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domingo, 13 de octubre de 2013

Los hijos póstumos


El Reichführer Himmler recomendaba un retorno singular a la herencia ancestral alemana, una especie de desnacer. Los orientales quemaban dinero en honor a sus difuntos, Heini sobrepasó este tributo al proponer a sus discípulos que comerciaran carnalmente con sus antepasados germánicos. No era una pasión necrófila la que lo animaba. Los periódicos de las SS señalaban los cementerios donde descansaban arios puros como posibles lechos propiciatorios; si los jóvenes hacían el amor sobre la tumba apropiada, el espíritu ario del difunto se encarnaría en la futura criatura, asumiendo sus virtudes nórdicas.

Extraño proceder este el de que los muertos procreen a los vivos. Los antiguos vikingos realizaban ceremonias para que los difuntos no volvieran a la vida. Heini, tal vez por su educación católica, creía, como Unamuno, en la resurrección de la carne y no en las baladronadas del Walhalla.

De hecho, el Reichfuhrer sabía lo que era copular con los difuntos. Sin duda la noche en que lo engendraron, las momias y antiguallas arqueológicas que atesoraba su padre acudieron en tropel y dieron a luz a este hurón con el hocico perverso. Con los años, el animalejo les rindió homenaje en su sala de antepasados. Algunas madres engendran un feto que nace muerto y lo sepultan durante años en su seno; esta vez el engendro nació vivo en apariencia, si bien su macabra naturaleza se desvelaría con los años.

En el momento que comienza esta historia, dos jóvenes de rostro cuadrado y ojos cavernosos se dirigen solemnes a uno de estos cementerios. Con la conciencia del deber, han elegido la lápida de un Friedrich al azar, ¿o era Siegfried? Las gruesas gafas de la muchacha y las trenzas apelotonadas le dan el aspecto de una avejentada maestra de escuela. El muchacho es tan descarnado como un cadáver. Su hermandad con la muerte los hace idóneos para esta misión patriótica.

   Tras el frío himeneo, los dos jóvenes retocan su peinado y sus ropas, y cualquiera los confundiría con dos estudiantes modélicos que acabaran de salir de un examen o un desfile.

   La noche huele a formol. En la tormenta seca que sigue, los rayos iluminan los sepulcros, un fugaz recuerdo a sus moradores blancos, blanquísimos. Dos cuervos sobrevuelan las cabezas de estos patriotas en miniatura, convertidos en estatuas lívidas. Cualquiera diría que se han enraizado en tierra, como los árboles que se alimentan de los muertos.

Entonces algo los petrifica: un gigante barbirrojo se yergue imponente delante de ellos. La tierra húmeda cubre las hebras de sus cabellos. La indignación fulgura en su mirada, la furia se apretuja en sus labios trémulos y sus cabellos se agitan como los de medusa. Los jóvenes no han yacido sobre la tumba de un Friedrich cualquiera, sino sobre la del emperador durmiente. Unas palabras brotan de su boca putrefacta: Versalles.

Su fantasma recorre Alemania como un siglo antes lo hiciera su hermano mayor, el comunismo. Poco después de esta cita fúnebre, miles de alemanes con aspecto patibulario sufren el mismo trance. Han hecho un pacto con los muertos, con el difunto emperador en primera línea. Están de duelo por las ofensas milenarias y desafían a aquellos que les han sometido a esta humillación. En todos ellos la misma palabra: Versalles.

¿A quiénes lanzan el guante? A los que troquelaron este desaire. A los judíos, a cuya cabeza estaba el ex-primer ministro Rathenau, judío que recibió su merecido por un patriota; a los eslavos y a todas esas razas inferiores que han corrompido Alemania y Europa entera.

Podemos interpretar la segunda guerra mundial como un duelo a gran escala en el que la sangre llamaba a sangre y así hasta el infinito. Como dice Larra en el duelo:  ... en un principio se batían los duelistas a muerte, a todas armas, y tras ellos sus segundos; cada injuria producía entonces una escaramuza...”

