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jueves, 29 de diciembre de 2016

El Lord Canciller del fango. La Casa Desolada y Beowulf.


Londres. El frío y el cieno lo invaden todo.  “Tanto barro en las calles, como si las aguas acabaran de retirarse de la faz de la Tierra y no fuera nada extraño encontrarse con un megalosaurio de unos 40 pies chapaleando como un lagarto gigantesco Colina de Holborn arriba.” Charles Dickens. Casa Desolada, Alianza Editorial, página 5.
    Tras esta cosmogonía mítica, Dickens nos revela la identidad del saurio que ha convertido la ciudad y el reino en un inmenso cenagal:
 “[...] En medio del barro y en el centro de la niebla está el Lord Gran Canciller sentado en su Alto Tribunal de Cancillería (Tribunal de Justicia). Jamás podrá haber una niebla demasiado densa, jamás podrá haber un barro y un cieno tan espesos, como para concordar con la condición titubeante y dubitativa que ostenta hoy día este Alto Tribunal de Cancillería, el más pestilente de los pecadores empelucados que jamás hayan visto el Cielo y la Tierra.” Charles Dickens. Casa Desolada, Alianza Editorial, páginas  5 y 7, volumen I.
Si el cuadro inicial podría formar parte del Génesis, hemos de añadir que el dinosaurio es un préstamo de Beowulf, la saga anglosajona. Allí se describe un monstruo, Gréndel, que, como nuestro Lord Canciller, vive en un pantano, envuelto en la niebla, y amenaza a los hombres de un palacio cercano:

“Llamábase Gréndel aquel espantoso
y perverso proscrito: moraba en fangales,
en grutas y charcas. Desde tiempos remotos
vivía esta fiera entre gente infernal...”
“En eternas tinieblas
                                        su ciénaga estaba...”

El pantano de Gréndel está poblado por seres infernales, envueltos en la bruma.  Si en Londres asomaban “perros, invisibles en el fango”; en el tribunal, los letrados, como los reptiles del cenagal, viven ocultos en la niebla:

“De pronto, un abogado muy bajito, con tremenda voz tonante, se levanta, todo inflado, en medio de los ban­cos traseros de niebla [...]” y tras pronunciar un mensaje de ultratumba “se deja caer en el asiento y desaparece en la niebla.” Charles Dickens. Casa Desolada, Alianza Editorial,  página 8, volumen I.

Gréndel asesina a los moradores del palacio del Rey Hodgar, vaciando literalmente el edificio. Con su sello, el Lord Canciller absorbe hogares y tierras, convirtiéndolas en casas desoladas y tierras baldías hasta asemejarlas a un cementerio:

“El Alto Tribunal de Cancillería, que tiene sus casas en ruinas y sus tierras abandonadas en todos los condados; que tiene sus lunáticos esqueléticos en todos los manicomios, y sus muertos en todos los cementerios...” Charles Dickens. Casa Desolada, Alianza Editorial,  página 6, volumen I.



Por desgracia, el neblinoso poder del Lord Canciller no se limita a casas y terrenos, su sello contamina a personas y familias enteras, a través de un pleito sin principio ni fin, Jarndyce y Jarndyce, del que estas familias forman parte sin saber cómo ni por qué. El litigio les acompañará a lo largo de su vida y se perpetuará en sus descendientes:

“Durante la causa han nacido innume­rables niños; innumerables jóvenes se han casado; innumera­bles ancianos han muerto. Docenas de personas se han en­contrado delirantemente convertidas en partes de Jarndyce y Jarndyce, sin saber cómo ni por qué; familias enteras han heredado odios legendarios junto con el pleito. El pequeño demandante, o demandado, al que prometieron un caballito de madera cuando se fallara el pleito, ha crecido, ha poseído un caballo de verdad y se ha ido al trote al otro mundo”. Charles Dickens. Casa Desolada, Alianza Editorial, página, volumen I.

