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domingo, 14 de febrero de 2016

La Gorgona y Dickens. Historia de dos ciudades.

Hay distintas formas de utilizar el mito en un relato. La más frecuente es adaptarlo a las corrientes del momento, de tal modo que los dioses vistan los ropajes de la época del autor y actúen como los personajes de su siglo. No obstante, hay otra mucho más original, que consiste en beber de las fuentes del mito para convertirlo en un símbolo del propio escritor. De esta manera, este último viaja a la esencia del arquetipo y lo recrea como si acabara de nacer de sus manos.
En Historia de dos ciudades, Dickens se apropia de unos mitos tradicionales y los dota de un sentido nuevo. Echemos una ojeada el comienzo de la novela: “Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos”. Este principio no solo alude al tópico de la edad dorada, sino que contiene en su enunciado su propia desmitificación: la edad de bronce o, en palabras del autor inglés, “el peor de los tiempos”. Esta edad áurea se corresponde con el año cero, necesario en todo cambio de época (en este caso, la revolución francesa), que crea el marco apropiado para engendrar nuevos mitos con viejos nombres: las furias, las parcas y la gorgona.
En las primeras páginas del relato, asistimos a un baile de máscaras. Los personajes son caretas que cubren semblantes de estuco y sus cuerpos, figurines para toda ocasión desde la cuna a la sepultura, que pueden ser deshilachados como si nunca hubieran vestido a ningún ser vivo. En este decorado “había militares que no tenían el más pequeño conocimiento militar; marinos que ignoraban por completo lo que era un barco; empleados civiles que carecían de la menor noción de los negocios [...] doctores que hacían fortunas curando imaginarios males a sus pacientes [...] No habrían podido hallar una mujer digna de ser madre. En realidad, a excepción de poner una criatura en el mundo, cosa que no da casi derecho al título de madre, poco más conocían aquellas mujeres de tan sagrado ministerio. Las campesinas conservaban a su lado a sus hijitos desprovistos de elegancia y los criaban y educaban, pero en la Corte las encantadoras abuelas de sesenta años se vestían y bailaban como si tuviesen veinte años”.
Termina el baile y varias diligencias emprenden la vuelta. En la oscuridad, una mujer nada elegante está tejiendo junto a una fuente, símbolos ambos de la muerte y del paso del tiempo. Los vehículos corren hacia un destino que está siendo devanado por unos hilos invisibles. Una de las diligencias es la de un marqués, asimilada por Dickens a la figura de las furias. Los postillones con sus látigos se corresponden con las sierpes que cubrían sus cabezas. Estas perseguían a los condenados por impiedad- en este caso por los muchos abusos de los nobles – y también las podríamos relacionar con la medusa. Tal vez por eso el vehículo huye poseído por un demonio, lo que asemeja su carrera al vuelo de estas quimeras. El monstruo corre sin preocuparse de los destrozos que provoca:
 “El cochero guiaba como si quisiera cargar contra un enemigo [...] A veces se oían en el interior de la carroza los gritos de los que, aun en aquella época sorda y muda protestaban de aquel modo de recorrer las calles que ponía en peligro la vida de los que iban a pie [...]  Recorría las calles, rodeada casi siempre por un coro de gritos de mujeres y de exclamaciones de los hombres que se guarecían y apartaban a los niños del camino del vehículo. Por último, al volver una esquina...”
Un niño es atropellado. El viajero arroja despectivo unas monedas. Nadie se atreve a mirar sus ojos de medusa. El padre de la criatura se esconde en los bajos del vehículo. Como en un cuento de hadas, se refugia en el vientre del monstruo.
El marqués llega a su castillo y la diligencia prosigue su camino, como si gozara de vida propia. A este vehículo terrorífico, quimera de animal y máquina, lo veremos posteriormente con ligeras variantes en las novelas Drácula y Sleepy Hollow. Se apea el marqués, quien vive en un castillo custodiado por varias gorgonas. Todo en el edificio, animales y moradores, es de piedra. Por lo que nada tiene de particular que, a la mañana siguiente, en el castillo aumente en uno los rostros de piedra:
 “Nuevamente la Gorgona había mirado durante la noche y añadió la cara de piedra que faltaba, la que las demás estuvieron aguardando por espacio de doscientos años.
La cara de piedra reposaba sobre la almohada del señor marqués. Parecía una fina careta, repentinamente sobresaltada, encolerizada y petrificada. Y en el corazón de aquella figura de piedra estaba clavado un cuchillo. Alrededor del mango se veía un trozo de papel, en el que estaba escrito: “Llévalo aprisa a su tumba. De parte de Jacques.”