En esa carrera de duelos y ofensas, se mercadea muerte por muerte. Dos cadáveres gobiernan el Reich, y su imperio es el de los cementerios. Y es que Heinrich Himmler es hijo póstumo de Enrique el pajarero y el Führer, de Federico de Prusia. Cuando emprendan la batalla contra el resto de Europa, los aterrorizados vencidos caerán a sus pies, porque Hitler actúa con la temeridad del que ya está muerto o es un cadáver viviente.

¿Cuál es el destino de esta estantigua? Se especula el motivo por el que el Führer invadió Rusia. Cedamos a la superstición de los nombres. Se dice que invadió Stalingrado para humillar a su adversario georgiano. Russ hace referencia a una tribu vikinga que se estableció en Ucrania y que fundó lo que luego se llamaría Rusia. Sin duda la cuna de los arios estaba en tierras eslavas, la última Thule. Posiblemente por eso, el zar Pedro levantó una ciudad más al norte, la genuina Hiperbórea, con la esperanza de robarle los cuervos a Odín y regalárselos a su hijo póstumo, Stalin, para que avistara a Barbarroja y lo enterrara bajo suelo ruso.

lunes, 3 de junio de 2013

Las muertes de Huckleberry Finn 2. La escritora de epitafios.


El Támesis discurre con parsimonia, asentando el limo de las costumbres británicas. El Misisipi borra las huellas de cualquier tradición, excepto la de los barcos de vapor, las almadías y las canoas. Estos son sus verdaderos contornos; lo que se ve en ambas orillas, por efecto de sus aguas volubles, se torna espejismo.
En la lontananza y la oscuridad, Huck y Jim son apenas unas sombras. A la luz del día, sus pensamientos se vuelven beodos. De este modo, así como Cervantes pondrá en boca de un loco una inversión de la moral, el escritor norteamericano hará algo similar con un muchacho inculto y marginado.
Huck se debatirá entre su deber para con la señorita Watson -le ha robado una propiedad, Jim- y su simpatía hacia el negro fugado. Difícil malabarismo ganarse a un público esclavista al modo de las fábulas tradicionales. Para humanizar a Jim, Twain lo blanquea. Esto lo logra cuando aquel le ofrece a Huck no la fidelidad de un esclavo, sino la amistad sincera de un igual. Solo en el marco de una fábula un negro podía tratar a un blanco de tú a tú.
Sin embargo, esta trasvaloración de la moral se manifiesta con más intensidad en la crítica al sentido del honor sureño. Ya vimos en la entrada anterior cómo Twain lo caricaturizaba a través del rey y del duque; ahora la ironía se cebará de un modo más sutil en los Grangerford.
Huck es adoptado por esta familia, marcada por la fatalidad; y decimos fatalidad porque solo la fuerza del destino, en su sentido más trágico, explica las muertes de sus integrantes. Entre estos y el clan rival se dirime una disputa legendaria, por la que sus miembros se van inmolando con honor. El origen de la rencilla se basa en una noción confusa: “las diferencias”. Buck, uno de los vástagos de los Grangerford,  se lo aclara a Huck en un curso de filosofía pedestre:
 “HUCK- ¿Qué te ha hecho él?
BUCK- ¿Él? Nunca me ha hecho nada.
HUCK - Pues entonces, ¿por qué querías matarle?
BUCK- Por nada... solo por nuestras diferencias.
HUCK- ¿Qué quieres decir con eso de las diferencias?
BUCK- [...] ¿No sabes lo que es tener diferencias?... Bueno, pues una diferencia se tiene así: un hombre riñe con otro hombre y le mata; después viene el hermano de ese otro hombre y le mata a él; después vienen los primos a meterse en el asunto... Y con el tiempo, se matan todos y ya no hay diferencias...
