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domingo, 10 de diciembre de 2017

Tras el decorado. El castillo de Kafka como trampantojo.

En la novela de Zola, Germinal, un joven señala la inmensidad de las tinieblas y le pregunta al guardián del infierno, Buenamuerte, quiénes son los dueños de la mina:
                                    
-¡Eh! ¿Que de quién es todo eso?... ¡Vaya usted a saber!... De los accionistas...
Y con la mano señalaba en la oscuridad un punto vago, un sitio ignorado y lejano en el que habitaban aquellos para quienes estaban trabajando Maheu y los suyos desde hacía más de un siglo. Su voz había tomado un acento de temor religioso, como si hubiera hablado de un tabernáculo inaccesible, donde se adorara el ídolo al que todos aquellos hombres sacrificaban su vida, sin haberlo visto jamás.

Los mineros miran con miedo reverencial a la compañía, aureolada por un halo de misterio, el propio de un lugar sagrado. La empresa se yergue como tabernáculo de un Dios desconocido que provoca el temor y temblor de sus subordinados:

¿Dónde sería "allá abajo"? Sin duda París. Pero no lo sabían con seguridad: aquello se refería a un lugar lejano y terrorífico, a una región inaccesible y sagrada, donde estaba aquel Dios desconocido colocado en su tabernáculo. Jamás podrían verlo; no hacían más que sentirlo como una fuerza que desde lejos pesaba sobre aquellos diez mil obreros de Montsou y, cuando el director hablaba, no era más que el oráculo por boca del cual se expresaba aquella fuerza oculta.”. Émile Zola. Germinal.

En el templo de Jerusalén el tabernáculo era un recinto sagrado, envuelto en la oscuridad, en el que se escondía el mismísimo Dios, del que apenas se entreveía una sombra a través del velo que lo separaba del resto del mundo. Como dice Lisón Tolosana en La imagen del Rey: “El poder no se ve, ni se toca ni se oye [...]” Por eso aquellos diez mil obreros de Montsou, aunque no lo veían, no hacían más que sentirlo “como una fuerza que desde lejos pesaba sobre ellos”.
En este episodio que aterra a los mineros aparecen dos efectos teatrales que se repetirán en las escenificaciones del poder: la oscuridad y un horizonte lejano que provocan el temor a una fuerza incognoscible. En el Monte Sinaí, donde Yahveh entregó los mandamientos a Moisés, ya contamos con estos dos elementos. Este dios astuto se parapeta en la cúspide de un monte entre unas nubes tormentosas. La lejanía de la montaña y de las nubes lo torna inaccesible, ciego a la mirada. De este Dios solo intuimos su furia a través del manto tormentoso o de esa voz de trueno. La parte visible, el manto de nubes, invita a temer la invisible. 
Con el tiempo esta puesta en escena del monte Sinaí presenta distintas variaciones secularizadas: un castillo, un palacio de justicia o la sede de la compañía minera. El atrezzo es el mismo: Una montaña, torre o edificio imponente que ofrece una parte a la vista que intimida al visitante por su desmesura. Como toda construcción vinculada al poder (ya sea un castillo, un banco o un palacio), la fachada majestuosa está destinada a anonadar al espectador, que se siente una hormiga frente al poder, magnificado por las proporciones del edificio. Y es que la fachada tiene como finalidad sugerir que es más terrible lo que no se ve, lo que se esconde en el tabernáculo.
¿Y que oculta el edificio? “Un terror de íntimo espanto, que nada de lo creado, ni aun lo más amenazador y prepotente, puede inspirar.” Rudolf Otto. Lo sagrado.
El miedo a lo sobrenatural, a criaturas demoníacas o divinas, es la base del poder. Estos edificios tienen la capacidad de petrificar a sus observadores como la mítica medusa.  No obstante, con el tiempo el temor no disuade a los curiosos. Para eso se crea un ceremonial tomado del Levítico que levanta barreras entre el simple mortal y estos lugares sacralizados:

Lo sagrado es peligroso, “tremendum”; debe ser respetado, protegido, aureolado de inaccesibilidad, vetado. El tabú circunda, establece fronteras y trabas, determina límites, crea un estrecho círculo mágico, aísla con etiqueta, ceremonias y ritual [...] Lisón Tolosana. La imagen del Rey.