La envidia y el resentimiento son los principales aliados del juicio, los “odios legendarios”. No olvidemos que «Jarndyce» (apellido) se parece a jaundice (ictericia), con sus connotaciones en inglés de prejuicio, envidia, resentimiento. Gréndel también simboliza el odio y las rencillas, aquel que está a punto de hacer bailar las espadas entre los daneses.
Tras mencionar a víctimas del litigio, a las que no pone cara ni voz,  Dickens  nos cuenta el caso de una anciana, la señorita Flite. Al principio de la novela esta asiste al pleito de Jarndyce y Jarndyce, y su comportamiento parece el de una lunática o una sonámbula:

“Subida en una silla a un lado de la sala, con objeto de ver mejor el santuario encortinado, hay una ancianita loca tocada con un gorro fruncido, que siempre está en el tribunal, desde que empieza la sesión hasta que se levanta, y que siempre espera que se pronuncie algún fallo incompren­sible en su favor. Hay quien dice que efectivamente es, o fue alguna vez, parte en un pleito, pero nadie está seguro, porque a nadie le importa. Lleva en su ridículo cachivaches a los que califica de documentos; se trata fundamental­mente de fósforos, de papel y de lavanda seca.” Charles Dickens. Casa Desolada, Alianza Editorial, página 6, volumen I.

En una conversación, la señorita Flite nos revela el motivo de sus extravagancias.  Al igual que el personaje de Ante la ley,  espera un veredicto:

[...]—Pero estoy esperando un veredicto. Dentro de poco. [...] Mi padre esperaba un veredicto —dijo la señorita Flite—. Mi hermano. Mi hermana. Todos esperaban un veredicto. El mismo que espero yo.
[...]—Y, ¿no sería más prudente dejar de esperar ese veredicto? —pregunté.
—[...]Ese lugar (la Cancillería) ejerce un atractivo misterioso. ¡Chist! No se lo mencione a nuestra diminuta amiga cuando vuelva. Puede darle miedo. Y con razón. El lugar ejerce un atrac­tivo cruel. Es imposible dejarlo. Y hay que tener esperanza [...]  Yo llevo muchos años yendo allí, y me he dado cuenta. Es la Maza y el Sello que hay encima de la mesa.
Le pregunté sin presionarla qué por qué era aquello.
—Absorben —me contestó la señorita Flite—. Ab­sorben a las gentes, hija mía. Les absorben la paz. Les absorben el sentido común. Les absorben hasta el aspecto. [...] El primero al que absorbieron fue mi padre..., lentamente. Con él absorbieron nuestra casa [...] Lo absorbieron hasta llevarlo a una prisión por deudas. Murió en ella. Después mi hermano se vio absorbido hasta caer en la bebida. A la miseria. Y a la muerte. Después absorbieron a mi hermana [...] Después yo caí enferma y en la miseria, y oí decir, como había oído decir tantas veces antes, que todo ello era obra de la Can­cillería. Cuando me puse mejor, fui a ver al Monstruo. Y entonces averigüé cómo era, y me sentí absorbida hasta quedarme allí [...] He visto llegar muchas caras nuevas que no sospechaban nada, y que se han visto absorbidas por la influencia de la Maza y el Sello, en todos estos años. Como le ocurrió a mi padre. Y a mi hermano. Y a mi hermana. Y a mí misma.” Charles Dickens. Casa Desolada, Alianza Editorial, páginas 47-48, volumen II.

   La señorita Flite, ¿absorbida por el tribunal? A primera vista no: la anciana se pasa el día en sus despachos, pero entra y sale de allí a voluntad. No obstante, esto es pura apariencia. Cuando terminan las sesiones, se aloja en una casa de huéspedes en frente del edificio. Esta es un reflejo deformado del alto tribunal y su casero, Krook, al que llaman irónicamente Lord Canciller, es el “hermano” gemelo del alto magistrado. De hecho, la posada, además de alojar vidas truncadas, amontona trastos viejos y libros de derecho, de modo similar al de la verdadera Cancillería.
   Al crear un paralelismo entre esta última y la casa de huéspedes, Dickens cierra el círculo alrededor de la anciana. El nombre oficial de la Cancillería esLincoln's Inn May”. “Inn” en inglés significa posada, de tal modo que los que acuden al alto tribunal, al traspasar sus puertas, se convierten de facto en sus “huéspedes” vitalicios y la legión de certificados del pleito se transforman en certificados de defunción. La señorita Flite nunca abandonará la Cancillería, porque la posada en la que se hospeda, como espejismo del edificio originario, es una prolongación del propio tribunal. Ella misma confía en morir encerrada en esta “casa desolada”, como los pájaros enjaulados a los que ha prometido la libertad en cuanto se falle su veredicto. Como diría el vigilante de “Ante la ley”, cuando el acusado está a punto de morir: “esta puerta te estaba reservada”.
El manto púrpura y el blasón nobiliario vuelven invulnerable al Lord Canciller oficial. A Gréndel  no hay arma que pueda abatirle, porque el monstruo las hechiza. Ahora bien, Dickens da con el sortilegio para deshacer el hechizo. Para matar al monstruo los héroes utilizan talismanes: un escudo que refleja la imagen de la bestia para huir de sus ojos. Para no mirar directamente a la moral victoriana y al clasismo inglés, Dickens crea el doble del Lord Canciller, Krook, y se ensaña con él, porque este es un vulgar ropavejero no un noble.
El asesinato de un alto magistrado habría sido un escándalo para la época, no así el de un trapero. ¿Asesinato? En la novela nadie llega a tocar un pelo al Lord Canciller ni a su efigie deformada, Krook. ¿Cómo lo hace entonces? A través de un arma homeopática: lo semejante se mata con lo semejante. Para acabar con la niebla nada mejor que una buena dosis de bruma.
El escritor inglés no oculta que la niebla es el vínculo entre el Lord Canciller y Krook, el elemento en que nadan ellos y sus víctimas. Esta se extiende por todas partes y se cuela en “los ojos y gargantas de ancianos... y en la cazoleta de la pipa que fuma por la tarde el patrón malhumorado”. Dickens juega asimismo con la ambigüedad del delirio blanco: la bebida. Las brumas del alcohol se transformarán en la niebla que envuelve el cerebro del verdadero Lord Canciller y de su doble, Krook.
Con ironía victoriana, Dickens defenderá que la causa de su fallecimiento es esa niebla que nubla el entendimiento, el alcohol, auténtica bestia negra de la época. Este, como mecha inflamable, provocará la combustión espontánea de Krook. Y lo que sus contemporáneos no entenderán desde su miopía positivista es que, al defender esa teoría estrafalaria, no intenta explicar la muerte desde un punto de vista científico sino moral:

“El Lord Canciller de la plazoleta, fiel a su título hasta el final, ha muerto como mueren todos los Lords Cancilleres de todos los Tribunales, [...] en las que se actúa con falsedad y se cometen injusticias. Dad a la muerte el nombre que Vuestra Alteza quiera, atribuidla a quién que­ráis, o decid que hubiera podido impedirse de un modo u otro, pero seguirá siendo eternamente la misma muerte: congénita, innata, engendrada en los humores corruptos del propio cuerpo viciado, y nada más... La Combustión Es­pontánea, y ninguna otra de las muertes por las que se puede perecer.”  Charles Dickens. Casa Desolada, Alianza Editorial,  página 25,  volumen II.

lunes, 7 de noviembre de 2016

El delirio blanco. Rusia y sus demonios soviéticos.


En su obra Los Demonios, Dostoiévski menciona “una escena en la que un tal Gulliver, que antes ha estado en el país de los liliputienses, al volver a su tierra llegó a considerarse como un gigante hasta el punto de que, caminando por las calles de Londres, gritaba maquinalmente a los transeúntes y los carruajes que se quitasen de delante y cuidasen de que no los atropellase, imaginándose que él seguía siendo gigante y los otros liliputienses. Por eso se convirtió en el hazmerreír y en objeto de tremendos improperios. Más de un cochero zafio midió con su látigo las espaldas del gigante”.
Se entiende por delirio “una idea falsa, absurda e irracional que el individuo tiene de sí mismo o de su entorno, a pesar de que la evidencia demuestre lo contrario”. A lo largo de su corta existencia, las espaldas del gigante soviético sufrieron los latigazos de la realidad: los demonios se habían apoderado de su cuerpo y no había forma de expulsarlos.
En 1957 encargaron a dos científicos rusos una predicción sobre el futuro de la Unión Soviética, titulada Reportaje desde el siglo XXI. Difícil arte este de los vaticinios, pero estos discípulos del doctor Moreau no dudaron en forjar una obra en la que la epopeya se combinaba con la ciencia ficción a partes iguales. En el año de la profecía, 2007, el periodista Jacek Hugo-Bader viajó a Rusia para calibrar la desproporción entre la épica de este relato científico y la realidad postsoviética.
El gigante soviético estaba afectado de distintos delirios. En La vida e insólitas aventuras del soldado Iván Chonkin, se describen los síntomas del delirio científico en un personaje, Gládishov. Este emplea su tiempo en cultivar un híbrido de tomate y patata, al que bautiza como el Camino del Socialismo. Los científicos de verdad no se le quedan a la zaga, como nos cuenta Hugo-Bader en su visita al camarada Kaláshnikov:
“Izhevsk es la capital de la industria armamentística rusa, aunque por supuesto no hay ninguna fábrica de tanques, armas o vehículos acorazados. Otra especialidad soviética. La piezas de los tanques se ensamblan en una fábrica de agavilladoras, los misiles en una de coches, y la artillería en una de telares. En Tula, por ejemplo, los fusiles se producen en la fábrica de samovares.” El Delirio Blanco (Editorial DIOPTRÍAS, página 130. Traducción de Ernesto Rubio y Marta Slyk) 
Esto podría parecer una precaución contra los espías imperialistas. Mas esta degenera en locura con el uso de bombas atómicas para fines civiles:
“De alguna mente enferma surgió la idea de excavar canales por medio de cabezas nucleares: se va haciendo una bomba tras otra hasta tener listo el canal [...] Una explosión termonuclear creó un embalse artificial de cuatrocientos metros de diámetro y cien de profundidad [...] Al cabo de unos años, hasta aparecieron unos peces en el embalse de al lado. Solo que no tenían ojos.” El Delirio Blanco (página 169). 
 El sueño de la razón produce monstruos: Algunos niños de Semipalátinsk, afectados por la radiación, nacieron con deformaciones en el feto. Claro que esto no es ningún impedimento para un patriota soviético. En Temple de acero se retrata a “un hombre que, habiendo conocido todas las vicisitudes de la Revolución y la guerra civil, queda privado no sólo de los brazos y de las piernas, sino además de la vista. Reducido al lecho por las cadenas de la enfermedad, la fuerza y la bravura que subsisten en este hombre lo llevan a servir a su pueblo y escribe un libro” La vida e insólitas aventuras del soldado Iván Chonkin (página 167.)