HUCK- [...] Bueno ¿y quién mató [primero]? ¿Fue un Grangerford o un Shepherdson?
BUCK- ¿Cómo quieres que lo sepa yo? ¡Hace tanto tiempo que pasó...! [...] Creo que papá lo sabe, y algunos de los otros viejos; pero ya no saben cómo fue la primer discusión.”
Tal vez nazcan estas diferencias del intento de poner límites al río. En Cañas y barro uno de los personajes protestaba por ganar terreno a La Albufera; parcelar el agua, además de una utopía, es un pecado contra la naturaleza. “La propiedad es un robo”, como diría Proudhon. Anatole France, en La isla de los pingüinos justifica el origen de la propiedad de una forma que no desmerece de la ley de la frontera, que regía entonces en la dos Américas y que, en tiempos pretéritos, tenía vigencia en la vieja Europa:
“- ¿No veis hijo mío - preguntó- a aquel hombre furioso que está arrancando con sus dientes la nariz del enemigo derribado, y a aquel otro que aplasta la cabeza de una mujer con una enorme piedra?
- Los veo.
- Están creando el derecho y fundando la propiedad. Establecen los principios de la civilización; echan las bases de la sociedad y los cimientos del Estado.
- ¿Cómo es eso?
- Amojonan los campos. Ese es el origen de todo el orden social. Vuestros pingüinos están cumpliendo la más augusta de las funciones. Su obra será consagrada a través de los tiempos por los legisladores, y protegida y confirmada por los magistrados.
Mientras el monje Bulloch decía estas palabras, un gran pingüino de piel blanca y de pelo rojo bajaba el valle, con un tronco de árbol a las espaldas. Acercándose a un pequeño pingüino que, abrasado por el sol, regaba sus lechugas, le gritó:
- ¡Tu campo es mío!
Y al pronunciar estas rotundas palabras descargó el tronco del árbol sobre la cabeza del pequeño pingüino, que cayó muerto sobre la tierra cultivada por sus manos...”
Se diría que el río y sus terrenos movedizos se van alimentando de almas muertas. Y que esos mojones, que intentan ponerle límites, son las lápidas que los poetas cantarán en las epopeyas.
De hecho, tal como escribe Twain en la novela, las muertes de los Grangerford  obedecen a una especie de justicia poética. La hermana de Buck dedica su vida a componer epitafios. Esta niña está tan familiarizada con la parca que, antes de que la funeraria visite a los seres queridos, se le adelanta para componer unas palabras dignas del finado. Su muerte, aunque mucho más poética, es tan absurda como la del resto de la familia: al tropezar con un ripio se apaga poco a poco hasta fallecer. Aunque quizás tenga un sentido. Los poetas aúlicos de La isla de los pingüinos  también se quedan sin trabajo, cuando los pingüinos conquistan los terrenos de los vecinos y ya no queda tema para versificar.
  Como decía Buck: “con el tiempo, se matan todos y ya no hay diferencias.” La poesía está de más. Por si las moscas, nuestro amigo Huck Finn prefiere no ser adoptado por la familia Grangerford, para no ver su nombre esculpido en una lápida, con un poético epitafio que lo inmortalice para la posteridad o lo arrincone entre los legajos de un archivo.  

miércoles, 1 de mayo de 2013

Las muertes de Huckleberry Finn 1. Las reencarnaciones del Misisipi.


Las reencarnaciones del Misisipi.
    