En El Castillo de Kafka, el agrimensor nunca accede al castillo, porque infinitos velos en forma de rituales y jerarquías impiden su entrada en el edificio sagrado. Se ha interpretado esta obra como una parábola del estado totalitario o de la burocracia absurda; consideremos, no obstante, que Kafka vive en el Imperio Austrohúngaro, un país acartonado que sobrevive gracias a la retórica del poder de los Habsburgo. Según este código recogido en La imagen del rey, no se penetra en el palacio por derecho propio, sino por las exigencias del protocolo. Cada uno, incluso los funcionarios menores, ocupa un lugar en el castillo dentro de “un código regio que define el rango personal del visitante, según una tabla de convenciones explícitas y socializadas.”  De este modo, en el palacio real, “hay criados y burócratas menores que sólo ocupan ciertos patios y zaguanes, los corredores a sus despachos o tránsitos a las cocinas sin que ninguno de ellos pueda pasar del primer descanso de la escalera principal”. Estos sirvientes no lograrán sobrepasar estos corredores o despachos dentro del mismo palacio y, por tanto, ese será su acercamiento al rey, del que nunca atisbarán su silueta. De manera similar, el mensajero de El Castillo sólo conoce una mínima parte del edificio, el lugar donde espera los mensajes, un estrecho pasillo donde trabajan los funcionarios en su subsecretaría, detrás del cual hay otras subsecretarías que tal vez precedan a nuevas subsecretarías.
Cuanto mayor sea la diferencia jerárquica, mayor será la ritualización aisladora y más consistente e impenetrable el tabú” (La imagen del rey). El agrimensor pertenecería a la categoría de los sin cargo, cuyo acceso al palacio está vetado porque así lo exige el protocolo. El acusado de El proceso formaría parte de la misma clase, pues tampoco logra superar una habitación, la propia de su estatus:

Vuelva a su habitación y espere. El procedimiento está en marcha y lo sabrá usted todo en el momento opor­tuno.

Sin embargo, sabemos que algunos afortunados logran entrar en palacio. Pero lo hacen a través de vericuetos. Según Lisón Tolosana, para llegar hasta el rey: “también podía indefinidamente alargarse el espacio en recorrido laberíntico para recibir a un embajador o enviado regio con el fin de deslumbrarle haciéndole pasar por numerosas salas.” En una novela de Balzac de tema similar al artículo Vuelva usted mañana, un industrial pide audiencia a un ministro. Durante varios meses, este no está disponible y el incauto solo logra su propósito al asistir a una función de ballet, porque la primera bailarina, que es amante del ministro, actúa de intermediaria entre ambos. En El proceso, también se hace referencia a una situación parecida, el agrimensor se hace amante de Frieda porque piensa que, al ser la querida del mayordomo, le abrirá las puertas del castillo. El toque kafkiano consiste en que ni aún así el agrimensor logra sus propósitos.
¿Y qué hay detrás de este código del poder, de ese protocolo? Según Hasek, compatriota y contemporáneo de Kafka, incompetencia y estupidez:

El juez militar de instrucción Bernis [...] solía perder el material de la acusación y se veía forzado a inventarse otro nuevo: Confundía los nombres, perdía el hilo de las acusaciones y tejía otro, lo que se le ocurría. Condenaba a desertores por robo y a ladrones por deserción. Estaba complicado incluso en procesos políticos que no eran más que pura fantasía. Hacía los más inverosímiles juegos de manos para culpar a los acusados de delitos que éstos jamás hubieran podido soñar. Inventaba delitos de lesa majestad y a aquellos cuya acusación se había perdido en ese impenetrable caos de expedientes y demás escritos los condenaba por cargos que él mismo imaginaba.  Jaroslav Hasek. Las aventuras del valeroso soldado Schwejk.


Si el personaje de Kafka, en la tradición calderoniana, ignora la naturaleza de su delito y su juicio nunca se celebra; el escritor satírico Hasek  insiste en que no hay nada misterioso en ello: la acusación es confusa por la incompetencia del juez, y el proceso se dilata por la rivalidad entre funcionarios que entorpecen la resolución del juicio:

Ya hacía tiempo que entre él (Bernis) y el capitán Linhart reinaba cierta enemistad, enemistad en la que ambos eran extraordinariamente consecuentes. Si llegaba a manos de Bernis un expediente que pertenecía a Linhart, Bernis lo traspapelaba y nadie podía encontrarlo. Linhart hacía lo mismo con los expedientes que pertenecían a Bernis. Se perdían mutuamente los documentos.  Jaroslav Hasek. Las aventuras del valeroso soldado Schwejk.

