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FRAGMENTOS SOMBRAS DE CRISTAL

LA SEÑORA HUTCHINSON

¿Por qué busca Esther  
un nuevo empleo?

Durante años Esther había servido en una lujosa mansión de Inglaterra. Tan sólo una espinilla le había quedado en el servicio de la ilustre familia británica:  los señores Johnson viajaban a menudo y rehusaban, pese a su comportamiento ejemplar, fidelidad y dedicación profesional, llevársela consigo. Pero esta mujer flemática y apacible guardaba un secreto que había ocultado celosamente hasta a sus propios padres: bajo esa apariencia doméstica anidaba un espíritu aventurero, un anhelo de viajar y conocer mundo.


Por qué contraté a Esther Hutchinson? 
(unas palabras de su jefe)

Por suerte yo no estaba solo en este peregrinaje. En primera línea disponía de los servicios de la señora Hutchinson, un ama de llaves inglesa con varios años de experiencia y unas ansias infatigables de correr mundo. Ella era tal vez el miembro más entregado de todos nosotros; sin embargo, ningún entusiasmo ni flaqueza humana alteraban un ápice esa máscara impasible con que cubría su rostro rubicundo y bien alimentado.
   Al ingresar a mi servicio sus dos pasiones se vieron satisfechas: su amor por el mundo doméstico y la atracción irresistible por la aventura. Aunque ese afán de aventura se contentaba con bien poca cosa: con mirar desde los vitrales de la capilla doméstica el mundo exótico que se elevaba ante sus ojos. Tan solo mirar y oler, sentir el aire húmedo la transportaban como por ensalmo a esos mundos de ensueño que ella nunca, o casi nunca, llegaba a pisar por no contaminarse de la suciedad del entorno o alterar su peinado.
   Soportaba con estoicismo las múltiples molestias a las que les sometían los viajes. Tan pronto expulsaba impávida a una anaconda que había tenido la desfachatez de pisar la alfombra del comedor, como luchaba heroicamente contra las humedades y el frío del islote. Ella no parecía tener nunca frío ni calor - siempre llevaba el mismo vestido en todas las épocas del año y en todos los países que visitábamos -. Por otro lado ponía tanta energía en la pulcritud de su hogar, que hasta los mismísimos mosquitos se resistían  temerosos a traspasar el umbral inmaculado del santuario doméstico, cuando su estampa severa se recortaba en el recuadro del comedor (Sombras de Cristal, página 39-40)




EL DOCTOR KOCH

 
Me enamoré de un bacilo 
El doctor Koch había recibido una carta suplicante de su prometida con una foto de su primogénito, un último esfuerzo baldío por convencerlo de que volviera y se casara con ella. Esta mujer se equivocó: si  hubieran tenido un hijo con la hermosa estampa de un germen, de una bacteria o un bacilo no habría dudado en acudir a los brazos de su amada para mimarlo y criarlo juntos con amor y auténtica devoción paterna. El rostro amarillo del niño, sin embargo, me hacía albergar las esperanzas de un reencuentro familiar en breve; era probable que el bebé fuera un magnífico portador de gérmenes. La próxima vez, si quería que su novio acudiera a su lado, sólo tenía que mandarle un ejemplar extraordinario de un bacilo desconocido (Sombras de Cristal)



ÁNGEL CHERUBINO


¿Cuál es la pasion secreta de Cherubino? 


 ¿Por qué alguien lo busca a para darle un par de tortas?



