EN ESTA PÁGINA ENCONTRARÁS INFORMACIÓN SOBRE DOS NOVELAS DE MISTERIO: SOMBRAS DE CRISTAL Y EL SEÑOR TECKEL

martes, 14 de junio de 2016

Oxfordbrigde. El teatro de las maravillas 5.



5.  El fantasma del faraón.

    En las semanas posteriores, un miembro del Departamento de Poesía Aplicada amaneció con una mejilla hinchada. Al principio lo tomaron por un flemón.  Luego contó que, en la oscuridad, cerca del Departamento de Orientación, sintió el peso de una mano callosa y fría, como un guantelete. Del golpe, sus gafas psicodélicas, idolatradas en el zooinstituto, se convirtieron en una escultura vanguardista. Esto  hizo dudar si el agresor era Usthiasuk o un artista revolucionario que estaba ensayando nuevas técnicas.
Uno de nuestros mejores estudiantes, experto en papiroflexia, llevaba a cabo un experimento con una mosca: le arrancó las alas para ver si podía volar. Cuando comprobó que era una inútil, la montó en un avioncito de papel para descubrir qué sentiría la aviadora en un vehículo supersónico. Nunca sabremos cómo acabó tan interesante prueba: una mano invisible, una mezcla asquerosa de vendas apestosas y plomo, le atizó un guantazo que lo dejó en blanco durante dos semanas seguidas.
     Pero lo que colmó el vaso fue lo que los eruditos consideraron la segunda   tragedia cultural más grave desde el incendio de la Biblioteca de Alejandría: la destrucción de La Biblioteca Benigno Luminoso de las Metaciencias Educativas. Se especula que el fantasma de Usthiasuk, que rondaba por los alrededores, estaba detrás  de estas maldades. Algunos libros ardieron misteriosamente y se perdieron cientos de pedagogía, espiritualidad, autoayuda y márketing. Entre ellos se mencionaba  una obra maestra de la metaciencia educativa: El aula celestial. Del colegio ideal a las divinas enseñanzas piscopedagógicas del Doctor Benigno Luminoso, y eso a pesar de que se habían tomado todas las precauciones para protegerlo. El libro estaba envasado al vacío, es decir, estaba guardado en una vitrina de la que se había extraído el aire a conciencia. Era una primera edición, una joya bibliográfica que solo aquellos orientadores consagrados podían consultar tras muchos años de entrega a las metaciencias educativas. La urna estaba presidida por un retrato de Benigno Luminoso. ¡Cuánta grandeza se esconde detrás de hombres aparentemente anodinos! Nadie habría imaginado que tras ese rostro redondo, manso y algo cetrino, de mirada desvaída, calva sebosa y protuberante, se parapetaba un genio creativo y fundador, el Descartes de la Psicopedagogía Avanzada. La  secretaria del Departamento de Animación Ludicoeducativa (DAL) estaba pasando a ordenador una conferencia de la doctora Cárdenas sobre el Aprendizaje Multidireccional, cuando le pareció ver una sombra. Miró alrededor: nada,  todo estaba en calma. Se asomó por la ventana y contempló el mar, el puerto natural y el “Faro de Alejandría” situado a la entrada de la biblioteca. Este, como cada noche, proyectaba en el aire los rostros de luminarias de la ciencia piscopedagógica, perfilados por rayos láser: Rousseau, Pestalozzi, Comenius, Luminoso. En ese momento arribaba un grupo de estudiosos en un barco de vela, impulsado por una brisa e iluminado por esos rostros resplandecientes que lo llevaban a buen puerto. Junto a esos semblantes se leían perlas de su sabiduría: apotegmas, sentencias o sencillas frases que habían iluminado a la humanidad durante décadas: ¿No dicen que la naturaleza es sabia?  O ¿Cuánta imaginación hay que tener para llegar al poder? Una música subyugadora, apenas audible, se difundía en varias millas a la redonda. La melodía procedía asimismo del “Faro de Alejandría”. Sí, todo era normal, pero bruscamente desaparecieron esas figuras benéficas y surgió tras una niebla repentina un rostro anguloso y cadavérico que helaba la sangre: ¡Usthiasuk! Un alarido prolongado, que sustituyó a la música, se oyó en el exterior. El barco embarrancó en la arena y cundió el pánico entre los tripulantes. Luego se apagaron las luces y el drama se situó en el departamento: el libro fundacional ardió dentro de la urna. La secretaria pegó un grito y, cuando se encendieron las luces, del ejemplar quedaban  apenas unas páginas chamuscadas y el retrato estaba colgado del revés. Por fortuna, la secretaria era una mujer decidida, corrió a la puerta y le pareció ver a un hombre que se alejaba. Llamó a los guardias, mas aquel tipo se disipó como el humo. Uno de ellos creyó reconocer en el fugitivo los rasgos del faraón.

martes, 7 de junio de 2016

Oxfordbrigde. El teatro de las maravillas 4.