Esta interpretación burlona también aparece en Kafka, cuando señala en El Proceso que los códigos sobre la mesa del juez de instrucción son libros pornográficos. Con esto, nuestro autor pone en entredicho la naturaleza del edificio: ¿Está el acusado en un verdadero tribunal de justicia? Pero donde profundiza en esta desmitificación es al contemplar el castillo:

En conjunto, tal como se mostraba allá a lo lejos, no respondía el castillo a la expectativa de K. No era ni un antiguo burgo feudal, ni un suntuoso palacio nuevo, sino una planta extensa que se componía de pocas construcciones de dos pisos y de muchas construcciones bajas que se estrechaban unas contra otras; de no haberse sabido que era el castillo, hubiera podido tomárselo por un pueblecito. Franz Kafka. El Castillo.

El castillo no es ningún lugar sagrado, sino un trampantojo, porque ni siquiera es una fortaleza. Sin embargo, aun nos queda una pregunta: ¿Hay algo detrás del decorado o se agota en el simple espejismo?
Para responder a esta cuestión, recordemos la etimología de la palabra misterio. Mysterium equivale a “trato secreto, recóndito, oculto”, y por eso puede recibir también la acepción de “embaucar, estafar”. Esta raíz se conserva todavía en el alemán munkeln (susurrar), y mogeln ( hacer fullerías en el juego).
¿Hacer trampas en el juego? Esto nos plantea la duda de si el templo con su tabernáculo no es más que un embuste. Para ilustrar este apartado comentaremos una obra clásica infantil: El Mago de Oz. Esta es una parodia de la Biblia en la que aparecen todos los atributos del dios judío. El mago, una especie de demiurgo, adopta distintas formas delante de cada personaje: frente a Dorothy se presenta como una cabeza gigantesca; ante el espantapájaros, como una bestia brutal; ante el león, como una bola de fuego. Las citas bíblicas son evidentes: la bestia del trono de Ezequiel y la zarza de fuego de Moisés y Aarón.


El mago les pone una condición a estos personajes para el cumplimiento de sus deseos: deben matar a la bruja malvada.
Cuando los tres protagonistas cumplen su misión, piden audiencia al mago. Pero este los hace esperar durante varios días.
Tras algunas amenazas del león, finalmente este los recibe en el salón del trono, en donde nadie entraba, “cada uno de ellos esperaba ver al Mago adoptar la forma de la vez anterior, y todos se sorprendieron muchísimo al mirar a su alrededor y no ver a nadie en la gran estancia ... pues el silencio era más inquietante que cualquiera de las formas en que se presentara Oz anteriormente.
Al fin oyeron una voz solemne que parecía proceder de un sitio cercano al punto superior de la bóveda.
-Soy Oz el Grande y Terrible. ¿Por qué me buscan?
De nuevo miraron hacia todos los rincones del salón, y luego, al no ver a nadie, Dorothy preguntó:
-¿Dónde estás?
-En todas partes -respondió la voz-, pero soy invisible para los ojos de los mortales comunes. Ahora iré a sentarme en mi trono para que puedan conversar conmigo.
En efecto, la voz pareció llegar ahora desde el trono, de modo que todos marcharon hacia allí y se pararon formando fila ante el gran sillón.”
El mago se niega a cumplir su promesa y entonces “al León le pareció que no estaría mal darle un susto, de modo que dejó escapar un tremendo rugido, tan feroz y espantoso que Toto saltó alarmado y fue a dar contra el biombo que había en el rincón, haciéndolo caer. Al oír el estrépito, los amigos miraron hacia allí y en seguida se sintieron profunda­mente asombrados al ver, en el sitio que hasta entonces ocultaba el biombo, a un viejecillo calvo y de arrugado rostro”. Lyman Frank Baum. El Mago de Oz.


El perro Toto descorre la cortina y nos descubre el decorado: Detrás de las nubes tormentosas y la voz de trueno de Yahveh, de los castillos inaccesibles y los tribunales laberínticos se esconde el mago de Oz, un burdo imitador con trucos de ilusionista. El gesto inocente del perro nos desvela que el dios del tabernáculo es un simple embaucador con dotes de ventrílocuo y que gracias ellas convenció a sus habitantes de su omnipotencia y omnipresencia.

Con esta habilidad se ganó esta reputación ante una comunidad de creyentes que, pese a las evidencias, cierran ojos y oídos (mistifican) o se ponen gafas de cristales verdes para sostener contra viento y marea que la Ciudad Esmeralda es de este color y que existe el Mago de Oz.

viernes, 28 de abril de 2017

Hipnotismo y reencarnación.


