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domingo, 22 de enero de 2012

El Señor Teckel 9

La evolución de hombre a felpudo
9. Teckel y MacKay, una perfecta simbiosis.

    Entre Teckel y el señor MacKay había una especie de simbiosis que los vinculaba inexorablemente. Era imposible que nuestro pensamiento no los ligara como algo necesario. Así como el té es impensable sin la tetera, así como algunos animales parásitos viven de la convivencia con otros animales de gran tonelaje, MacKay era inconcebible sin Teckel y viceversa.
    Es difícil de creer que el señor MacKay hubiera sobrevivido durante tanto tiempo, e incluso hubiera llegado a desarrollar gran parte de su obra capital sin uno de los rasgos más inequívocos de su personalidad. ¿Habría contado en otra época con el Teckel de turno que le había hecho el papel de comparsa?
    Nosotros fuimos testigos del nacimiento concreto y real del señor MacKay, provocado al entrar en contacto con Teckel. Es difícil no sucumbir a la tentación de describir al jefe, antes del encuentro con Teckel, sino como la encarnación y ejecución de un proyecto. A la vista de sus subordinados era indudable que el señor MacKay se había reencarnado en alguno de sus proyectos más ambiciosos, y hacía de su figura un emblema sin fisuras, sin errores ni debilidades. Su eficiencia en el trabajo se derivaba precisamente de esta situación privilegiada: al ser él mismo la encarnación de un proyecto, las debilidades humanas quedaban a un lado. Tal vez por ello daba la imagen de un ser en dos dimensiones, de un ser que se manifestaba en una doble articulación. En una primera articulación era todo cerebro, una terminal que razonaba de modo admirable y que daba órdenes impecables a sus subordinados; en una segunda articulación, el señor MacKay era un autómata dotado con la alegría y la animación de los seres de carne y hueso. Esta segunda faceta la mostraba a los clientes -obviamente una máquina humana no vende- revelando una cierta dosis de calculada humanidad, no exenta de convenientes y bien estudiadas “flaquezas humanas”. En estas ocasiones, el reflejo de un hombre “more geométrico” se desvanecía en sinuosas carnosidades humanas y sonrisas pletóricas. Pero esta humanidad plomiza en el fondo no era más que un espejismo, que ocultaba al auténtico señor MacKay: la abstracción geométrica, un hombre hecho de cifras y datos, de cantidades matemáticas; la humanidad, en definitivas cuentas, no era sino un ardid, una fachada que hacía atractiva la técnica de ventas.
    Pero con Teckel el señor MacKay entró en el finísimo entramado de las relaciones humanas (hasta entonces había vivido sumergido en un piélago de ideas visionarias a las que se había aplicado con una frialdad matemática). No sé cómo Teckel encontró una fisura en esa superficie compacta. Me aventuro a sugerir, sin embargo, que venció sus resistencias doblegándolo por su punto débil: su manía enfermiza por la eficiencia. Tal vez me equivoco y sencillamente el jefe se hacía viejo, y en un arranque de chochez se quedó prendado de una cualidad esencial de nuestro hombre: su fidelidad fanática, casi religiosa. En ese caso no habría nada extraño en esa singular simbiosis: se trataría de una alianza entre una puntillosidad enfermiza y una fidelidad patológica; una patología siniestra se alimentaba de la otra o, teniendo en cuenta la unidad indisoluble que constituían, se trataría de una autofagia creadora.
    Y Teckel es un excelente perro guardián. Cuando las orejas del jefe se dilatan en el seguimiento de melodías extravagantes, disparatadas musiquillas que le gusta tararear; cuando su mirada se extravía en pensamientos que se diluyen en el infinito de sus visiones místicas, Teckel aguza sus oídos entrenados -el producto selecto de varias generaciones de cachorros espías- para captar las murmuraciones casi gemelas del silencio. Su “vista extraordinaria” también es capaz de avistar en la lejanía la sombra de un conspirador: no hay un par de ojos valerosos que resista la intensidad de su mirada punzante; su habitual expresión sumisa se transforma en un canto de muerte y destrucción. Si a pesar de todas estas medidas, alguien aún comete la osadía de hablar mal del jefe, Teckel saca partido al último y más terrible de sus instrumentos: lo agrede verbalmente. Sus frases no son muy ingeniosas ni muy bien razonadas, pero el tono está cargado de una rica agresividad que te recorre todo el cuerpo y te provoca un escalofrío.
     La voz contundente queda reforzada por la exhibición monstruosa de unos colmillos amenazadores, que se transforman en momentos de furia en cuchillos punzantes, capaces de destrozar un cuerpo humano en un abrir y cerrar de ojos.