   En la novela homónima de Mark Twain, Huckleberry Finn realiza un extraño cortejo a la muerte. Su amigo Tom Sawyer sueña con rescates sangrientos, inspirados en historias de piratas; si bien sus fantasías nunca se salen del cañamazo infantil. La imaginación de Huck Finn va más lejos. Degüella a un cerdo y lo hunde en el río para simular su muerte y esquivar la sombra del padre. Desde entonces, Huck abandona su envoltura carnal y vaga en una balsa por el Misisipi en compañía de Jim, un negro fugado. En la geografía del más allá los ríos cumplen un papel mítico. En este Aqueronte sureño se diluyen las fronteras del tiempo, no hay muerte ni clases sociales; por eso fructifica la amistad entre una basura blanca como Huck y un esclavo fugitivo como Jim.
Además el Misisipi  sumerge a nuestro protagonista en el ciclo de las reencarnaciones. “No te bañarás dos veces en el mismo río”, dice Heráclito; lo que se traduce por “nunca serás la misma persona cada vez que te bañes en sus aguas”. La corriente arrastra cientos de vidas. En cada ribera nuestro héroe, tras el correspondiente bautismo fluvial, asume una personalidad nueva. Primero es una niña; luego, un muchacho desorientado y, por último, la sombra de un ser vivo: Tom Sawyer. El rígido contorno de un nombre, Huck Finn, se difumina como las fluctuantes orillas de un río; lo que hace que tanto él como Jim descarten la fuga y se dejen llevar por la corriente.
Pero hasta este flujo libre en apariencia tropieza con escollos. Cuando el espectro de Huck navega por el Aqueronte, unos demonios se embarcan en la balsa, haciéndose pasar por ángeles caídos. Con el bautismo del whisky falsifican vidas y muertes. Los embaucadores actúan como predicadores, actores o vendedores de ensalmos. Se sienten orgullosos de su trabajo y, siguiendo la tradición del sur, se las dan de caballeros; de ahí que uno se haga llamar duque y el otro, rey; y que exijan a Jim y a Huck que les rindan pleitesía. Si en algunos personajes de la obra perduraba el honor sureño, en estos últimos este concepto se degrada en espectáculo de feria. Huck lo comenta a Jim con sorna: estos aristócratas de pacotilla no se distinguen de los originales; y, si los miras de cerca, no son peores que los genuinos. De esta forma, la nobleza europea es tildada de corte de los milagros. Esta idea la desarrollará Twain más a fondo en una novela satírica posterior: Un yanqui en la corte del Rey Arturo.
El río lo arrastra todo: la vida y la muerte; pueblos enteros, casas, e incluso las mentiras y los pecados de los hombres. Los estafadores se valen de esta corriente para ocultar sus fechorías y borrar su rastro. No obstante, hasta sus aguas guardan memoria. Los timadores son emplumados, porque el río es una imagen de la eternidad; y el tiempo, en su rueda de culpas y redenciones, vuelve a sus peregrinos sin que estos se den cuenta. Puede que Huck y Jim no se hayan movido nunca de sitio y que su fuga haya sido un reflejo en las aguas del río. Al principio de su  huida se habían topado con una casa flotante. En ella habían encontrado avituallamiento y disfraces con los que Huck había encarnado distintas vidas. Pero un hecho trágico le dotaba de un sesgo funesto: la presencia de un muerto transformaba la cabaña en un ataúd a la deriva. Huck, hastiado del acoso paterno y del acartonamiento de la señorita Watson, había fantaseado con asumir distintas personalidades; este hallazgo fúnebre lo convertía en un hijo póstumo o, lo que es lo mismo, en un fantasma anónimo.
Aventuro un desarrollo diferente de la narración. El tiempo se ha detenido. Las corrientes del río son las fluctuaciones de la mente de Huck. Este descubre la identidad del muerto y las subsiguientes peripecias solo tienen lugar en su cabeza. Ambos son capturados y Jim es colgado como esclavo fugitivo; entre otras cosas, porque Huck es un buen chico y lo denuncia a las autoridades.
Esto enlazaría con un final gore titulado The Adventures of Huckleberry Finn and Zombie Jim. Una especie de tuberculosis provoca que los muertos vuelvan de sus tumbas. Los rebeldes son exterminados, pero los dóciles son empleados por los vivos. La esclavitud deja de existir, al menos oficialmente. No obstante, la liberación es un espejismo. Jim resucita como zombie para vivir una fantasía perniciosa: se cree libre. ¿Abolición? La amistad prolongada en el tiempo entre Huck y Jim solo es posible, si este último se convierte en un cadáver servicial. El  destello de libertad del Jim vivo se apaga en su versión zombie, que retorna a la vida como un uncle Tom cualquiera. Lo que hace de esta novela una alegoría de la alienación de los negros, tras ser emancipados sobre el papel por Abraham Lincoln. 