En el cuento de Hoffmann El hombre de arena, el protagonista identifica a Coppelius con un personaje mítico que arranca los ojos a los niños. Años más tarde, este se reencuentra con su pesadilla, solo que ahora, cuando teme perder la visión, el monstruo le ofrece unas inofensivas gafas. En la obra del mismo autor La ventana del primo, el protagonista, postrado en una cama, es capaz de ver escenas surrealistas a través de un catalejo que le revela los pensamientos íntimos de los observados. En mi novela Oxforbridge, el doctor Tuhmahul es “un oculista de prestigio que no operaba sino que obraba milagros, por eso lo llamaban el Doctor Maravillas”. ¿Cómo lo hacía? Operándolos, de este modo cambiaba su concepción del mundo. Tal vez Coppelius no arrancaba los ojos, pero inducía a unos delirios que te llevaban a la ruina. Los admiradores del doctor Tuhmahul, en cambio, no llegarán a esos extremos. Simplemente se convertirán en partidarios de un sistema educativo, inspirado en el Código de Hammurabi.
En las Bildungsroman, la vida nos proporcionaba un molde para el aprendizaje. Cualquier acontecimiento de nuestra existencia, por nimio que fuera, formaba parte de un elaborado currículo educativo. El resultado: la estatua viva del olímpico Goethe. En la actualidad, el mortal común ha de ser un pequeño Goethe que, a través de interminables cursos de reciclaje, se vaya metamorfoseando con el paso de los años. En Oxforbridge se acorta este tiempo de aprendizaje gracias a un magnetizador que, con el trance hipnótico, permite ampliar el estudio en las horas de sueño, ya que la vigilia no basta para nuestro vasto plan de estudios:

“Entra un tipo con unos ojos abisales, el doctor Tuhmahul, quien nos va a hacer una demostración de los principios de sugestoidiopedia que se aplican en Oxforbridge. Junto al mago, un muchacho bien vestido. Este se sienta en una silla y observa en las paredes unas imágenes secuenciales. De pronto se entenebrece la habitación y suena una música relajante. Los focos iluminan la mirada aguda del doctor, quien, antes de actuar, contempla su entrecejo en un espejo para recargar su energía magnética. Acto seguido, mira fijamente a los ojos del alumno y, gracias a su voz profunda, secundada por la música y la penumbra, el joven entra en trance hipnótico. Entonces el maestro le pone unos auriculares en los oídos, con los que este estudia mientras duerme un curso intensivo de japonés, y ya va por el nivel veintisiete, todo ello haciendo horas extras por las noches. En las paredes, imágenes de samurais sobre las distintas unidades didácticas y, de fondo, una canción japonesa tradicional acerca de los mismos temas. Cuando el alumno despierta, habla con desenvoltura el idioma y además, como está incluido en el lote, domina a la perfección el Kárate y el Kung Fu. Un oriental del público se pone a hablar con él y a practicar artes marciales, y exclama: “habla con la misma soltura que un tokiota y domina las técnicas de un samurai”. Gloria (la pedagoga) explica las ventajas de este sistema de aprendizaje. La jornada laboral se podría prolongar las horas de sueño, aportando por las noches un sueldo extra a muchas familias. Además, miles de problemas irresolubles en las horas de vigilia se llegarían a aclarar con la ayuda de las ondas alfa del cerebro, del que despiertos solo utilizamos un diez por ciento.
El público aplaude con entusiasmo la demostración de sugestoidiopedia. Al poco entra otro profesor. Este es tan silencioso y reservado como un cartujo y, como Jano, muestra dos rostros: uno que mira a su público y otro, al vacío. Cinco alumnos aguardan sus clases, mientras su mirada se pierde en el infinito. Tras un rato de espera, les suelta tres o cuatro frases pausadas y vuelve a su mutismo. ¿Está profundizando en los misterios del cero, cero, cero? No explica nada más y guarda su silencio como un valioso tesoro para que sus alumnos descubran la verdad por sí mismos. El origen del término alumno en latín es “sin luz”: el que está a oscuras y debe ser iluminado por el maestro. Ya es hora de que los “alumnos” se alumbren a sí mismos y no tomen una luz prestada. Es esta una variante del método socrático que puede conllevar secuelas extraordinarias. Con este procedimiento revolucionario los enfermos de corazón no necesitarían cirujano, porque aprenderían a aprender a operarse a sí mismos, lo que supondría un ahorro notable a la Sanidad Pública.”  Joaquín Huguet. Oxforbridge. Teatro de las maravillas.
¿Es posible el autoaprendizaje? Con el talismán apropiado no hay nada imposible. Circulan libros milagro: Aprenda inglés en una semana; Piense y hágase rico: Enriquecimiento rápido a través del pensamiento positivo. Siguiendo esta tradición, en Oxforbridge, al averiguar el antepasado transmigratorio del alumno, recuperaremos el alma de los antiguos genios que se han perdido en las sucesivas y caóticas ruedas de la reencarnación:
Oxforbridge era un centro famoso por cultivar a genios amnésicos. Este santuario del saber hacía fluir por las venas del alumnado el espíritu de los sabios de antaño, porque habían sido bendecidos con ciencia caída del cielo. Estas palabras no eran una metáfora sino un estado de gracia en el que el poder de la atracción jugaba un papel determinante. El monumento de la entrada ilustraba este milagro fundador: Newton era abatido por una manzana junto a Luminoso, quien, tras estrellársele un ladrillo en el cráneo, lograba descifrar el lenguaje de las estrellas y construía todo un zooinstituto con esa primera piedra filosofal. Entre los dos  prohombres, la figura mediadora de san Molondrón ejercía su autoridad con su enorme testa. El firmamento les había proporcionado dos revelaciones. Al primero, la teoría de la gravedad; al segundo, el horizonte infinito de la sapiencia transmigratoria.
En este centro estudiaban grandes figuras que habían olvidado su sabiduría al alunizar accidentalmente en un cuerpo ajeno a través de sus confusos viajes astrales. Bastaba con descubrir el genio de la antigüedad dormido en su cerebro para que estos desmemoriados, fieles reencarnaciones de Galeno, Platón o Einstein, recuperaran gracias a la aceleración trance–hipnótica las experiencias de sus vidas anteriores y con unos meses en órbita se graduaran como lumbreras.” Joaquín Huguet. Oxforbridge. Teatro de las maravillas.


