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domingo, 27 de mayo de 2012

El Señor Teckel 14


14. La misión.

   Durante varios días vegetó por la habitación y desasistió los cuidados mínimos de buena educación: iba sucio, sin afeitar y se entretenía tirando bolitas de papel por la ventana. Renunció a salir a la calle. Pensó que si se recluía en su “celda monástica”, dejaría por unos días de ser un peligro público. Cuando se le acabara el dinero, se abandonaría a su suerte; y si el destino lo quería -¡Ojalá lo quisiera Dios! -se moriría de hambre.
   Pues sí. Así estaban las cosas para el pobre Wilson. Y vosotros me preguntaréis: ¿por qué dices que Buck Wilson era un hombre con suerte? Un poco de paciencia, todo a su tiempo.
   Los días transcurrían monótonos y tristones para Wilson. Lo sorprendente era que en todo ese tiempo, aproximadamente una semana, nuestro héroe no había tenido noticias de algún desastre importante relacionado con su persona. Buck, aunque parezca estúpido, comenzó a preocuparse: ¿Estaría perdiendo facultades? Por un lado esta perspectiva le hacía sentirse aliviado; pero por otro estaba tan acostumbrado a vivir con su cruz, que un cambio le producía desasosiego y profunda inquietud. Después de tantos años, ¿sabría vivir de otra forma?
   Al cabo de un mes se dio cuenta de que seguía sin pasar nada en absoluto. Llegó a sospechar que había vivido durante años bajo la pesada losa de inculpaciones imaginarias, trastornos neuróticos, efectos pasajeros de la influencia negativa de la madre. Buscó la carta y la releyó. ¡Cuánto la odió! Era su madre. Ella le había convencido de que estaba maldito; en realidad nunca había ocurrido nada, todo era el producto de la imaginación calenturienta de una mujer histérica, que había mostrado una especial predisposición -se necesitaba tener mala leche- en trastornar  a su hijo.
   ¡Por fin se hacía la luz! Pero este descubrimiento merecía ser analizado con detenimiento. Así que se entregó a la pereza de sus meditaciones durante varios días más.
   Y así habría continuado, si no le llegan a despertar unos golpes en la puerta. Tras varios meses de tranquilidad, ¿quién se atrevía  a perturbar su sucedáneo de “descanso eterno,” que el se había ganado después de tantos años de resentimientos? No conocía a nadie que hubiera sobrevivido a su influencia. Sólo podía ser... ¡Era ella, sin duda! Pero, ¿cómo se atrevía a visitarlo después del daño que le había hecho? Se levantó como una bala, dispuesto a infligir a su madre el castigo merecido. Giró el picaporte con inusitada violencia y gritó:
-¿Cómo te atreves...?
   El insulto se le quedó helado en las cuerdas vocales. Dos hombres, impecablemente trajeados, con sendos maletines de ejecutivos, entraron en la habitación. Un hombre rubio y atlético inició la conversación, no sin antes mostrar unos dientes blanquísimos -¿una sonrisa?- que contrastaban muy bien con el frío azul de sus ojos claros:
-Le ruego que disculpe la brusquedad de nuestra intromisión, pero nos trae aquí una misión muy importante.
El hombre le interrogó primero con la mirada, como si se resistiera a formular la pregunta. Por último -era obvio que Wilson no era adivino- se decidió a plantearla sin ambages:
-¿Quiere usted a su país?
   La pregunta dejó perplejo a Wilson. Este aturdimiento fue interpretado por el intruso como una afirmación, lo que le animó a continuar:
-¿Daría usted su vida por su patria?- exclamó con cierta solemnidad.
  Con el tono sobraban las palabras.
-No entiendo. ¿Qué tengo que hacer?- consiguió balbucear Wilson totalmente desconcertado.
-Aquello es un paraíso- dijo el hombre rubio mientras le mostraba unas fotografías -. Mulatas preciosas, palmeras, playas de ensueño...
-No hay duda de que usted es el hombre apropiado -le interrumpió su compañero, un tipo pelirrojo de carrillos sonrosados.
-Comprendemos su asombro -retomó la palabra el tipo rubio-. Pero usted es el tipo ideal para poner a prueba el programa P.T.I. (Promoción Turística Internacional).
   Buck Wilson no entendía nada de lo que le decían. Pero el hecho indiscutible era que le ofrecían una estancia completa en un hotel de cinco estrellas con los gastos pagados en un país tropical. ¿Qué podía hacer? ¿Rechazarlo? No, no era tan estúpido como para rechazar semejante oferta. No más una duda le asaltaba: esta propuesta tan inesperada, tan fuera de lugar, ¿no tenía gato encerrado? Pero en sus actuales circunstancias, tan lamentables, tan desafortunadas, ¿qué podía perder? En cualquier caso, no podía encontrarse peor de lo que estaba.