Al marqués le seguirán los otros viajeros. Sus rostros de medusa se reflejarán en el brillo de la cuchilla; y sus ojos vacíos no petrificarán con la mirada. El baile de disfraces termina, solo queda la Parca:
 “Pasó la carroza (la del marqués) y rápidamente pasaron otras, por el mismo sitio, en desenfrenada carrera; pasaron el ministro, el arbitrista del Estado, el Arrendatario General, el doctor, el abogado, el eclesiástico, los artistas de la Opera, de la Comedia y, en una palabra, todos los que tomaban parte en el baile de máscaras [...] y solamente quedó la mujer que hacía calceta con la rapidez de la Parca. Allí estaba observando cómo corría el agua de la fuente y cómo el día corría hacia la tarde, así como la vida de la ciudad corría a la muerte que a nadie espera, y mientras tanto... el baile de máscaras continuaba entre luces y las cosas seguían su curso.”
En su primera aparición en la novela, la parca es anónima y corta los hilos de forma tan caótica como esos carruajes desbocados. El agua acompaña su oficio, marcando lo azaroso de su escrutinio. Luego, la moira adquiere un rostro definido, el de madame Defarge, que elige sus víctimas a conciencia. En el mito original Átropo cortaba el hilo de la vida; sin embargo Defarge introduce una novedad: escribe el nombre del infortunado en su labor. Esta contiene un registro minucioso de las cabezas que penden de sus agujas de calceta (1). Un espía ve cómo lo incluye en estos archivos domésticos:
 “Recordaba con terror a la señora Defarge que no cesó en su labor, mientras le hablaba y que le miró tan airada. Luego la vio exhibir sus registros tejidos en la labor de calceta y denunciar a las personas que se tragaba la Guillotina.”


Las moiras originales eran tres: Cloto, Láquesis y Átropo. La hilandera de la fuente será la primera de cientos de parcas anónimas que desgastarán las calles para escribir su lista mortuoria. Al igual que aquellas tres, son hijas de la noche. Por eso se mueven principalmente en la oscuridad:
 “Por la noche, hora en que los habitantes del barrio de San Antonio salían de sus casas y se sentaban delante de las puertas, para respirar un poco, la señora Defarge, con su labor en la mano, solía ir de puerta en puerta y de grupo en grupo. Había muchas misioneras como ella que el mundo no volverá a ver. Todas las mujeres hacían calceta, procurando distraer el hambre con esta ocupación, pues de haber estado quietos aquellos flacos dedos, no hay duda de que los estómagos sentirían el hambre con mayor intensidad.”
La violencia del antiguo régimen era arbitraria y caótica, el látigo era la medida de todas las cosas, simbolizado en la novela por los cabellos de serpiente. La del Terror está burocratizada y se perfeccionará en los siglos futuros. Las pacíficas hilanderas de Velázquez se convertirán en secretarias del terror. La muerte será desde este momento una labor administrativa que conducirá desde la guillotina hasta los campos de exterminio con precisión científica. En estos últimos, los nombres no necesitarán esconderse. Los números los sustituirán y lucirán en un lugar bien visible.
No obstante, como destacábamos al principio de este artículo, para reescribir un mito, hay que remontarse a sus fuentes. Esto nos remite a una costumbre ancestral, en la que los infantes llevaban su destino escrito en los pañales. Como señala Robert Graves en Los mitos griegos:
 “Este mito (el de las parcas) parece estar basado en la costumbre de tejer las marcas de las familias y el clan en los pañales de los recién nacidos [...] La teoría clásica de la hebra de lino era que la diosa ataba a los seres humanos al extremo de una hebra escrupulosamente medida que iba alargando cada año, hasta que llegaba el momento que ella lo cortaba y dejaba el alma abandonada a la muerte. Pero en su origen ella envolvía a los infantes que lloraban en unos pañales de lino a modo de bandas, en las cuales se bordaban las marcas de su familia y del clan."

Robert Graves. “Los mitos griegos”, páginas 60, 270. Alianza editorial. 



(1) De un modo similar al de la señora Defarge, en El tiempo entre costuras, la protagonista, Sira, pasa información confidencial a los servicios secretos británicos, utilizando patrones de costura, en los que reproduce con las punzadas el código morse: 

“—Puedo preparar patrones de varias piezas cada vez que me comunique con usted. Mangas, delanteros, cuellos, talles, puños, costados; dependerá de la longitud. Puedo hacer tantas formas como mensajes tenga que transmitirle.”

 [...]“Terminé de perfilar la figura, clavé la mina en el interior del extremo inferior derecho de la misma y, en paralelo al contorno, fui transcribiendo las letras con sus signos en morse, sustituyendo los puntos por rayas cortas. Raya larga, raya corta, raya larga otra vez, ahora dos cortas. Cuando acabé, todo el perímetro interior de la silueta estaba bordeado por lo que parecía un inocente pespunteo.”