No obstante, Ricardo Signes, en su novela Zapatos de ante azul, se muestra escéptico con estos conocimientos trasmigratorios y nos sugiere una exégesis del renacimiento que sorprendería al autor de La metamorfosis. En ella se combinan las reencarnaciones en un mismo plano y las vidas paralelas:

“- [...] ¿qué sentido tiene que un tío que ha estado toda su vida fastidiando, cuando muera se reencarne en cucaracha? ¿Dónde está la lección? Si por lo menos se diera cuenta de que su existencia es una mierda ganada a pulso por lo hijoputa que ha sido en su vida anterior... Además, ¿cómo debe portarse una cucaracha para promocionar en su próxima reencarnación? He estado pensando en esto y así no le veo ningún sentido. Por mucha reencarnación que haya, la vida es el mismo derroche. Lo único que se me ocurre es que exista una  conciencia que nos recuerde quién fuimos. Pero, ¿dónde está esa conciencia?
-Eso, ¿dónde?
-No lo sé, pero para mí que la frustración puede ser una pista, algo así  como una ventana por donde podemos vislumbrarla. Por ejemplo, Doli desea un cuerpo de mujer, ¿no? Pues eso puede significar que antes, en otra vida, ha sido mujer, y como quiere serlo otra vez, se puede decir que su actual reencarnación es un paso atrás en su camino. Pero esto es hablar por hablar, porque sólo uno podría intuir sus propias reencarnaciones, aunque en algunos casos no parece difícil reconocer transmigraciones negativas, en tipos como Baltasar o Bolos, por ejemplo.
-Vale, pues si tomamos la trasmigración desde el final, podemos interpretar  todas las reencarnaciones de todas las personas, es decir, todas las vidas vividas y por vivir como diversas manifestaciones de lo mismo que, a la larga, conducen a lo mismo. Es por eso que, visto así, el tiempo no importa mucho, y uno podría reencarnarse tanto hacia adelante como hacia atrás, e incluso coincidir con una reencarnación anterior o posterior, no sé si me explico.
-Perfectamente.
-Por eso decía que Bolos o Baltasar pueden ser la misma persona.
-¡Ya!
 Y por eso mismo podría ser él también una reencarnación de Elvis. O a lo mejor es incluso al revés, que Elvis es una reencarnación suya.
-Sí, claro, eso si dejamos de lado el pequeño detalle de cuando Elvis murió yo tenía diecisiete años.
-Ya he dicho que el tiempo es reversible y que puede haber caminos paralelos que harían posible esas coincidencias.” Ricardo Signes. Zapatos de ante azul.

jueves, 23 de febrero de 2017

Signes, el magnetizador. A propósito de “Kafka me mira”.


Como soy me quedo: si joven, joven; si viejo, viejo.
Tengo ojos y no veo, orejas y no oigo, boca y no hablo.
Nada malo he hecho y, sin embargo, me ahorcan. 