martes, 19 de marzo de 2013

El enemigo del pueblo

Una vieja dama llega a un pueblo de mala muerte. Alrededor de su figura sus paisanos han tejido una red de esperanzas. La mayoría vive en la pobreza y esta hija del terruño retorna como multimillonaria. Su antiguo novio, un rico comerciante, nota en ella cambios inquietantes. Aquellas manos, antes cálidas y hermosas, han sido reemplazadas por piezas ortopédicas de marfil. Estas han sustituido la carne por un esqueleto, tornándola en espejo de la muerte, cuya guadaña es un enigmático ataúd como único equipaje.
En un homenaje, la señora designa al destinatario del ataúd. Ofrece un millón de dólares al pueblo y otro millón a cada familia, a cambio de que su antiguo novio sea ejecutado. Este la dejó embarazada y, tras acusarla de ramera, la empujó a la prostitución, hasta que el matrimonio con un multimillonario la redimió de su mala vida.
El alcalde no acepta la oferta; sus conciudadanos se muestran indignados. Mientras el comerciante sea amigo del pueblo, nada ha de temer.
La carnaza ha sido lanzada. Los lazos de la civilización se mantienen intactos de momento. No obstante, los hilos que convierten a alguien en enemigo del pueblo son muy sutiles. En la jauría humana, una película de los años sesenta, esta declaración de hostilidad no obedecía a un patrón racional. Bastaba la abundancia de alcohol para mutar a una comunidad maleable en una jauría que corría detrás de su presa. En las sociedades totalitarias, el dedo del líder señala al apestado.  Stalin, en un ejercicio de damnatio memoriae borraba a los enemigos de clase de las fotografías oficiales, como Caracalla con su hermano en los monumentos conmemorativos. En esta misma línea, algunos “revolucionarios”, inspirados por el principio  “la voz del pueblo es la voz de Dios”, excomulgan a aquellos que no se pliegan a sus designios. Este “pueblo” es un ente divinizado que nada tiene que envidiar a las teocracias más recalcitrantes. Por eso el castigo del que no se arrodilla ante la nueva divinidad es la muerte o el ostracismo.
Pero no siempre es un impulso inconsciente o un toque totalitario lo que marca al condenado. A veces es la simple disconformidad con la ideología dominante. Otras, en cambio, el más burdo interés cambia a un individuo de amigo a enemigo en un plazo muy breve.
En la obra homónima de Ibsen, el enemigo del pueblo, el descubrimiento de que las aguas de un balneario están contaminadas, convierte a uno de sus miembros más respetables en uno de los más denostados. En  la visita de la vieja dama, la obra que estamos reseñando, un ballet perfectamente orquestado hace que el honrado comerciante se vuelva uno de sus enemigos acérrimos.
En esta obra, la danza de la muerte es un baile obsceno que no obedece a los designios de la providencia, sino a la simple venganza. La parca no es una figura sagrada sino una prostituta. La vieja dama le dirá a su víctima: “el mundo hizo de mí una puta y yo haré del mundo un burdel.”
La danza gira alrededor de su víctima, que se percata de que los gusanos se lo están comiendo antes de hora. Los habitantes del pueblo compran a crédito, confiando en esa generosa donación, y hasta el hijo del comerciante adquiere un coche nuevo. Todos, incluso sus familiares más íntimos, desean que muera. La apreciación moral evoluciona asimismo con el brillo del dinero. Los ciudadanos se vuelven más hostiles, conforme descubren el odioso crimen que este cometió con la señora. La comunidad se ha metamorfoseado en jauría.
Años atrás, el comerciante lanzó a esta masa enfurecida contra una joven embarazada. Ahora es esta mujer, un amasijo de huesos inertes, quien la envía contra su antiguo verdugo. Este es sentenciado a muerte y la dama se lo lleva en su ataúd a un lujoso mausoleo que le tiene reservado en Capri.
Los norteamericanos, tan aficionados al espectáculo, habrían desarrollado un final alternativo. Su identificación con el individuo marginal habría hecho de nuestro condenado un héroe a la inversa. El enemigo del pueblo, convenientemente maquillado, sería un “enemigo público” y cubriría los rotativos del país durante años, como un Dillinger cualquiera. Aun así, nuestro protagonista, tras dar vueltas de feria en feria, un día habría caído en las garras de la danza de la muerte, tal como lo cuenta la visita de la vieja dama, en la que los medios de comunicación asisten a una pena capital que ignoran de dónde ha salido.

domingo, 17 de febrero de 2013

Me llamo Putin, Vladimir Putin, y soy ruso.