martes, 8 de mayo de 2012

El Señor Teckel 13


Buck Wilson, un gafe con poderes sobrenaturales
13. Un hombre con suerte.
    He ahí el señor Teckel en su vida cotidiana. Hasta ahora sólo le ha movido la fidelidad fanática al señor MacKay. Entonces, ¿por qué un oficinista frío, gris y con vocación de felpudo se dejó llevar por un arranque amoroso y cortejó a la señora Pale? ¿Le empujó este sentimiento a desembarazarse de Wilson, el marido? No. La leyenda popular daba otra visión de la fuga de los amantes, al desvelar los delicados lazos íntimos entre la señora Pale y su anterior esposo. ¿Qué oscuro secreto los mantenía unidos? Escuchemos la voz autorizada de Grabe, nuestro oráculo doméstico:  
   “Buck Wilson era un hombre con suerte. Ya de niño había matado a su padre de un infarto, al gastarle una inocente broma infantil con la calabaza de Halloween. Pero este susto fue sólo un lúgubre anticipo de un porvenir luctuoso, que traería consigo secuelas cada vez más desastrosas. Su madre recibió un golpe en la columna -el pequeño Wilson se había impulsado con un columpio- y se quedó paralítica de por vida. Contagió a sus hermanos la tos ferina, éstos no sobrevivieron y quedó Buck como hijo único.
    En el colegio nadie quería jugar con él. No se sabía por qué, pero algo tan inocente como el entablar conversación con Wilson entrañaba riesgos imprevisibles. El pequeño Jack Donovan le dijo un simple “¡Hola!” y, al proferir la exclamación, tropezó y se rompió una pierna. A partir del supuesto “accidente”, ¿quién iba a atreverse a mantener una relación amistosa con un peligro público? Malas lenguas afirman que los profesores del instituto consintieron en su graduación, a pesar de sus pésimas calificaciones, con tal de quitárselo de en medio. Le ofrecieron una beca para estudiar en la universidad, que él, en un alarde de sentido común, rechazó. Su amigo, Peter Kallis, la recibió en su lugar y tuvo la mala suerte de fallecer, al poco de ingresar en Yale, en un accidente futbolístico. ¿Os imagináis lo que habría sido de Yale, si Wilson hubiera llegado a ingresar en la universidad? Si señor, demostró gran sentido común al negarse a ir a la universidad, y, gracias a su renuncia, los cimientos de Yale siguen intactos y la institución no ha perdido ni un gramo de su prestigio”.
    Si la universidad le había cerrado sus puertas, nuestro hombre, ¿qué podía hacer? Tenía que cumplir los deberes para con la sociedad y ganarse el pan honradamente, si quería llegar a ser un buen ciudadano. Por eso decidió meterse en una agencia de publicidad. Desde niño había demostrado un gran talento para el dibujo, y no puedo dejar de admitir que sus jefes se quedaron muy impresionados. Por fortuna, éstos no eran supersticiosos, porque a los pocos días de darse de alta en la empresa la agencia empezó a ir mal. Wilson se puso nervioso al anticipar las consecuencias, pero los jefes nunca sospecharon de él. Como muy bien reflejaban en un informe, Wilson era “un muchacho diligente y trabajador, y de trato muy agradable”. Pero, aunque en un principio no pensaban prescindir de sus servicios, la perniciosa influencia de nuestro hombre terminó por empujar a la empresa a los números rojos. Cuando se declaró la quiebra, Wilson tuvo que irse como todos los demás.