 Dice Signes en su artículo Kafka me mira: “Hace años que Kafka no me quita ojo cuando escribo en la mesa de mi cuarto. A veces logro olvidarme de él, pero cuando me doy la vuelta, siempre chocan nuestras miradas...” ¿A qué vienen estos remilgos de colegial? Esperábamos de quien ha batido el cobre contra los monstruos de Bomarzo que mirara de frente a la quimera. En otros tiempos, no le espantaban bohemios ni bichos de fea catadura. En su entrada Kafka /Elvis, comenta de los avatares del checo, Gregorio Samsa y K.: 

En "La condena", "El castillo", "El proceso" o "La metamorfosis" sus protagonistas, agobiados por el rigor de la ley, corretean en busca de salida como insectos huyendo de la rociada exterminadora de Fogo o Cucal.

Esta vez, sin embargo, no le valen Fogo ni Cucal, ni el más sofisticado Raid, que los mata bien muertos. Para justificar esta actitud pusilánime, Signes esgrime una pobre excusa. La amenaza no es física. Según su psiquiatra, la mirada de Kafka es una proyección fantasmal debida a una introspección traumática en mi subconsciente.
Yo les revelaré los rostros de su proyección fantasmal, son el bueno, el malo y el feo. Una mirada de estas sí que te atraviesa tus ojos: tus gafas, el cristal del marco de la fotografía, tu mirada o tu cogote.


Son imágenes tomadas de los Spaghetti Western, a los que en España se les bautizaba con más tino como Chorizo Western, puesto que se rodaban en Almería.  Un grajo me ha susurrado que las balas eran de fogueo. Lo que de verdad mataba eran las miradas. Y es que esos vaqueros escupían para protegerse del mal de ojo. A esta luz se entiende lo del loquero que asperjaba saliva, lo hacía como escudo contra el malocchio (mal de ojo), o quizás era una proyección fantasmal del tal Signes: el feo y el malo  habían cruzado la pantalla para dejarlo aún más guapo, lo que originaría la leyenda de Signes, el errabundo. Claro que nosotros no veíamos cómo los vaqueros se santiguaban; esto era elipsis narrativa, se sobreentendía. No olvidemos que estos pistoleros eran italo-españoles disfrazados y que, bajo los andrajos, vestían sotana negra, con rosarios, detentes y escapularios contra el mal de ojo.


He dicho que las armas eran de fogueo. No así la de Signes, que estaba magnetizada (nosotros, en castizo, diríamos bendecida), como desvela en El asesinato en el comité lector, en el que un escritor frustrado pretende convencer al editor con unos argumentos infalibles para un catalán: un encendedor con forma de pistola con dos adornos en la culata: una imagen de la Moreneta y el escudo del Barça (“La gran ilusión.Asesinato frustrado en el comité lector”. Página 35. Huerga y Fierro editores,1997).
  Ignoramos si la Moreneta doblegaría la voluntad del editor autóctono. Lo que sí sabemos es que Mesmer magnetizaba instrumentos para embrujar a través de la música, y que el ambiente que creaba para conseguir el paroxismo de sus pacientes  se asemejaba al de una moderna sala de cine, solo que en la actualidad sustituimos la cubeta mágica por la pantalla:

Las ventanas están veladas con cortinas para crear un claroscuro crepuscular; gruesos tapices y alfombras amortiguan el sonido; [...] por eso, en el cuarto mágico de Mesmer los sentidos de la vista, el oído y el tacto son activados y estimulados a la vez del modo más refinado. En el centro de la alta sala se halla la gran cubeta mágica [...]
[...] En este recogido silencio, resuenan, procedentes de la estancia vecina, apenas audibles, acordes de piano o tenues voces corales; a veces el propio Mesmer toca su armónica de cristal, para calmar la excitación con dulces ritmos o aumentarla con otros más penetrantes. Así, durante una hora, el organismo se carga de fuerza magnética [...]

Zweig Stefan. “La curación por el espíritu”. Páginas 90-91. Acantilado.

A los pacientes sometidos al magnetismo: el ruido más insignificante, inesperado, los sobresalta, y hemos observado que los cambios de tono y de ritmo en las melodías tocadas al piano influyen en los enfermos, de modo que un movimiento acelerado los estimula aún más y aumenta la impetuosidad de sus accesos nerviosos (“Ibídem”, página 99). En La muerte tenía un precio, una música refuerza el efecto magnético de esos ojos ígneos. Y si no me creen, escuchen el conjuro musical de Ennio Morricone y díganme si aguantan la mirada de Lee van Cleef, tras escuchar estos arpegios diabólicos.




