra la naturaleza. “La propiedad es un robo”, como diría Proudhon. Anatole France, en La isla de los pingüinos justifica el origen de la propiedad de una forma que no desmerece de la ley de la frontera, que regía entonces en la dos Américas y que, en tiempos pretéritos, tenía vigencia en la vieja Europa:
“- ¿No veis hijo mío - preguntó- a aquel hombre furioso que está arrancando con sus dientes la nariz del enemigo derribado, y a aquel otro que aplasta la cabeza de una mujer con una enorme piedra?
- Los veo.
- Están creando el derecho y fundando la propiedad. Establecen los principios de la civilización; echan las bases de la sociedad y los cimientos del Estado.
- ¿Cómo es eso?
- Amojonan los campos. Ese es el origen de todo el orden social. Vuestros pingüinos están cumpliendo la más augusta de las funciones. Su obra será consagrada a través de los tiempos por los legisladores, y protegida y confirmada por los magistrados.
Mientras el monje Bulloch decía estas palabras, un gran pingüino de piel blanca y de pelo rojo bajaba el valle, con un tronco de árbol a las espaldas. Acercándose a un pequeño pingüino que, abrasado por el sol, regaba sus lechugas, le gritó:
- ¡Tu campo es mío!
Y al pronunciar estas rotundas palabras descargó el tronco del árbol sobre la cabeza del pequeño pingüino, que cayó muerto sobre la tierra cultivada por sus manos...”
Se diría que el río y sus terrenos movedizos se van alimentando de almas muertas. Y que esos mojones, que intentan ponerle límites, son las lápidas que los poetas cantarán en las epopeyas.
De hecho, tal como escribe Twain en la novela, las muertes de los Grangerford  obedecen a una especie de justicia poética. La hermana de Buck dedica su vida a componer epitafios. Esta niña está tan familiarizada con la parca que, antes de que la funeraria visite a los seres queridos, se le adelanta para componer unas palabras dignas del finado. Su muerte, aunque mucho más poética, es tan absurda como la del resto de la familia: al tropezar con un ripio se apaga poco a poco hasta fallecer. Aunque quizás tenga un sentido. Los poetas aúlicos de La isla de los pingüinos  también se quedan sin trabajo, cuando los pingüinos conquistan los terrenos de los vecinos y ya no queda tema para versificar.
  Como decía Buck: “con el tiempo, se matan todos y ya no hay diferencias.” La poesía está de más. Por si las moscas, nuestro amigo Huck Finn prefiere no ser adoptado por la familia Grangerford, para no ver su nombre esculpido en una lápida, con un poético epitafio que lo inmortalice para la posteridad o lo arrincone entre los legajos de un archivo.