EN ESTA PÁGINA ENCONTRARÁS INFORMACIÓN SOBRE DOS NOVELAS DE MISTERIO: SOMBRAS DE CRISTAL Y EL SEÑOR TECKEL

jueves, 22 de diciembre de 2011

El Señor Teckel 8.


La teología de la prospe- ridad enseña que todos los  cristianos deben ser ricos. Que algunos no lo son, porque desconocen la voluntad de Dios y, al no confiar en nuestro bene- factor, no siembran las semillas de fe (dinero). Sacando la Biblia fuera de contexto aducen que el pecado de Adán hizo perder la productividad al hombre, que José era un empresario maderero, que Jesús se rodeó de amigos y señoras ricas y que acaparó tanto dinero que contrató un tesorero. Partiendo de la promesa bíblica del Señor en Mateo 21:22. – “...todo lo que pidiereis en oración, creyendo lo recibiréis” -, con tan sólo seguir tres pasos mágicos la prosperidad te sonreirá: “Visualiza lo que quieres, fórmalo en la mente, reclámalo y Dios hará realidad tus deseos”. La fórmula es muy parecida a la versión ocultista del mismo tema: “la ley de atracción” del famoso libro “El secreto”, parodiado en los Simpson como “la respuesta”.
    En esta misma línea, Frederick MacKay, personaje de “el señor Teckel”, es el fundador del “mercapanteísmo”. Doctrina que predica cómo alcanzar la salvación eterna a través de la compra de los productos MacKay. Sobre este y otro temas el empresario habló anteriormente en una entrevista publicada en la Biblioteca de Gotham.

8. El mercapanteísmo.

    Las filosofías de ambos hombres estaban imbricadas en una palabra acuñada por MacKay, el “mercapanteísmo”. Concepto que aunaba valientemente dos ideas en apariencia irreconciliables: la mística y el consumismo o, lo que es lo mismo, cómo llegar a Dios a través del consumo de los más variados productos de la cadena de hipermercados  MacKay.
    El cuerpo de MacKay era la historia de una frustración. Una cabeza voluminosa que descansaba sobre un cuello recio y musculoso. El rostro reflejaba las contradicciones de un físico deforme: Una frente que tiraba a rectángulo y se frustraba en trapecio. Unos ojos que se perdían en las profundidades y hacían grandes esfuerzos por aflorar a la superficie. De vez en cuando, sin embargo, se adivinaban unos destellos entre azules y verdes que brillaban en lo más profundo de la oscuridad. La nariz carnosa, algo hinchada, hacía juego con las mejillas sonrosadas. La boca grande, desproporcionada, era la morada de una dentadura superpoblada, espléndida. Los dientes, grandes, desencajados, simulaban las teclas de un piano. Al hablar, éstos  se agitaban y escenificaban los ritos de una extraña danza, como si de la pulsación de ese extravagante teclado que formaba esa dentadura monstruosa, naciera un arpegio de  sonidos vibrantes y monocordes. El resto no desentonaba con la falta de armonía del conjunto. Si la cabeza y las manos prometían en la infancia un corpachón enorme, el tronco nos mostraba a un hombre insignificante, que se había estancado en los diez primeros años de su vida. Éste destacaba como un pegote en contraste con la cabeza y extremidades: había querido ser atlético y se había quedado en rechoncho.
    La biografía de MacKay armonizaba con su físico pintoresco. Cuando le interrogaban sobre el secreto de su éxito, no se cansaba de repetir que no había recibido más instrucción que los sabios consejos de una escuela rural y la dureza y sinsabores de la vida. Multimillonario con tan sólo veintidós años, gracias a su brillante gestión de una macrofábrica de salchichas, no tarda en conocer la ruina por culpa de una arriesgada operación financiera. Durante la depresión anímica que sucede a la ruina económica es iluminado por una mística revelación, se siente portavoz de una nueva filosofía y se proclama apóstol de una nueva religión: el mercapanteísmo, una filosofía que incide en la mística del consumismo. Su primer libro se convierte casi de inmediato en un auténtico “best-seller” y constituye su obra más emblemática. En efecto, “Dios, supermercados y revelación” le abre las puertas de la fama. No tardan en surgir los primeros admiradores y, tras ellos, los primeros fieles. Su segunda obra, ”Luces en la penumbra. Pensamientos en claroscuro de un multimillonario, filósofo y poeta”, le consagra definitivamente como un verdadero fabricante de éxitos, al tiempo que refuerza el carisma de “un hombre del pueblo”. Gran conocedor de la mentalidad norteamericana, MacKay insiste desde sus primeras obras en su calidad de multimillonario, lo cual no se hace realidad hasta la publicación de sus dos primeros libros. Subraya su condición de hombre rico, porque la gente confía antes en los consejos de un multimillonario y no en los de un pelagatos cualquiera. De ahí la prioridad, en el título de su segunda obra, del multimillonario sobre el filósofo y el poeta. Los filósofos no ganan dinero y los multimillonarios pueden resultar vulgares; pero un multimillonario al que le adorna la tendencia filosófica abandona la antigua condición de hombre tosco, embrutecido por el dinero, y se transforma en una personalidad “interesante”, en un multimillonario “sabio”. Por si queda alguna sombra, se le añade el título de “poeta,” y esta última distinción nos revela la auténtica dimensión de nuestro personaje: la de un hombre dotado de una exquisita sensibilidad. ¿Se puede pedir una síntesis más delicada de sabiduría práctica y sensibilidad?

