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martes, 25 de diciembre de 2012

Dickens, el resurreccionista


Un hombre merodea por un cementerio a hora intempestiva. ¿Es uno de los profanadores de tumbas de los que se hará eco Stevenson en uno de sus relatos? Es un joven esbelto con la miseria de Londres en los pulmones. Al detenerse en una de las tumbas, observa el polvo de la lápida, acumulado por el infinito via crucis de la capital del Támesis. El musgo y la oscuridad le ocultan la visión. Al final, tras soplar distraído sobre la piedra, distingue las letras de la lápida: Nelly .
Si atendemos las creencias esotéricas, nuestro amigo es un resurreccionista, alguien capaz de hacer revivir a los muertos con la sola alocución de su nombre o, lo que es lo mismo, al exhalar sobre un apellido desdibujado un hálito de vida. Se cree en algunas culturas que el nombre refleja la esencia de las personas. Por ello ocultan el verdadero y ofrecen uno falso para escudarse contra los maleficios. El propio Dickens, consciente de su profanación, se cubre con un pseudónimo: Boz. Curiosamente este es el mote de su hermano y, cuando la parca, retomando la creencia judía, sea engañada por el nombre equivocado, se llevará a este antes de tiempo, confundiéndolo con el auténtico brujo, Charles.
Y es que Dickens, o Dick para los amigos, es el nombre del diablo. ¿Y a quién le extraña que el demonio goce de la facultad de recomponer los huesos de los difuntos?
No obstante, una cosa es resucitar a los muertos y otra muy distinta, mantenerlos con vida. Durante horas el mago ensayará frente a un espejo las frases de sus resucitados. Sabido es el poder que emana de su azogue y que, para que el alma del difunto no se escape, se tapa con una manta este instrumento del infierno. Pero nuestro Boz (¿o es Dickon el diablo su auténtico pseudónimo?) encuentra precisamente en este artilugio un camino para reencontrarse con las almas del purgatorio que unas horas antes se hallaban bajo una lápida. 
Frente al espejo, les promete un rostro reconocible en el mundo de los vivos. Existe una enfermedad, el síndrome de Capgras, por la que el afectado considera que todos aquellos que lo rodean, incluso los familiares más cercanos, son actores. Para evitar esta dolencia a sus criaturas, Dickens les procurará un entorno verosímil. Ya de niño había practicado con aquellos teatritos recortables, en los que las figuras de cartón desempeñaban su papel en un escenario cuidado al detalle. Ahora, adulto, su labor es más ardua: se trata de crear un hogar para estas almas reencarnadas.
Para lograrlo, no escatimará nada a sus hijos de ultratumba. Observará cuidadosamente a sus congéneres vivos y prestará a estas sombras del Hades una genealogía, una clase social, una forma de hablar e incluso una mímica tan convincente que los sitúe entre los seres de carne y hueso. Tanto es así que sus contemporáneos, al leer sus novelas, las tomarán por memoriales y no por obras de ficción y reconocerán a sus protagonistas de inmediato, como a cualquier hijo de vecino. Y, por si hubiera alguna duda, cuando el propio Dickens decida que la dulce Nelly duerma el sueño de los justos, tras su efímera resurrección, descansará en una tumba real, objeto de peregrinación de los dickensianos.
Desde aquel fatídico instante, los viajes de Dickens a través del espejo menudean, yendo nuestro poeta de un lado al otro como si fuera un ser descarnado. Cuentan una anécdota al respecto. En una reunión con sus amigos íntimos, bromeaba con ellos, mientras alimentaba una trama de su novela, saltando indistintamente del escenario real al otro de su fantasía con la misma naturalidad  de quien se muda con tan sólo cambiar de habitación.
Otra prueba de su habilidad como psicopompo nos la trae a la memoria un admirador con un pie en la tumba. Conocedor este del talento de Dickens, el astuto moribundo le pide entrevistarse con él antes de morir. Otro de sus lectores ya había fallecido, porque no le había llegado a tiempo la entrega de Pickwick; este, sin embargo, confía en el poder del brujo para convertirlo en otro Lázaro. ¿Tiene unas simples palabras con su venerado novelista? Esa es la versión oficial de su biógrafo Forster. En realidad, le leen en voz alta un episodio del Pickwick tras exhalar su último suspiro, y a algunos de los reunidos les parece ver que el difunto ríe desde la tumba como un señor Valdemar cualquiera.
Sin embargo, mala cosa es enmendar la voluntad de Dios y el sacrílego tarde o temprano ha de pagar con su vida. La trascripción del juicio tendrá lugar años después de muerto el hereje. El juez es un famoso alienado, aclamado anteriormente como prestigioso jurista: Schreber. Según este lunático,  Dios está constituido por los nervios de los difuntos. De tal forma que, al hacer confluir hacia sí los nervios de Dios, Dickens atrae al propio tiempo las almas de los muertos. Estas se acumulan en su cabeza y adquieren la forma de  hombrecillos. Algunas noches, estos homúnculos pululan por millares dentro de su cabeza y parlotean todos al mismo tiempo, produciendo una monstruosa cacofonía. Un día, esos personajes aseguran que nuestro autor está dotado de “una supuesta pluralidad de cabezas”, la de aquellos resucitados que se alimentan de un solo hombre. Entonces nuestro escritor se ve obligado a realizar monólogos a varias voces, al estilo del gran cómico Charles Mathews, el brujo que lo inició en sus artes chamánicas. A partir de ese momento, Dickens calla y, a través de su boca, hablan las cabezas de sus farfadets en sus lecturas públicas.  Hasta que un día, uno de sus personajes postreros, con el significativo nombre de Headstone, le exige un último sacrificio: que el novelista, que había intentado burlar a la muerte a través de sus agotadores paseos y de sus continuos cambios de domicilio, asiente su hogar definitivo bajo el peso de una lápida.