La  vieja  guardia roja ha adelgazado y se ha puesto en forma. Mientras los antiguos camaradas tenían la estampa de una mesa de camilla, a tono con las orondas estatuas del régimen, la llegada de la democracia a Rusia significó que un funcionario de la KGB, decano de las virtudes soviéticas, abandonara esa imagen estática y se convirtiera en un émulo de Superman.
Los presidentes estadounidenses se mantienen atléticos; por unas libras de más o una sonrisa a destiempo pueden perder las elecciones. Los líderes soviéticos, salvo Gorbachov, estaban obesos y desconocían el lenguaje de las masas. Las puestas en escena a lo Eisenstein  ya no se llevan y ni siquiera Lenin, con esa pose mayestática a lo Napoleón, embelesaría hoy a los rusos. Putin ha aprendido de los países occidentales el arte de la seducción, y el director del acorazado Potemkin ha cedido el testigo a Ian Fleming, autor de James Bond. Este, como su antepasado Sherlock Holmes, exhibe mil caras. No obstante, el agente británico supone apenas un punto de partida para el líder ruso, no su meta. Sin abandonar su cara de palo, robocop Putin acomete hazañas que sobrepasan al inglés y al mismísimo Superman. Y es que, como el zar Pedro el Grande, que se inspiró en la Europa de su tiempo para San Petersburgo, Super-Putin acrisola lo mejor de cada héroe occidental. Veamos algunas de sus gestas, dignas del Guinness del folletín decimonónico. Con un dardo narcotizante salvó a unos periodistas del ataque de un tigre, en una escena censurable en la Rusia soviética por sus reminiscencias coloniales (¿Indiana Jones o Kim de la India?) Descubrió unas ánforas griegas en el fondo del mar (¿Indiana Jones otra vez o Sabú?) Alcanzó los 240 kilómetros hora en un coche fórmula uno (¿James Bond?) Se sumergió en el lago Baikal para medirse con sus gélidas aguas (¿Tarzán de la tundra?) Condujo personalmente un avión apagafuegos en la oleada de incendios de 2010 para acallar a los ecologistas de pacotilla (¿Superman o supergreenpeace?) Campeón de Judo (¿Bruce lee? ¿Chuck Norris?) Virtuoso del piano en una gala benéfica (¿Rubinstein?) Y, por último, en un emotivo homenaje al anuncio de Marlboro, se paseó a caballo con el torso desnudo por la república rusa de Tuvá para rendirse finalmente ante un ejército de hermosas y jóvenes patriotas. ¡Qué menos! Los héroes también se merecen el descanso del guerrero.      
Sarkozy cautivó a su pueblo con un romance que sacudió los corazones galos. Los rusos, tras siglos de adormecimiento entre tumbas y héroes alcanforados, no son tan sentimentales y desean acción a puñados en los escenarios más variopintos. Se diría que Putin quisiera recuperar para su público el exotismo de los paisajes de la Unión Soviética, sustituyendo el cuadro trasnochado de los koljoses por los de las novelas de aventuras a lo Miguel Strogoff.
Gorbachov inauguró una democratización de Rusia que admiró a los norteamericanos; pero solo Putin ha sabido ganarse a la Casa Blanca hasta situarse como uno de los suyos, pese a sus intereses contrapuestos. Paralelamente se ha operado en la fisonomía del mandatario ruso una metamorfosis. Sus rasgos se han ido moldeando hasta asemejarse al héroe al que deseaba emular, Daniel Craig, el último James Bond. Me parece escuchar su tarjeta de presentación a su llegada al Capitolio, su guinda como superhéroe tras culminar sus hazañas: “Me llamo Putin, Vladimir Putin, y soy ruso”.


