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martes, 26 de junio de 2012

El señor Teckel 15




15. El paraíso.
    Las orillas de esta playa paradisíaca nunca habían conocido a un tipo tan pintoresco. Calzaba botas para prevenir la picadura de un escorpión  -¿en la playa?- o de cualquier otro bicho que intentara traspasar la impresionante coraza. Un sombrero tejano le protegía del sol y unas gafas oscuras le impedían ver la luz -no en balde se tropezaba continuamente-. Una espesa capa de repelente antiinsectos le cubría la piel y le daba la apariencia de un aparecido o, como decían los nativos, de un zombi. Miraba sin ver y se tapaba las orejas, porque cualquier sonido agudo hería sus oídos. Andaba con sumo cuidado, meditando sus pasos, como si cada uno de ellos fuera trascendental y en esto se jugara la vida. Si hubiera dispuesto de una burbuja, se habría introducido en su interior y así se habría sentido a salvo.
    Pero a los pocos días se dio cuenta de que el entorno era amable. Los mosquitos no la tenían tomada con él; el sol no era un peligro, si se adoptaban unas pequeñas precauciones -un poco de crema bastaba- y, en el peor de los casos, te podías refugiar cómodamente debajo de una sombrilla. Los nativos eran muy hospitalarios y las nativas... Si él tomaba un baño no ocurría nada; si comía en un restaurante tampoco aparecían los síntomas de la catástrofe. El calor del sol y las aguas tonificantes, ¿habían conseguido neutralizar sus facultades nefastas? Este país amable, ¿había conseguido hacer desaparecer el maleficio? Después de varios días de una vida amable y apacible, Wilson llegó a creerlo.
    En su mente llegó a formar la idea de que la auténtica maldición era ser occidental. ¿Y como no creerlo, si por todas partes se oían pestes de las poderosas potencias del norte? Occidente era la palabra maldita; Occidente los mantenía postrados en la miseria  y la esclavitud, etc.
    A pesar de la animadversión hacia Occidente, los nativos nunca mostraron hostilidad hacia el turista norteamericano: se habían acostumbrado a él. En cierto modo, podía decirse que formaba parte del paisaje.
   Se acostumbró a vivir en un clima de franca hostilidad hacia su país. Aquella guerra no iba con él; Wilson no tenía más hogar que aquel hotelito donde se hospedaba, ni más patria que aquel escenario de playas y palmeras, que le había dado la felicidad. En su diario -pues hizo el gran descubrimiento de que no había forma más dulce de matar el tiempo que escribir unas notas autobiográficas- apuntó su lema, una máxima latina: ”Ubi  bene, ubi patria”.
    Ahora ya sabéis por qué decía que Wilson era un hombre con suerte. ¿A qué adivino lo que estáis pensando en estos momentos? Pensáis que, aunque Wilson disfrutaba de una vida placentera, la felicidad no puede durar siempre. Y sois unos aguafiestas. Porque no me negaréis que el pobre hombre, después de tantas desgracias, no tenía derecho a un poco de tranquilidad. Pero no por ello puedo dejar de concederos la razón. Wilson no era un hombre predestinado a un final feliz.
    Dejamos a nuestro amigo Wilson acompañado por dos simpáticas “compatriotas,” dos chicas asiduas del hotel. Wilson lleva escritas varias páginas de su autobiografía (en realidad no más de cuatro o cinco en tres meses de estancia). Pero se siente justificado ante sí mismo, esas páginas son el testimonio de que ha realizado algo útil en su “largo periodo de reflexión” y “amargo exilio”. Después de una dura jornada de trabajo (dos líneas mecanografiadas), se siente con derecho a unas horas de relajación y descanso en compañía de sus nuevas compatriotas. Él lo denomina “el descanso del guerrero”, aunque a veces utiliza una terminología más académica como “trabajo de campo”. En medio de risas y caricias recibe un billete que, con gran seriedad, le entrega un muchacho. Una carcajada se queda a medio camino, se le demuda el semblante. Lee las palabras en voz alta, titubeante. ¡No puede ser verdad! Despacha a sus amigos con muy malos modos. Malhumorado, sube a su habitación.