   Tras nuestra lectura del libro de Jacek Hugo-Bader, arriesgamos otra explicación a esta ingeniería estrafalaria: el delirio blanco, el delírium trémens:
 “Cada vez que un evenko borracho se me acerca en la calle, siempre quiere una marcianada absurda: que le lleve conmigo a América, que lo acompañe al tren que va a Moscú (en la aldea no hay vía férrea) o que le dé diez mil rublos.” El Delirio Blanco (página 248.)
¿Trenes fantasmas? Son las voces del vodka, aquellas que empujan a los evenkos a pegarse un tiro o a correr desnudos huyendo de sus demonios.
    Resulta irónico que entre estos últimos la receta para curar el delirio blanco sea los sesos de reno, quizás debieran canjearlos por los de los científicos soviéticos. Estos también oyen voces que los empujan a proyectos no menos delirantes como irrigar los desiertos del país con bombas atómicas o explotar un artefacto nuclear, cuya radiación debería haberse extendido por una zona despoblada y desértica:
“(Sajarov) cometió un error muy importante. La nube (radiactiva) no se dirigió hacia al sur. En esta región de Kazajistán, el viento sopla del oeste al este una media de veintisiete días al mes. La nube fue directamente a Semipalátinsk, una ciudad que contaba entonces con 250.000 habitantes”. El Delirio Blanco (Editorial DIOPTRÍAS, páginas 157. Traducción de Ernesto Rubio y Marta Slyk) 
Las voces son los vientos. A miles de kilómetros de allí, en Siberia, esta tragedia se habría evitado, si hubieran escuchado a una pequeña chamana:
“Yo era una niña normal, pero no hacía otra cosa que jugar con los vientos. Me pasaba todo el tiempo con ellos, ellos me formaron. En mi aldea, los leñadores salían a trabajar y los vientos sabían siempre dónde iban, corrían alrededor de ellos como si fuesen perros y me lo contaban todo. Un día, iban a ir al bosque con un tractor, pero los malos vientos ya se habían subido al volante y yo tuve una visión... ¡No vayáis con los malos vientos! Mi madre vino y se me llevó. Se fueron a la taiga, el tractor se despeñó por un barranco y murieron cinco hombres”. El Delirio Blanco (páginas 232-233.) 
A la niña la internaron en un psiquiátrico. Al científico Sajarov le concedieron su tercera Estrella de Oro de Héroe del Trabajo Socialista y otro premio Lenin, todo ello en ágapes regados con abundante alcohol.
    Y es que, según la creencia popular rusa, el vodka lo cura todo: hasta los demonios se nutren de este néctar. No en balde el Día del Defensor de la Patria (el Día del Hombre o del soldado) se lo pasan bebiendo vodka. Lo curioso es que el Día de la Mujer también lo dedican (los hombres, no las mujeres) a beber. Y eso que la fiebre patriótica presenta sus desventajas: El índice de defunciones aumenta con las víctimas del coma etílico.