4. El despertar del faraón. 

El profesor Magoo les leía poesías a sus alumnos, mientras estos utilizaban cebo para pescar. A falta de estudiantes bajitos –ya no quedaban apenas–, se valían de una gorra de dudoso origen. Los peces no picaban y los muchachos estaban aburridos. Al principio este les leía obras de sus autores favoritos, como Campoamor, pero con el paso del tiempo se sentía inspirado en sus paseos y, en arranques de furor poético, les recitaba su propia cosecha. 

Alondra solitaria

que navegas por estos tristes lares.
¿Adónde irá  tu hermoso trinar?
En mi memoria borrosa,
vapuleada por  recuerdos efímeros,
tu aleteo fútil
se volverá inmortal.

El señor Magoo les explicó a sus discípulos esta poesía como tempus fotis.
Desembarcaron los excursionistas, hastiados, y una nueva tripulación se enroló en el bote. Los muchachos estaban muy contentos. Al poco de iniciar la singladura, el chapoteo producido cuando los jóvenes echaron al agua a un alumno bajito como carnaza, le sugirió a nuestro vate unas de sus obras más inspiradas.

Suspiros de rocío
que besas mis húmedos labios.
¿Por qué desciendes del cielo
hasta mis miserias mortales?
¿Escuchaste acaso mi triste oración?
¿Suspiras rocío?
¿Son acaso estos, tus suspiros,
suspiros de amor?