sábado, 10 de diciembre de 2011

El vendedor de ecos.


Pulsa  AQUÍ para descargarte el cuento.
     
Mientras Zeus se acostaba con otras mujeres, la ninfa Eco lo encubría seduciendo con su elocuencia a su mujer, Hera. Enterada del engaño, la diosa la castigó a que sólo pudiera repetir la última palabra de sus interlocutores.
      En otra versión, Pan está enamorada de Eco y ésta no le corresponde. Enfurecido, el fauno manda que unos pastores la desgarren y que repartan sus trozos por toda la tierra, lo que entendemos por eco serían sus lamentos dispersados por todo el mundo.
      El protagonista de este cuento, El vendedor de ecos, va en busca de estos lamentos. Decepcionado por el fracaso de sus anteriores colecciones, toma una decisión insólita:  perseguir el eco por los cuatro confines.
      «Empezó comprando un eco en el estado de Georgia, el cual se repetía cuatro veces, después compró uno de seis repeticiones, en Maryland; luego otro de trece, en Man. La siguiente compra fue la de un eco de 9 repeticiones, en Kansas y más tarde, la de otro de 12, en Tennessee. Este último le resultó barato, porque, a causa de haberse derrumbado parte de una peña, requería una reparación. Él pensaba que sería fácil de reparar rematándolo convenientemente, pero el arquitecto que se encargó de la empresa no había hecho ecos en su vida y acabó estropeándolo por completo. Después de las obras, aquello quizá hubiera podido servir para asilo de sordomudos...»
    Algunos buscan rayos de luna; otros, la mítica armonía de las esferas; no menos utópica es esta recopilación de ecos que habría seducido al ciego porteño. El  sorprendente final no desmerece de aquellos incautos que buscan quimeras semejantes. 

sábado, 3 de diciembre de 2011

El Señor Teckel 7.