En el Reportaje desde el siglo XXI no se menciona a Dios ni a la religión. Estas supersticiones habrán desaparecido con el tiempo. Sin embargo, en el 2007, es la Unión Soviética la que se ha desintegrado y por toda Siberia pululan fantasmas y Mesías. Estos últimos desafían la tradición, ya no montan sobre ningún animal:
“La primera vez Jesucristo iba a lomos de un asno, comía pescado, bebía vino y vivía en castidad. Ahora prefiere una moto de nieve marca Yamaha, es vegetariano y abstemio, y su mujer ha vuelto a quedarse embarazada” 
“De los seis Jesucristos vivos que hay actualmente en el mundo tres están en Rusia. Uno todavía no se ha revelado [...] El tercero es un antiguo policía y pintor autodidacta,  a quien sus seguidores llaman “Vissarion”, que quiere decir “el que da la vida”. Aunque normalmente lo llaman “el Maestro”. El Delirio Blanco (página 187). 
¿Todavía no se ha revelado? Permítame Hugo-Bader una pequeña enmienda. El primero se ha encarnado en la figura de Pablo Iglesias.
Para ser ungido como Mesías, Vissarion quiere rememorar cada uno de los episodios de la vida de Jesús. Pablo Iglesias, mucho más modesto, se conforma con unas pocas escenas. Su favorita es Jesús expulsa a los mercaderes del templo.


      Ambos personajes comparten la Buena Nueva: la llegada del Reino de Dios sobre la tierra. Aunque con Vissarion nos atrevemos a asegurar que la sonrisa está más cerca.


    Pero mientras Iglesias se esfuerza por desvelar la Trinidad del niño Errejon, Pablo padre y el Espíritu de Podemos,  Vissarion nos diagnóstica el origen del mal:
“Cada célula del animal sacrificado lleva impreso el código del miedo, eso dice el maestro. Y después el hombre se lo come, asimila la energía negativa y se llena de temor, de pánico y de muerte.” El Delirio Blanco (página 188)
Toda esta sabiduría milenaria está recogida en el Último Testamento, un evangelio farragoso semejante a la escritura automática de los surrealistas o al discurso incoherente de Bienvenido Mister Marshall. No obstante, el diácono y filósofo ortodoxo Andréi Kuráev, nos dilucida el misterio:
“A partir de esas palabras incomprensibles cada uno se hace la idea que quiere. De esa forma satisfacen sus propias necesidades. Es como el Cuadrado negro de Malévich. Cada uno lo entiende a su manera.” El Delirio Blanco (Editorial DIOPTRÍAS, páginas 219. Traducción de Ernesto Rubio y Marta Slyk).
Nosotros arriesgamos otra hipótesis. En teoría, el cuadrado de Malévich no hacía referencia a nada externo. Sin embargo, últimamente se ha descubierto que debajo de la pintura se oculta un cubo futurista y un chiste racista: Dos negros peleando en una cueva, que aluden a una obra del escritor Alphonse Allais.
En 1887, Allais publicó la misma obra bajo el título Combate de negros en una cueva de noche  en un álbum humorístico. Este contenía La primera comunión de niñas anémicas en la nieve  (un rectángulo blanco) y Cardenales apopléticos recogiendo tomates en la orilla del Mar Rojo (un rectángulo rojo).
El delirio blanco es como estos chistes geométricos, un intento de cuadrar la realidad en el círculo de los planes quinquenales, transformando a los hombres en monigotes, lo que no se compadece con seres de carne y hueso, sino con el acartonado homo sovieticus.
En el Reportaje desde el siglo XXI  los científicos escribieron “que las carreteras del futuro garantizarían una seguridad vial absoluta. No resbalarían, se despejarían de nieve y se secarían solas [...] Por debajo de la carretera circularían unos cables de alta frecuencia.” 
No sé si el texto hace referencia a un futuro scalextric o es un plagio de Julio Verne. Hugo-Bader, por el contrario, señala hastiado: “De los trece mil kilómetros que recorrí de Moscú a Vladivostok, tres mil no tenían ningún tipo de pavimento”. El Delirio Blanco (Editorial DIOPTRÍAS, páginas 290-291. Traducción de Ernesto Rubio y Marta Slyk)
    Por eso el autor de libro acaba padeciendo el delirio. Delirar  procede del latín delirare, "salir del surco al labrar la tierra”. Nuestro escritor termina dando vueltas de campana en una carretera de tierra, por culpa de ese estado de indiferencia terrible y fría, ese frío helado que te congela el bigote o quizás, como los afectados por el delirio blanco, se precipita en la nieve al huir de sus demonios. 

martes, 12 de julio de 2016

Oxforbrigde. El teatro de las maravillas 6.