Los alumnos tocaron tierra eufóricos. Algunos chocaron efusivamente la mano de Magoo. Este estaba emocionado. ¡Y pensar que algunos colegas decían por lo bajini que sus poesías eran ñoñas, cursis y con temática harto manida!
Con esta última remesa, las actividades náutico escolares finalizaron. El sol se estaba ocultando y navegar a la luz de la luna era suicida. Dios sabe qué bestias abisales moraban en las profundidades. Se decía que emergían a la superficie y que habían agujereado más de un casco a dentelladas, engullendo a sus tripulantes.
El profesor Magoo se dispuso a volver a su casa. Tendría que atravesar el zooinstituto para salir de allí. ¡Misión imposible! Algunos maldicientes creían que trabajaba horas extras para hacer méritos, lo cierto es que, por su escaso sentido de la orientación, empleaba cada día más de una hora en localizar la salida, perdiéndose muy a menudo por los corredores. De ahí que estuviera obsesionado con el Departamento de Orientación.
Pero esa tarde nuestro poeta tenía un trabajo pendiente y decidió navegar en solitario. Unos versos rebeldes se le atascaban en el cerebro y el paseo en barca le ayudaba a digerirlos.
“Caudales de sabiduría”, era como si hubiera oído antes estas palabras. Sí, era una voz caudalosa que repiqueteaba en unas aguas torrenciales. El lago estaba agitado, a pesar de que no soplaba ni una brizna de viento. Cientos de palabras, como gotas, chapoteaban en su cerebro.
¡Chop, chop! ¡Hola! ¿Qué es esto? El nivel de las aguas ha bajado y una galería sumergida se ha abierto en la fachada oeste del edificio. Ignoramos a dónde nos lleva. Lo único que sabemos es que unos signos misteriosos flanquean la entrada: una sandía y unos patitos que andan.
Magoo se apeó de la barca y se internó en la galería. Cuando llevaba diez minutos recorridos, intentó desandar sus pasos. Demasiado tarde. No había salida, solo un laberinto de túneles cada vez más estrechos. ¡Bueno! Puesto que no podemos irnos, lo mejor es saber a qué nos enfrentamos. En la mochila llevaba una linterna; lo que si no facilitaba mucho las cosas –porque nuestro valiente expedicio- nario estaba bastante cegato– ayudaría a aclarar dónde estábamos.
Las voces que le habían atraído hasta este corredor se oían con más claridad. Eran lamentos, súplicas, lloros intermitentes y el restallido de un látigo. ¿De dónde surgían? Magoo no veía muy bien pero su oído era muy fino: nacían de los muros de este pasadizo.
Hubo un momento en que topó con una reja carcelera en la pared, se asomó para ver el interior y, como en un relámpago, entrevió a varios muchachos a la luz de una vela estudiando unos libros gordísimos. Los estudiantes estaban sujetos con grilletes a las sillas y a las mesas. Cientos de libracos enmohecidos se apilaban en el suelo, en tanto las ratas roían sus páginas ante la indiferencia de los niños macilentos, que no apartaban su mirada de los volúmenes y de las resmas de papeles que iban rellenando religiosamente, como unos amanuenses medievales, condenados para toda la eternidad a no ver la luz del sol.
Magoo tembló al escuchar un grito desgarrador, acompañado de un rumor de cadenas arrastradas. La linterna se le cayó al suelo y la oscuridad tiñó la galería. Los lamentos se intensificaron y un viento helado sopló a su vera. Este fue acompañado por un hedor insufrible y un río de suspiros aún más lastimeros.
Durante unos minutos, se acurrucó temblando en una esquina de la galería. De pronto, sintió un frío terrible y un viento huracanado empujó su linterna a varios metros. A tientas consiguió encontrarla y la encendió.
Siguió andando hasta desembocar en una sala inmensa, con frescos en las paredes y en el techo. Unas teas con brea iluminaban débilmente el recinto. En las tumbas egipcias el Kah del faraón debía regocijarse tras su muerte con las escenas que le hicieron gozar en vida, por eso las paredes estaban decoradas con imágenes de sus seres y objetos favoritos. En el caso de Usthiasuk, como este disfrutaba con el sufrimiento de sus alumnos, los frescos relataban escenas del Libro de torturas del faraón.
Magoo pegó la cara al muro y, con la ayuda de la linterna, distinguió los que decoraban la tumba de Usthiasuk. Varios niños con cadenas, a los que se les habían arrancado los ojos, daban vueltas a una rueda en cuyos radios se leía: Matemáticas, Lengua, Física... El molino arrastraba unos voluminosos libros de estas materias. Debajo se leía el siguiente lema sanguinolento: la letra con sangre entra. Algunos muchachos estaban tullidos de tanto hacer deberes. A uno le faltaba una pierna; a otro, un brazo; del muñón de una de estas criaturas pendía una condena inapelable: cincuenta horas de deberes forzados; del que le faltaba un brazo, otra aún más terrible: 200 horas de estudios forzosos.
En otra imagen, dos gigantescas columnas de libros muy gruesos sostenían un templo del aburrimiento. Un alumno –al que le habían cortado sus bucles dorados por considerarlo una nenaza y un zoquete– estaba atado a estos pilares y, como recochineo, le obligaban a leer los libros que sostenían el edificio –clásicos de la literatura universal, enciclopedias de saber anticuado y nada lúdico–. El resto de la clase –veinte empollones insolidarios– se burlaba de él ante la mirada del maestro que les animaba a ensañarse con el desgraciado. En la siguiente escena, el muchacho –que era bastante corpulento– empujaba las columnas y este templo maldito se derrumbaba ante el pánico de los niños repelentes que veían cómo sus  falsos ídolos se hundían en la catástrofe.  Algunos frescos habían sido borrados, aunque todavía se distinguían si forzabas la vista. Con toda idea, los saboteadores habían dibujado uno de estos enfrente de los jóvenes de la rueda. Estos, a los que les sangraban los ojos de tanto estudiar, no podían contemplar el porvenir radiante de las asignaturas lúdicas del paraíso educativo. Todo ello se reflejaba en un fresco desvaído que había sido borrado varias veces por los esbirros del tirano en el que aparecían un bosque de cocoteros y una laguna –premonición de lago de Oxfordbridge– en el que los niños aprendían por generación espontánea. Estos frescos señalaban la revuelta que ya se estaba forjando en aquellos tiempos oscuros y que algunos piscopeda- gogos desde sus catacumbas se atrevían a desarrollar a espaldas del tirano. Junto a estas imágenes, algunos dibujos de la nueva ciencia piscopedagógica: un besugo que simbolizaba la Piscis Sophia. Todo ello prefiguraba el panfleto piscopedagógico que acabaría con el nepotismo de Usthiasuk.