domingo, 20 de enero de 2013

Dickens y su doble


Un hombre mantiene una entrevista clandestina en una taberna de Londres. Es un poco grueso y recuerda por su jovialidad a Mister Micawber. Su interlocutor, un gentilhombre embozado en una capa, se diría un espectro.
Hace tiempo este caballero vio algo especial en el joven Dickens. Le gustó la vitalidad y el ingenio del niño. Durante años ha sufragado en secreto su educación y ha seguido sus pasos como taquígrafo. Ahora el muchacho ya está maduro. El acuerdo con el viejo Dickens, alias Micawber, es simple. Desde este momento su  hijo abandonará su carrera teatral e interpretará un único papel: el de Charles Dickens.
Para crear la pantomima, contrata al genio del transformismo: Charles Mathews. Este se inspira en sí mismo para dotar de verosimilitud a la estrella; tanto es así, que muchos insinuarán que Charles Dickens nunca existió y que fue la creación más lograda del actor.
Por las noches, Charles se reunirá con el caballero. El joven es un agudo observador y un magnífico imitador. Su interlocutor es incapaz de escribir desde la soledad de un escritorio y reconstruirá, gracias a las actuaciones de Dickens, aquellas  tragicomedias que darán fama mundial al novelista.
Los autores a la sombra se multiplican: aristócratas de gustos dudosos lo utilizan como testaferro de unas fantasías inaceptables para la buena sociedad. Eso explica obras tan dispares como Casa Desolada, Barnaby Rudge o Grandes Esperanzas.
El joven Dickens cumple a la perfección su papel, mas le asaltan momentos de crisis. En una de esas depresiones acude a un exorcista, quien le revela que algunos escritores se sirven de demonios mercenarios. El cisne de Avon  era un actor a sueldo que actuaba como testaferro de autores sin nombre. A Victor Hugo se le coló bajo la levita una gárgola erudita con un tratado del arte gótico para El Jorobado de Notre Dame. Debajo de su cama, Defoe guardaba un cura que le dictaba la parte edificante de su Robinson Crusoe; idea que copió de un español que, para su Guzmán de Alfarache, secuestró a un predicador para que encubriera sus fechorías contra las inquinas inquisitoriales.
Durante años el escritor representa la farsa. Pero la fama le pesa bajo los hombros y, en las postrimerías de su vida, abandona a ratos el papel de Charles Dickens y se prodiga en los de “sus novelas” a través de sus lecturas públicas.
Ese dejar de ser sí mismo tiene sus secuelas. Su estrella se rebela y Dickens muere sin concluir su última obra: El Misterio de Edwin Drood. Los editores, no obstante, no renuncian a los beneficios y traman una última estratagema: un espiritista conjura el espíritu del novelista, quien escribe de corrido el final de la historia. Esta parte apócrifa conserva en gran medida el espíritu dickensiano, por lo que algunos expertos reconocerán la mano del artista.
Sin embargo, un percance se interpone en el engaño. Ya hemos dicho que Shakespeare y Dickens eran actores. Durante años su puesta en escena fue un éxito, hasta que retrataron al dramaturgo. Fue este su único fallo. El joven Dickens, conocedor del secreto del bardo, planeó un destino similar y le encargó otro retrato a su amigo Maclise. Un hilo maestro une a ambos. Se pueden adivinar los primitivos trazos de un cuadro a través de los pentimenti, las tentativas del artista, antes de plasmar la versión acabada de la obra. En el rostro de Shakespeare se aprecia a simple vista las aristas de una máscara. El retrato alegre y desenfadado del joven Dickens encierra asimismo el significado de su pseudónimo, Boz: una máscara emborrona su verdadero semblante ¿O es una capa? Años más tarde un escritor irlandés desvelará su secreto y lo utilizará en El retrato de Dorian Grey. Con ello compartirá el honor de vender su alma a sus genios tutelares e ingresará en el Parnaso de los artistas endemoniados.