6. El Libro de torturas del faraón.


Urgía exorcizar al fantasma. La fortuna premió la perseverancia del equipo directivo. En la tumba de Usthiasuk desenterraron varios instrumentos de tortura: la palmatoria, la vara, la regla de roble macizo y la correa con púas. Junto a estas evidencias, el descubrimiento de El Libro de torturas del faraón vino a refrendar que el antiguo director se inspiraba en la Divina Comedia para martirizar a sus víctimas. La obra era tan extraordinaria que la doctora Cárdenas la reeditó para que fuera del dominio público. Veamos una reseña de la misma.

“No apto para cardíacos.”
La Tribuna

“El contenido de este libro puede herir gravemente su sensibilidad.”
El Heraldo del Progreso

“Mas de  diez millones de ejemplares vendidos… Miles de lectores condenados a no conciliar el sueño  durante el resto de sus vidas.”
Farbes.
Vlad Usthiasuk 
El  libro de torturas del  faraón 
Las últimas excavaciones arqueológicas en Oxforbridge nos han descubierto un mundo fascinante y cruel: el del antiguo y tiránico director Usthiasuk, conocido popularmente como el faraón. Durante mucho tiempo el contenido de este libro se consideró tan duro que no se atrevieron a publicarlo, porque describía cómo se vivía en los oscuros tiempos del faraón. ¿Cuánto era el dolor que los pobres alumnos eran capaces de soportar? Si usted ha soportado los relatos de Lovecraft, Poe o Machen esta obra le resultará aún más terrorífica. El Libro de las torturas de Usthiasuk: un libro pesado con un armazón de hierro forjado que se cerraba a cal y canto. En él, Usthia-suk anotaba el tormento reservado a cada una de sus víctimas: alumnos y profesores díscolos. Su contenido es tan horroroso que no nos sentimos autorizados a divulgar los detalles porque pueden herir la sensibilidad del lector, aunque se rumorea que los suplicios están inspirados en la Divina Comedia y el código de Hammurabi. Oigamos a un testigo que no quiere revelar su nombre por temor a represalias: “En la tumba de Usthiasuk, una vez al día un rayo de luz se filtra por las paredes, ilumina al faraón y este se reaviva por unos momentos: su rostro se enciende, sus ojos punzantes brillan y su cuerpo se pone en movimiento, o al menos eso dicen cuentos de viejas. Muchos testigos aseguran que el viejo director no murió y que se aparece por las noches a los alumnos y orientadores desprevenidos para darles algún que otro susto.”

Con El Libro de torturas del faraón desprestigiaron a Usthiasuk. Mas, ¿bastaba esto para conjurar al fantasma? Llamaron a un exorcista y, dos días más tarde, lo expulsó del zooinstituto para siempre.

– Doctora Cárdenas, quiero presentarle al descubridor del Libro de torturas del faraón – dijo el profesor Magoo –. Es uno de nuestros colaboradores: el doctor Tuhmahul.
– Es un placer conocerle, doctor. No sé qué habríamos hecho sin usted. Me encantaría invitarle a la presentación de mi próxima obra.

– Con todos mis respetos, doctora –le interrumpió Magoo –. Se me ha ocurrido una idea mejor. El doctor podría ser uno de los protagonistas de la ceremonia.

martes, 14 de junio de 2016

Oxfordbrigde. El teatro de las maravillas 5.