Los revolucionarios le mesaban las barbas al propio tirano. Sin duda, alguien conspiraba desde de la camarilla del faraón para conseguir un orden nuevo. Esta tumba, más que un homenaje, era una cárcel para mantener enterrada a la bestia durante toda la eternidad.
A escasos metros de este fresco subversivo habían sobrevivido unas pinturas del primer mártir de la revolución zooeducativa. El padre Adán, creador mítico de las aulas naturales, era recostado en el famoso Lecho de Procusto y le cortaban los brazos y los pies para ajustarlo a la cuadriculada mentalidad de Usthiasuk. En la siguiente imagen, Adán –mucho más bajo– abandonaba su aspecto semisalvaje, era afeitado, le recortaban el pelo y su vestimenta descuidada era sustituida por un traje de chaqueta, pajarita, pelo con raya en medio y una gafitas innecesarias para quien había sido educado por la madre naturaleza.
De pronto un destello de luz deslumbró al profesor Magoo y le atravesó las gafas, proporcionándole bienestar. Una voz subyugadora le cautivó:  Muestra la luz. Muéstranos la luz que llevas en tu interior.
Reconoció esa voz y sus ojos se fijaron en la figura en medio de la sala. Era el doctor Tuhmahul, quien le hablaba sonriente, mientras el zafiro del turbante alumbraba el recinto con un brillo sobrenatural.
–Maestro, ¿cómo puede alguien que vive en la oscuridad iluminar las tinieblas?
–Déjame tus gafas.
El doctor se había traído de la consulta la urna con gafas de culo de vaso. Decenas de anteojos rodaban por el suelo, en tanto el galeno realizaba una curiosa ceremonia. Un rayo cenital –que atravesaba las gruesas paredes del techo– iluminaba un sello, en el que se distinguía el rostro de Usthiasuk, enmarcado en medio de dos hexágonos superpuestos. Se trataba nada menos que del sello del faraón. El doctor  cogía las gafas y las utilizaba como lupa para lanzar sobre él un rayo de luz. Impaciente por los resultados, aplastaba la ofrenda que cientos de cegatos  le habían donado durante años, destrozando monturas y cristales que se desparramaban caóticos por el suelo.
Una vez desechó el último par de gafas, dijo para sí: ellos no tenían fe; cogió los anteojos del profesor Magoo –muchos más gruesos que los anteriores– y enfocó con sus cristales el rayo de luz hacia el sello de la cámara real. Este comenzó a echar humo y, tras un trueno espantoso, unas puertas invisibles se abrieron en el muro dando paso a la tumba de Usthiasuk.
Un sepulcro se erguía en el centro de la cámara real. Un rayo de luz iluminó el catafalco y Magoo vio al faraón en todo su horror. Su cuerpo estaba incorrupto, como si estuviera durmiendo y no sufriera, como se merecía, el infierno de los injustos. Contempló su mandíbula apretada que enseñaba unos caninos puntiagudos y sanguinolentos. Su nariz ancha, minúscula y plana. Sus ojos pequeños y acerados, que parecían seguir al espectador conforme este se movía.  En vida del viejo director se decía que a su ojo perspicaz no se le escapaba nada ni nadie: era el órgano justiciero que escudriñaba las almas desprevenidas y auscultaba el latido de las paredes conspiradoras, el instrumento de la justicia divina sobre la tierra. Las manos, cruzadas sobre el pecho, con sendos artilugios de tortura: en la siniestra, una vara (¿símbolo de Horus?); en la diestra, una regla de roble macizo. Las venas azuladas se perfilaban en unas manos robustas, dominadas por una continua tensión, como si aún estuvieran pletóricas de vida, impacientes por impartir justicia. Una de ellas, la callosa, era mucho más grande que la otra, y conservaba restos de sangre de doscientos años atrás, pus y granitos chafados de los alumnos. Su cabeza reposaba sobre un libro con un armazón de hierro forjado que se cerraba a cal y canto: El Libro de las torturas del faraón. En él Usthiasuk anotaba el tormento reservado para cada de sus alumnos y profesores díscolos. El contenido de ese libro es tan horroroso que no nos sentimos autorizados a divulgarlo, porque pueden herir la sensibilidad del lector, aunque se rumorea que los suplicios están inspirados en El Código de Hammurabi y La Divina Comedia. La decoración del basamento reforzaba ese sentimiento de pánico. En sus bajorrelieves se perfilaban varios canes, chacales y cinocéfalos con gesto amenazante y destacaban los bustos de los principales perros guardianes de Usthiasuk: Tobías Mazas, alias Cao, y Guanche Díaz, alias Destructor, dos profesores con hechura de bulldogs que eran su mano derecha a la hora de “imponer ley y orden” entre los estudiantes con la contundencia de sus puños.
El doctor Maravillas sacó un libro de Gloria Cárdenas. Con una carcajada espantosa le prendió fuego y exclamó:
–Tarugh ugh Tarugh Memosh.
El sepulcro retumbó, como si Ushtiasuk se revolviera en su tumba. El doctor volvió a recitar el mantra:
–Tarugh ugh Tarugh Memosh.
Luego cogió un cráneo de escayola con la misma inscripción –Tarugh ugh Tarugh Memosch–  y lo metió en un hueco de la pared.
En la cripta de Usthiasuk, una vez al día, un rayo de luz se filtra por las paredes, ilumina al faraón y este se reaviva por unos momentos tras escuchar el conjuro secreto: su rostro se enciende, sus ojos brillan y su cuerpo se pone en danza, o al menos eso dicen cuentos de viejas. Muchos testigos aseguran que no murió y que se aparece por las noches a los alumnos y orientadores desprevenidos.
¿Es un espejismo o al profesor Magoo le parece ver cómo el faraón se despierta de su tumba y le observa con su mirada letal?