  Y entonces nos encontramos con nuestro hombre, deambulando por las calles sin saber qué hacer ni adónde ir -tranquilos, en la actualidad se encuentra a miles de millas de aquí-. Decide visitar a su pobre madre paralítica, quien -para eso es su madre- lo recibirá con los brazos abiertos. Al llegar a la valla del jardín le embarga una profunda tristeza, mezclada con un sentimiento de remordimiento: no hay un solo rincón del jardín donde alguien no haya sufrido un accidente fortuito; hasta donde recuerda su memoria, en su más lejana infancia, no hay un solo palmo de la propiedad que no guarde testimonio de alguna desgracia. ” Pero a fin de cuentas”, se dice, “es mi hogar. ¿Qué he de temer?”. Como recibimiento tiene la simpática acogida de un Dobermann que, aunque a distancia parece muy fiero, al acercarse Wilson huye despavorido. Éste se sonríe ufano por una vez de su poder. Su madre, al verlo desde la ventana de la cocina, grita aterrorizada a Frank, su nuevo marido: ”¡No dejes que pase! ¡No lo dejes entrar en la casa! La última vez que lo vi perdí un ojo. ¡Rápido, la escopeta! ¡Échalo de aquí!”
    A los pocos días recibió una carta de su madre, en la sombría habitación de un hotelucho destartalado y sucio de las afueras de la ciudad.
    “Querido hijo -decía la carta- estuve dispuesta a perder un ojo, no me pidas que pierda otro ojo por ti. Tú pensarás: ¡Qué madre tan desnaturalizada! No creas que no te quiero pero, ¡son tantos años de sufrimiento! ¡tantas maldiciones! Desde que eras pequeño, he intentado rehacer mi vida miles de veces. Pero tú sabes que había siempre algo que lo echaba todo a perder. Ahora, después de tantos años de calamidades (Dios me ha dado paciencia, pero no me ha dotado con la virtud de la santidad), he conseguido encontrar la paz con Frank. ¿Sabes lo que significa dormir por las noches con la tranquilidad de que al día siguiente no te vas a enfrentar a una nueva serie de calamidades? Eso vale para mí todo el oro del mundo. Te quiero y siempre te querré. Aunque he de confesarte que, cuando miro tus retratos, me corre un temblor por todo el cuerpo y tengo que santiguarme varias veces para tranquilizarme. Dime, ¿qué hemos hecho? ¿qué pecado hemos cometido para que Dios nos castigue así? Guardo algunos buenos recuerdos de cuando vivías conmigo. Te ruego que respetes mi soledad y me permitas que viva retirada con mis recuerdos los pocos años de vida que me quedan. Por lo demás, irás recibiendo noticias mías con regularidad a través de Frank. Te lo repito: no vengas a verme, déjame a solas con mis recuerdos. Si así lo haces te estaré eternamente agradecida. Con profundo dolor, se despide de ti:
Tu madre ”.
     Al terminar de leer la carta se sintió muy deprimido. Pero ésta traía consigo algo bueno: un cheque de diezmil dólares con la posdata: ”¡Por Dios no me lo devuelvas! Si no lo quieres, tíralo a la basura; pero no se te ocurra mandarlo de vuelta”. Con el dinero al menos podría sobrevivir durante una temporada, hasta que le saliera algo que le permitiera seguir adelante.