5.  El fantasma del faraón.

    En las semanas posteriores, un miembro del Departamento de Poesía Aplicada amaneció con una mejilla hinchada. Al principio lo tomaron por un flemón.  Luego contó que, en la oscuridad, cerca del Departamento de Orientación, sintió el peso de una mano callosa y fría, como un guantelete. Del golpe, sus gafas psicodélicas, idolatradas en el zooinstituto, se convirtieron en una escultura vanguardista. Esto  hizo dudar si el agresor era Usthiasuk o un artista revolucionario que estaba ensayando nuevas técnicas.
Uno de nuestros mejores estudiantes, experto en papiroflexia, llevaba a cabo un experimento con una mosca: le arrancó las alas para ver si podía volar. Cuando comprobó que era una inútil, la montó en un avioncito de papel para descubrir qué sentiría la aviadora en un vehículo supersónico. Nunca sabremos cómo acabó tan interesante prueba: una mano invisible, una mezcla asquerosa de vendas apestosas y plomo, le atizó un guantazo que lo dejó en blanco durante dos semanas seguidas.
     Pero lo que colmó el vaso fue lo que los eruditos consideraron la segunda   tragedia cultural más grave desde el incendio de la Biblioteca de Alejandría: la destrucción de La Biblioteca Benigno Luminoso de las Metaciencias Educativas. Se especula que el fantasma de Usthiasuk, que rondaba por los alrededores, estaba detrás  de estas maldades. Algunos libros ardieron misteriosamente y se perdieron cientos de pedagogía, espiritualidad, autoayuda y márketing. Entre ellos se mencionaba  una obra maestra de la metaciencia educativa: El aula celestial. Del colegio ideal a las divinas enseñanzas piscopedagógicas del Doctor Benigno Luminoso, y eso a pesar de que se habían tomado todas las precauciones para protegerlo. El libro estaba envasado al vacío, es decir, estaba guardado en una vitrina de la que se había extraído el aire a conciencia. Era una primera edición, una joya bibliográfica que solo aquellos orientadores consagrados podían consultar tras muchos años de entrega a las metaciencias educativas. La urna estaba presidida por un retrato de Benigno Luminoso. ¡Cuánta grandeza se esconde detrás de hombres aparentemente anodinos! Nadie habría imaginado que tras ese rostro redondo, manso y algo cetrino, de mirada desvaída, calva sebosa y protuberante, se parapetaba un genio creativo y fundador, el Descartes de la Psicopedagogía Avanzada. La  secretaria del Departamento de Animación Ludicoeducativa (DAL) estaba pasando a ordenador una conferencia de la doctora Cárdenas sobre el Aprendizaje Multidireccional, cuando le pareció ver una sombra. Miró alrededor: nada,  todo estaba en calma. Se asomó por la ventana y contempló el mar, el puerto natural y el “Faro de Alejandría” situado a la entrada de la biblioteca. Este, como cada noche, proyectaba en el aire los rostros de luminarias de la ciencia piscopedagógica, perfilados por rayos láser: Rousseau, Pestalozzi, Comenius, Luminoso. En ese momento arribaba un grupo de estudiosos en un barco de vela, impulsado por una brisa e iluminado por esos rostros resplandecientes que lo llevaban a buen puerto. Junto a esos semblantes se leían perlas de su sabiduría: apotegmas, sentencias o sencillas frases que habían iluminado a la humanidad durante décadas: ¿No dicen que la naturaleza es sabia?  O ¿Cuánta imaginación hay que tener para llegar al poder? Una música subyugadora, apenas audible, se difundía en varias millas a la redonda. La melodía procedía asimismo del “Faro de Alejandría”. Sí, todo era normal, pero bruscamente desaparecieron esas figuras benéficas y surgió tras una niebla repentina un rostro anguloso y cadavérico que helaba la sangre: ¡Usthiasuk! Un alarido prolongado, que sustituyó a la música, se oyó en el exterior. El barco embarrancó en la arena y cundió el pánico entre los tripulantes. Luego se apagaron las luces y el drama se situó en el departamento: el libro fundacional ardió dentro de la urna. La secretaria pegó un grito y, cuando se encendieron las luces, del ejemplar quedaban  apenas unas páginas chamuscadas y el retrato estaba colgado del revés. Por fortuna, la secretaria era una mujer decidida, corrió a la puerta y le pareció ver a un hombre que se alejaba. Llamó a los guardias, mas aquel tipo se disipó como el humo. Uno de ellos creyó reconocer en el fugitivo los rasgos del faraón.

martes, 7 de junio de 2016

Oxfordbrigde. El teatro de las maravillas 4.


4. El despertar del faraón. 

El profesor Magoo les leía poesías a sus alumnos, mientras estos utilizaban cebo para pescar. A falta de estudiantes bajitos –ya no quedaban apenas–, se valían de una gorra de dudoso origen. Los peces no picaban y los muchachos estaban aburridos. Al principio este les leía obras de sus autores favoritos, como Campoamor, pero con el paso del tiempo se sentía inspirado en sus paseos y, en arranques de furor poético, les recitaba su propia cosecha. 

Alondra solitaria

que navegas por estos tristes lares.
¿Adónde irá  tu hermoso trinar?
En mi memoria borrosa,
vapuleada por  recuerdos efímeros,
tu aleteo fútil
se volverá inmortal.

El señor Magoo les explicó a sus discípulos esta poesía como tempus fotis.
Desembarcaron los excursionistas, hastiados, y una nueva tripulación se enroló en el bote. Los muchachos estaban muy contentos. Al poco de iniciar la singladura, el chapoteo producido cuando los jóvenes echaron al agua a un alumno bajito como carnaza, le sugirió a nuestro vate unas de sus obras más inspiradas.