 ¿Por qué se siente Cherubino a salvo de las acechanzas del Malo


San Anacleto, el de los divinos mofletes

Una vez en el mundo civilizado me dediqué a buscarlo por todo el planeta. No era una tarea fácil, tanto por lo escurridizo del enemigo como por mi situación delicada: no olvides que soy un perseguido de la justicia y que cientos de ingratos desean ajustarme las cuentas. No siempre podía pasar desapercibido y algún esposo agraviado se acercó hasta mí para darme unos guantazos, mas el riesgo valía la pena. Mi sacrificio era una menudencia al lado de los martirios de San Pancracio, San Tarsicio y San Anacleto Garimatadeion, cuyas vidas ejemplares iluminaban mis noches de desaliento y yo me esforzaba en imitarlos día a día. En especial a San Anacleto Garimatadeion, que significa “el de los divinos mofletes”. Cuenta  Santiago de la Vorágine que San Anacleto tuvo que sufrir una tortura mucho más dolorosa y sofisticada que la de otros mártires de la Fé. Un patricio romano, Cayo Lucilius, al que apodaban el ladino, le preguntó en cuánto estimaba su Fé en Cristo, y Anacleto, como toda respuesta, le miró fijamente con una amplia sonrisa que era espejo del paraíso celestial. Cayo Lucilio le dio un tortazo y Anacleto, imperturbable, le ofreció la otra mejilla. Lucilio, furioso, le atizó muchos más; pero en Anacleto perduraba esa dulzura beatífica. Resuelto Cayo Lucilio a resolver el misterio de esa sonrisa y a doblegar la voluntad del santo, mandó llamar a varios gladiadores que se turnaron día y noche para intentar borrar esa chispa divina.  Lucilio, que se obstinaba en el error, decidió utilizar un último recurso: un orangután le atizó sonoras bofetadas que no alteraron ni el rostro ni la expresión del Garimatadeion. Y es que la Providencia había dispuesto el milagro de que los mofletes del santo resistieran los asaltos de los incrédulos. Y no fue hasta que el orangután se arrodilló ante el santo, cuando el propio Lucilio y los demás testigos, admirados ante el poder de la divinidad, se postraron ante San Anacleto (Sombras de Cristal, pag 139).


Un brillante historial: el caso del francotirador ciego
 Cuando me ascendieron a inspector, vi un nuevo mundo que se abría ante mis pies- dijo Cherubino-. Albergaba grandes ilusiones, proyectos magníficos que las miopes mentes de mis compañeros se encargaron de mutilar desde el primer momento. Puedes comprender cómo me sentía, porque tú mismo, Linneo, has sufrido los rigores de la soledad y el ostracismo. Pero mientras tú asumías bien - o al menos eso me parecía - tu papel de apestado, yo veía frustradas mis esperanzas. No en balde, insuflado por un espíritu evangélico, aspiraba a difundir mis ideas entre mis semejantes.
   Nadie creyó en mí. Y desde el principio boicotearon mi labor, hasta que consiguieron que me expulsaran del Cuerpo.
   No me creyeron en el caso del francotirador ciego y, cuando detuve al sospechoso, alegaron como eximente la invidencia del detenido y lo soltaron. En vano demostré que el que se había apostado en la cumbre de la montaña tenía muy mala puntería: doscientos cincuenta impactos de bala se desperdigaron en un radio de quinientos metros y ninguna dio en el blanco - la víctima murió de un infarto de miocardio, provocado por el susto -. No me tomaron en serio; pero a los pocos días de la puesta en libertad de mi hombre, lo sorprendí a las cinco de la mañana en una barraca de feria de tiro al blanco, ebrio y en compañía de varios camaradas. Los amigos, a cada tiro, proferían gritos de “¡qué puntería!” o “¡menudo tiro!” Una vez, el muy astuto simuló palpar el rifle para cargar el arma. Yo me alejé de allí para pasar inadvertido. Al poco rato volví y me llené de estupor al ver que el susodicho individuo llevaba varios trofeos ganados en el tiro al blanco. Al día siguiente procedí a una investigación. El dueño de la barraca declaró que, antes de que el cegato le destrozara el local a tiro limpio, optó por regalarle todos los trofeos con la esperanza de que se largara con sus violentos amigotes lo más pronto posible. Asimismo, los amigos del acusado respondieron en el interrogatorio que, admirados ante una habilidad tan excepcional en un ciego como es la de francotirador, determinaron embromar al amigo llevándolo a un puesto de tiro al blanco, donde prorrumpieron en fuertes exclamaciones tanto más calurosas cuanto más errado era el tiro. No me convencieron en absoluto. Me dispuse a instruir las diligencias para enchironar a esa pandilla de mentirosos, aunque, por desgracia, mis superiores se interpusieron en los trámites.