7. La fiesta 2.

Una levita raída, un pañuelo anudado al cuello; los ojos soñadores y profundos se hunden en unas cuencas de tonos azulados, ojeras; el pelo le cae a los lados y se desborda en el cuello; las venas azules en unas manos nudosas parecen que van a estallar. Es la viva imagen de un hombre atormentado, un poeta maldito; es el señor MacKay, nuestro jefe.
    Esta mañana, cuando el señor MacKay entró en la oficina, tuvimos que realizar grandes esfuerzos para contener la risa. Todos estamos familiarizados con el gran cuadro que preside su despacho. Se trata de un supuesto retrato de Edgar A. Poe, y en él se ha inspirado para confeccionar su disfraz. El modelo debió de ser un empleado de la funeraria, pues lo único que se ha plasmado en el cuadro es una estudiada expresión fúnebre de gran efecto teatral. De ahí, el aire de fantoche del señor MacKay; de ahí, que tengamos que contener la risa.
    Habíamos pasado el fin de semana confeccionando nuestros disfraces. Una fiesta que hermanaba a los empleados y clientes de la firma en un gran proyecto de promoción. Lo peor de todo era que habíamos tenido que robar parte de nuestro tiempo para idear unas maquetas y montar un decorado apropiado en el despacho. El señor MacKay creía que un café bohemio, estilo modernista, era el escenario apropiado para que los clientes se dejaran llevar -un hermoso clima de amor y amistad - y se confiaran a nosotros. La señorita McGee, la secretaria, en principio se había negado: “Yo no soy una chica de alterne”. “Señorita - le había respondido el señor MacKay - nuestros clientes sólo necesitan un poco de amor y comprensión, usted no tiene por qué darles nada más”. “¿Y dónde está el límite?” “Señorita McGee -le había respondido el jefe impaciente- usted ya es mayorcita”. Un papel no menos brillante le había correspondido a Lecroix, el de maître, la maldición de un apellido francés. “¿Por qué diablos se le ocurriría a mi tatarabuelo desembarcar en las costas de Nueva Inglaterra, si yo no hablo ni una palabra de esa jerigonza franchuta?” Su marcado acento country contrastaba cómicamente con su ilustre prosapia francesa. Panderecky, un polaco con aspecto de músico bohemio -grandes melenas, pelo enmarañado-, tampoco había salido muy bien librado. Era el encargado junto a Hans Keller -un tirolés que tocaba el acordeón- de la música de la fiesta: sus conocimientos de piano no iban mucho más allá de un curso preparatorio, pero al señor MacKay, que era negado para la música, se le había metido en la cabeza que era un genio musical. Panderecky estaba pasando un bochorno espantoso; no en balde, él y Keller estaban tocando a destiempo.
    Esta noche, la aparición en escena del señor MacKay no ha venido acompañada por toda la parafernalia que había rodeado el “carnaval”. Había abandonado su ridículo disfraz. En el despacho estaba en su ambiente y, vestido de paisano (sin los adminículos propios del comediante), su presencia imponía con una fuerza irresistible. Ello me trajo a los mientes la primera vez que el señor MacKay entró en la oficina. Fue tras la desaparición de nuestro anterior jefe, el señor Telton. Por aquellos días aún no nos habíamos recuperado de la  “pérdida” de Johnie, nuestro botones, cuya desaparición coincidió en el tiempo con la del señor Telton. De Johnie conservo un recuerdo tan irreal como la burda sonrisa, la grotesca exhibición de molares que nos ofreció de despedida. Tras esa imagen extravagante de su reluciente dentadura, no hay casi datos concretos. Su alegre silueta se difumina como si formara parte del decorado del café la Bohème. Apenas brilla el oscuro nombre de una tía lejana y el no menos desconocido rótulo de un pueblo enterrado en las estribaciones de los Apalaches. En los días previos a su desaparición, el muchacho fue visto en compañía de Teckel; lo que despertó sospechas y recelos en su contra. Pero no fue demostrado que éste tuviera algo que ver con su repentina desaparición.
    No sabemos si la súbita desaparición de Johnie influyó en el proceso de desintegración del señor Telton; lo que sí sabemos es que ambos sucesos fueron casi simultáneos, con apenas unas horas de diferencia. De Johnie aún permaneció un rastro más o menos identificable en el tiempo; del señor Telton, en cambio, apenas sobrevivieron unas pruebas no concluyentes de su paso por este mundo. En sentido literal, podríamos decir que se convirtió en polvo. Tras su desaparición, encontramos sobre su mesa los únicos testimonios de su identidad: su anillo y su sombrero; unas cenizas se esparcían por toda la mesa. Algunos malpensados creyeron que se trataba de los restos del desaparecido. Observé la decepción en sus rostros morbosos, cuando comprobamos que era simple y vulgar ceniza de puro.
    La desaparición del señor Telton nos brindó la oportunidad de enfrentarnos a la voluminosa figura de su sustituto: Frederick MacKay. La primera impresión era el reflejo de un asombro contenido, la admiración de encontrarnos ante el original del cual el señor Telton no era más que una pálida copia.
    Durante años fuimos testigos de la admiración del señor Telton a su “maestro”, Frederick MacKay. Lo que Telton ignoraba es que MacKay, fundador de una filosofía idolatrada por nuestro jefe, era asimismo un admirador callado de “la gran idea de promoción del señor Telton” (tanto es así que, a los pocos meses de incorporarse el señor MacKay a la oficina, puso en práctica esta gran idea, que consistía en la puesta en escena de una comedia con “mensaje” -publicitario, por supuesto-).