Hay algo deforme en las miradas biliosas, graníticas, de estos spaghettis; no así en la de Kafka que tiene ojos y no ve, como dice el acertijo. ¿Hemos dicho graníticas? Estas son las de una estatua, las de un ciego. Según la tradición los invidentes y los niños no pueden aojar. Signes disiente en su relato Los ángeles caídos, en el que un enfermero cuida a un paralítico ciego:

Sus ojos, de un brillo opalino parecido al de algunos animales disecados, eran como las de esos modelos de las vallas publicitarias que siempre te devuelven la mirada; pero entonces no me di cuenta de que estaban muertos [...]


Esos ojos opalinos, los del retrato de Kafka, serían los que le devolverían la mirada a Signes, en un enfoque que congela el fluir de las horas y diseca al observador incauto en su reflejo. En El hombre de la cámara (“La gran ilusión”, páginas 99-100), el protagonista intenta detener el tiempo con una cámara que reconstruye, a través de miles de instantáneas, los hilvanes de una vida. El fotógrafo obliga a su madre moribunda a que realice labores domésticas, porque las fotografías oficiales apenas presencian motivos festivos, como bodas y bautizos. Gracias a esta afición, sabemos gráficamente cómo Signes convirtió al alcalde de Marea en su compañero psicopompo, Sónic, quien, como buen chihuahua-Xólot comenzó a actuar como guía del inframundo. Así se entiende su mano izquierda para franquear el más acá y el más allá. Veamos los pasos de esta metamorfosis:


La tradición sugiere dos maneras de aojar: una, a través de la mirada envenenada, el mal aliento y la respiración pútrida; otra, a través de las palabras- cabalísticas- aparentemente positivas. En cristiano: para echar mal de ojo a una persona hay que halagarla hiperbólicamente o admirarla, como en un relato de Signes, titulado Apoteosis de Big Cretino, en el que La Sociedad para el Fomento y el Turismo de Marea, la Caja de Ahorros de Marea, el Club de Fútbol Atlético Maréense, la Agrupación Folclórica Aires de Marea... y, en general, todo el pueblo de Marea homenajea públicamente a su alcalde:

-Una excelente persona, con un gran sentido del humor, mejor amigo, incluso, que hombre de negocios.
- BC es el prototipo del caballero español, con todas sus virtudes y ninguno de sus defectos.
 
Que culmina con un himno a Big Cretino:

Big, tú eres grande.
Big, tú eres bueno;
el faro que ilumina
el futuro de este pueblo

La mañana que llegaste
en el cielo hubo dos soles [...]

La gran ilusión. Apoteosis de Big Cretino”. Páginas54-62. Huerga y Fierro editores, 1997.

Del genio cabalístico de Signes dan fe cuentos como este.  Mas, ¿cómo se inició en la carrera de magnetizador? Él mismo revela en Kafka me mira que recogió publicidad de un hipnotizador. He leído ese escrito y he sido testigo de cómo lo puso en práctica. El opúsculo de marras se titulaba El Manual de magnetizador  y aconsejaba:

Todas las mañanas, al levantarse, póngase frente al espejo y fije su mirada en el entrecejo de su propia imagen.

Cuente mentalmente hasta diez, mientras hace una inspiración profunda. Luego, expire lentamente siempre con la mirada en el entrecejo, también contando mentalmente hasta diez.

Le sorprendí un día contemplándose fijamente el entrecejo en la pantalla del móvil y, al poco tiempo, frente a un escaparate, mientras contaba hasta diez, incluso hasta cuarenta, e inspiraba profundo. Luego, observé que no me miraba fijo a los ojos sino al ceño y que, cuando le daba la espalda, sentía una opresión en el cogote. Sobre esto último el opúsculo aclara:

La mirada magnética produce una especie de corriente de transmisión del pensamiento a otras personas. El punto vulnerable para influenciarlas es dirigir nuestra mirada magnética al entrecejo, si la persona está de frente o en la nuca si está de espaldas.

¡La nuca! Signes insistía en ir a cines y teatros. Yo la creía una afición inocente, pero palidecí al leer en el texto de marras:

Le recomiendo practicar en cines o teatros, fijando la mirada en la nuca de quien esté delante hasta lograr que gire la cara hacia usted. No debe preocuparse si la persona se resiste una o diez veces. Insista. La insistencia lo llevará a la victoria.

