El
Reichführer Himmler recomendaba un retorno singular a la herencia ancestral
alemana, una especie de desnacer. Los orientales quemaban dinero en honor a sus
difuntos, Heini sobrepasó este tributo al proponer a sus discípulos que comerciaran
carnalmente con sus antepasados germánicos. No era una pasión necrófila la que
lo animaba. Los periódicos de las SS
señalaban los cementerios donde descansaban arios puros como posibles lechos
propiciatorios; si los jóvenes hacían el amor sobre la tumba apropiada, el
espíritu ario del difunto se encarnaría en la futura criatura, asumiendo sus
virtudes nórdicas.
Extraño proceder este el de que los muertos
procreen a los vivos. Los antiguos vikingos realizaban ceremonias para que los
difuntos no volvieran a la vida. Heini, tal vez por su educación católica,
creía, como Unamuno, en la resurrección de la carne y no en las
baladronadas del Walhalla.
De hecho, el Reichfuhrer sabía lo que era
copular con los difuntos. Sin duda la noche en que lo engendraron, las momias y
antiguallas arqueológicas que atesoraba su padre acudieron en tropel y dieron a
luz a este hurón con el hocico perverso. Con los años, el animalejo les rindió
homenaje en su sala de antepasados. Algunas madres engendran un feto que
nace muerto y lo sepultan durante años en su seno; esta vez el engendro nació
vivo en apariencia, si bien su macabra naturaleza se desvelaría con los años.
En
el momento que comienza esta historia, dos jóvenes de rostro cuadrado y ojos
cavernosos se dirigen solemnes a uno de estos cementerios. Con la conciencia
del deber, han elegido la lápida de un Friedrich al azar, ¿o era Siegfried? Las
gruesas gafas de la muchacha y las trenzas apelotonadas le dan el aspecto de
una avejentada maestra de escuela. El muchacho es tan descarnado como un
cadáver. Su hermandad con la muerte los hace idóneos para esta misión
patriótica.
Tras el frío himeneo, los dos jóvenes retocan su
peinado y sus ropas, y cualquiera los confundiría con dos estudiantes modélicos
que acabaran de salir de un examen o un desfile.
La noche huele a formol. En la tormenta seca que
sigue, los rayos iluminan los sepulcros, un fugaz recuerdo a sus moradores
blancos, blanquísimos. Dos cuervos sobrevuelan las cabezas de estos patriotas
en miniatura, convertidos en estatuas lívidas. Cualquiera diría que se han
enraizado en tierra, como los árboles que se alimentan de los muertos.
Entonces algo los petrifica: un gigante
barbirrojo se yergue imponente delante de ellos. La tierra húmeda cubre las
hebras de sus cabellos. La indignación fulgura en su mirada, la furia se
apretuja en sus labios trémulos y sus cabellos se agitan como los de medusa.
Los jóvenes no han yacido sobre la tumba de un Friedrich cualquiera, sino sobre
la del emperador durmiente. Unas palabras brotan de su boca putrefacta:
Versalles.
Su fantasma recorre
Alemania como un siglo antes lo hiciera su hermano mayor, el comunismo. Poco
después de esta cita fúnebre,
miles de alemanes con aspecto patibulario sufren el mismo trance. Han hecho un
pacto con los muertos, con el difunto emperador en primera línea. Están de
duelo por las ofensas milenarias y desafían a aquellos que les han sometido a
esta humillación. En todos ellos la misma palabra: Versalles.
¿A quiénes lanzan el guante? A los que
troquelaron este desaire. A los judíos, a cuya cabeza estaba el ex-primer
ministro Rathenau, judío que recibió su merecido por un patriota; a los eslavos
y a todas esas razas inferiores que han corrompido Alemania y Europa entera.
Podemos interpretar la segunda guerra mundial
como un duelo a gran escala en el que la sangre llamaba a sangre y así hasta el
infinito. Como dice Larra en el duelo: “... en un principio se batían los
duelistas a muerte, a todas armas, y tras ellos sus segundos; cada injuria
producía entonces una escaramuza...”
