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lunes, 29 de marzo de 2010

Los fantasmas en la mochila 1. Flema y té de las cinco


Luciano de Samósata, avergonzado de fábulas pueriles como el nacimiento de Afrodita a partir de la castración de Cronos, decidió desprestigiar estos embustes poblando sus Relatos verídicos de una fauna increíble: dendritas con sexos postizos de marfil o madera; selenitas que tenían ojos de quita y pon, y gigantescos caparazones de cangrejo que servían de vivienda. Luciano exageró para que la mentira cayera por su propio peso, pero paradójicamente inauguró toda una galería de expedicionarios que, sin salir de su cuarto o viajando a la vuelta de la esquina, tuvieron gran credibilidad entre el público. No sólo eso. Con el paso de los siglos, el viajero auténtico, si quería ser creído, debía cubrir su relato de hombres de un solo pie (esciápodos), seres de grandes orejas (panotios) o trogloditas. Tanto es así que, cuando Cristóbal Colón viajó en busca de cinocéfalos y sólo trajo perros que eran incapaces de ladrar, no fue tomado en serio. A este imperdonable descuido debemos que no se hubiera descubierto antes América.
En Eloísa está debajo de un almendro, Edgardo viaja sin levantarse de la cama. El criado, Leoncio, le proyecta unas diapositivas de distintos países y pita cada vez que llega a las estaciones fantasmas. No es desdeñable este procedimiento de conocer mundo. De Maistre viajaba sin salir de su cuarto, el turista europeo lo hace con el equipaje lleno de fantasmas con los que puebla los territorios desconocidos, lo que simplifica notablemente las cosas. Nada de sorpresas, en cada país lo que toca, que cada uno cumpla con su obligación. Por desgracia algunos maleducados interfieren la sesuda clasificación germánica que estos han elaborado con tanta exactitud y entusiasmo. Los sammi se niegan a que los llamen lapones, cariñoso apodo milenario que significa harapiento. Los españoles, en cambio, imbuidos de celo germánico, hemos cumplido religiosamente con nuestra obligación alimentando sin rechistar el tópico que tocaba y hemos llenado el retablo de Cármenes y Curros Jiménez.
Dice Plinio que los monstruos nacen en climas cálidos, porque el sol es el alma del mundo, y en los países soleados la naturaleza encuentra mayor capacidad para generar monstruos. Los pueblos monstruosos- aquellos que no hemos adquirido una forma plena, como los españoles- no tiene ciencia pero sí mucho salero, y entre ellos habita el buen salvaje, un ser primitivo que vive de los frutos de la tierra, porque no está contaminado de los males de la civilización como son la puntualidad o el amor al trabajo bien hecho.
Los alemanes, expertos en sistematizar el tópico, han detectado algunos de estos estratos fósiles en nuestra cultura. Los hombres del norte (más cercanos al patrón de humanidad imperante) son inexpresivos y callados, mientras que los del sur gesticulan y vociferan lo indecible. Esta aclaración me ha sido muy valiosa, porque me reveló que aquellas personas que gritaban y reían escandalosamente en aquel restaurante - tanto que incluso podía captar retazos de su conversación- no eran alemanes, aunque conversaban en esa lengua, sino italianos o españoles disfrazados.
Y es que lo que nos pierde son las formas; nada de la espada y la cruz, eso ya no se lleva: flema y té de las cinco. Me imagino a los británicos disparando graciosamente a los indígenas de Australia- este sí, este no-, Nueva Zelanda- aquel también y los otros también- y Norteamérica sin perder la sonrisa, mientras decían flemáticos: "¡Qué gente más encantadora!" Lo que nos falta es organización y no rapiña desorganizada. Deberíamos haber aprendido de la Compañía de las Indias Orientales, una elegante institución que perpetraba los saqueos con gran eficacia y, sobre todo, con clase, mucha clase.