En el magnetismo se da una influencia celeste: los giros de los planetas se corresponden con los de los ojos, que se salen de sus órbitas bajo el influjo sideral. Afortunadamente, en esta etapa temprana, Signes no era un magnetizador consumado, por lo que apenas lograba que los órganos visuales de sus víctimas se desmadraran. No obstante, para ser un principiante, obtuvo unos resultados muy prometedores. Los ojos, sin llegar a salirse de sus órbitas, se quedaron a mitad camino:



Así quedaron los incautos que se atrevieron a sostenerle la mirada al magnetizador. Ni siquiera un bebé se libró de sus evil eyes.
Nada que ver con talentos avanzados como Mesmer o Puységur. Zweig, en su libro La curación del espíritu, cuenta cómo una niña ciega sufría contracciones convulsivas de sus ojos, que se salían de sus cuencas. “Es como si quisieran perforarme y sacarme los ojos”, decía la paciente de Mesmer. Este mismo temor a perder la vista se repite en un cuento de Hoffmann. El protagonista está obsesionado con una leyenda de su infancia, El hombre de arena:

Es un hombre malo que viene a ver a los niños cuando no quieren dormir, les arroja puñados de arena a los ojos, haciéndolos saltar ensangrentadamente de sus órbitas; luego se los guarda en una bolsa [...]

En Los ángeles caídos, Signes expresa ese mismo temor. En el relato nos cuenta cómo un enfermero cae víctima de un paciente fallecido, un ciego. La visión espectral de su aura, que Paracelso identifica con un desdoblamiento psíquico del cuerpo humano, lo abisma en la ceguera:

En un primer impulso quise gritar, retroceder, huir, pero no pude. De uno de sus ojos emanaba una luz amarilla, intensa, que recubría su cuerpo de un aura que le hacía parecer como si levitara. Mi mirada pronto quedó atrapada por aquella luz y, aunque quise -creo-, ya no pude apartarla, me atraía hacia ella como si me fuera a absorber; esa mirada, el vórtice fatal de un torbellino, de mi vida, de mi desgracia.


En su interpretación de El hombre de arena, Freud ("Lo siniestro") atribuye ese miedo al complejo de castración. Nosotros pensamos que está vinculado con el robo del alma, del hálito vital. No olvidemos que los ojos son las ventanas del espíritu. A propósito de esto, dice San Isidoro en Las Etimologías:

Los ojos son los sentidos más cercanos al alma; en los ojos aparece el indicio del interior y los movimientos del alma. Se les dice también lumina, luces, porque de ello sale luz, bien porque en el fondo tienen la luz encerrada o ya porque difunden la luz recibida de afuera.

Volviendo a Los ángeles caídos, la mirada maligna del ciego se desdobla en un aura que va absorbiendo al enfermero, lo va secando hasta vaciarle el alma dejándole sin lumina, sin ojos. Algo similar a lo que sucedía en la película Pánico en el Transiberiano:  


¿De dónde sacaban la energía los magnetizadores? Según Mesmer, de las terminaciones nerviosas de su cuerpo. Schreber, un juez alienado, añadía que esos nervios estaban habitados por hombrecitos, de los que Dios se apoderaba cuando morían; porque el Todopoderoso está formado por los nervios de los difuntos. 
¿Y Signes? Al principio creí que hacía honor a su leyenda -Signes, el errabundo-, y recargaba su energía vagabundeando frenéticamente por todos los rincones, como los conejitos Duracell. Hasta que un día, al chocarle la mano, me sorprendió una sacudida eléctrica. Eso me dio una pista. Existen unos peces que emiten señales de onda continua, generadas por un órgano especial tubular. El problema era: ¿cuál era el de nuestro magnetizador?
Silencio. Llegado a este punto, solo me está permitido mostrar una imagen:


Digo que me está vedado, porque la divulgación del envés del secreto ha sido la fuente de mi agonía. Ya he mencionado antes el respeto que le inspiran los ciegos a mi hipnotizador y yo, como miope avanzado, me contaba hasta entonces entre los privilegiados. Al principio, bastaban precauciones mínimas como espejitos quebrados, ojos de Horus, nóminas, estampillas de santos y, lo más importante, pisar sus zapatos de ante azul. Luego Signes, como hábil ladrón de tesoros, se fue colando en mi subconsciente. La pesadilla se repetía con la fatalidad del reloj. Yo era un papel en blanco, en el que una mano invisible escribía una entrada titulada: Signes, el magnetizador. De pronto, una cabeza con el cabello corto y rizado iba borrando lo que yo garrapateaba en balde una y otra vez. Eso durante varias veladas. Hasta que una noche, unos ojos legañosos y sanguinolentos desbarataron mi artículo, y me obligaron a balbucear unas palabras que me convirtieron para siempre en una proyección fantasmal de sus zapatos.