En
esa carrera de duelos y ofensas, se mercadea muerte por muerte. Dos cadáveres
gobiernan el Reich, y su imperio es el de los cementerios. Y es que Heinrich
Himmler es hijo póstumo de Enrique el pajarero y el Führer, de Federico
de Prusia. Cuando emprendan la batalla contra el resto de Europa, los
aterrorizados vencidos caerán a sus pies, porque Hitler actúa con la temeridad
del que ya está muerto o es un cadáver viviente.
¿Cuál es el destino de esta estantigua? Se
especula el motivo por el que el Führer invadió Rusia. Cedamos a la
superstición de los nombres. Se dice que invadió Stalingrado para humillar a su
adversario georgiano. Russ hace referencia a una tribu vikinga que se
estableció en Ucrania y que fundó lo que luego se llamaría Rusia. Sin duda la
cuna de los arios estaba en tierras eslavas, la última Thule. Posiblemente por
eso, el zar Pedro levantó una ciudad más al norte, la genuina Hiperbórea, con
la esperanza de robarle los cuervos a Odín y regalárselos a su hijo póstumo, Stalin,
para que avistara a Barbarroja y lo enterrara bajo suelo ruso.
Quizás ayuden a comprender que estos desvaríos de Himmler no son fruto de la imaginación de Huguet, sino recreaciones muy verídicas de las chifladuras del Reichführer, unas circunstancias de su vida que harán las delicias de los aficionados al psicoanálisis y afines:
ResponderEliminar1º. Que Himmler idolatraba a su padre.
2º Que su padre era arqueólogo aficionado.
3º Que su padre era el director de la escuela donde estudiaba.
4º Que uno de los mayores placeres del pequeño Himmler era delatar a los compañeros que habían cometido alguna falta y contemplar después el castigo que les aplicaba su padre.
Gran artículo, Huguet. Espero que no se demore tanto para el próximo.
En su búsqueda de sus raíces ancestrales, Himmler encargó un árbol genealógico de su familia así como de sus allegados. El resultado fue decepcionante. Sus antepasados eran mongoles y húngaros. Quizás por eso y por su desconfianza hacia sus paisanos bávaros, que no respondían al estereotipo ario y de ojos claros, planeó después de la contienda repoblar Baviera con auténticos "nórdicos" procedentes de Noruega. En este momento de lucidez, no habría estado mal que se hubiera sustituido a sí mismo por bávaro y mongol. Esto me recuerda la frase de "el gran dictador" sobre el propio Hitler, cuya tierra Austria, tiene mucho en común con Baviera: "un pueblo rubio dirigido por un dictador moreno."
ResponderEliminarPara corregir esos sarcasmos de la genealogía y de la fisonomía, algunos gerifaltes nazis de aspecto heterodoxo respecto a los ideales raciales se inventaron lo del "espíritu ario", es decir, una idea que derramaba sobre el individuo chorros de arianidad, independientemente de lo moreno que fuera.
EliminarPor si las moscas, mejor tener aspecto ario. Entre los judíos cundieron las rinoplastias para alejar el "rasgo judaico" más distintivo. De cualquier forma, no sé dónde leí que muchos niños alemanes de religión judía eran completamente rubios e incluso cumplían los requisitos craneométricos arios. No es fácil la cuadratura del círculo. ¿No se decía que Heydrich, prototipo germánico por antonomasia, tenía ascendencia judía?
EliminarEn efecto, Heydrich tenía una abuela judía, de nombre Sara, por más señas, pero ya se encargó él de taparlo todo. A Himmler, en contra de lo que pueda parecer, no le molestaba esa ascendencia; al contrario, le encantaba: tenía un archivo donde apuntaba todos los "defectos", carencias y vicios de sus colaboradores. Aquella costumbre que había adquirido en sus años colegiales no le abandonaba. Se sentía fuerte teniendo culpas de las que poder acusar.
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