Suspiros de rocío
que besas mis húmedos labios.
¿Por qué desciendes del cielo
hasta mis miserias mortales?
¿Escuchaste acaso mi triste oración?
¿Suspiras rocío?
¿Son acaso estos, tus suspiros,
suspiros de amor?

Los alumnos tocaron tierra eufóricos. Algunos chocaron efusivamente la mano de Magoo. Este estaba emocionado. ¡Y pensar que algunos colegas decían por lo bajini que sus poesías eran ñoñas, cursis y con temática harto manida!
Con esta última remesa, las actividades náutico escolares finalizaron. El sol se estaba ocultando y navegar a la luz de la luna era suicida. Dios sabe qué bestias abisales moraban en las profundidades. Se decía que emergían a la superficie y que habían agujereado más de un casco a dentelladas, engullendo a sus tripulantes.
El profesor Magoo se dispuso a volver a su casa. Tendría que atravesar el zooinstituto para salir de allí. ¡Misión imposible! Algunos maldicientes creían que trabajaba horas extras para hacer méritos, lo cierto es que, por su escaso sentido de la orientación, empleaba cada día más de una hora en localizar la salida, perdiéndose muy a menudo por los corredores. De ahí que estuviera obsesionado con el Departamento de Orientación.
Pero esa tarde nuestro poeta tenía un trabajo pendiente y decidió navegar en solitario. Unos versos rebeldes se le atascaban en el cerebro y el paseo en barca le ayudaba a digerirlos.
“Caudales de sabiduría”, era como si hubiera oído antes estas palabras. Sí, era una voz caudalosa que repiqueteaba en unas aguas torrenciales. El lago estaba agitado, a pesar de que no soplaba ni una brizna de viento. Cientos de palabras, como gotas, chapoteaban en su cerebro.
¡Chop, chop! ¡Hola! ¿Qué es esto? El nivel de las aguas ha bajado y una galería sumergida se ha abierto en la fachada oeste del edificio. Ignoramos a dónde nos lleva. Lo único que sabemos es que unos signos misteriosos flanquean la entrada: una sandía y unos patitos que andan.
Magoo se apeó de la barca y se internó en la galería. Cuando llevaba diez minutos recorridos, intentó desandar sus pasos. Demasiado tarde. No había salida, solo un laberinto de túneles cada vez más estrechos. ¡Bueno! Puesto que no podemos irnos, lo mejor es saber a qué nos enfrentamos. En la mochila llevaba una linterna; lo que si no facilitaba mucho las cosas –porque nuestro valiente expedicio- nario estaba bastante cegato– ayudaría a aclarar dónde estábamos.
Las voces que le habían atraído hasta este corredor se oían con más claridad. Eran lamentos, súplicas, lloros intermitentes y el restallido de un látigo. ¿De dónde surgían? Magoo no veía muy bien pero su oído era muy fino: nacían de los muros de este pasadizo.
Hubo un momento en que topó con una reja carcelera en la pared, se asomó para ver el interior y, como en un relámpago, entrevió a varios muchachos a la luz de una vela estudiando unos libros gordísimos. Los estudiantes estaban sujetos con grilletes a las sillas y a las mesas. Cientos de libracos enmohecidos se apilaban en el suelo, en tanto las ratas roían sus páginas ante la indiferencia de los niños macilentos, que no apartaban su mirada de los volúmenes y de las resmas de papeles que iban rellenando religiosamente, como unos amanuenses medievales, condenados para toda la eternidad a no ver la luz del sol.
Magoo tembló al escuchar un grito desgarrador, acompañado de un rumor de cadenas arrastradas. La linterna se le cayó al suelo y la oscuridad tiñó la galería. Los lamentos se intensificaron y un viento helado sopló a su vera. Este fue acompañado por un hedor insufrible y un río de suspiros aún más lastimeros.
Durante unos minutos, se acurrucó temblando en una esquina de la galería. De pronto, sintió un frío terrible y un viento huracanado empujó su linterna a varios metros. A tientas consiguió encontrarla y la encendió.
Siguió andando hasta desembocar en una sala inmensa, con frescos en las paredes y en el techo. Unas teas con brea iluminaban débilmente el recinto. En las tumbas egipcias el Kah del faraón debía regocijarse tras su muerte con las escenas que le hicieron gozar en vida, por eso las paredes estaban decoradas con imágenes de sus seres y objetos favoritos. En el caso de Usthiasuk, como este disfrutaba con el sufrimiento de sus alumnos, los frescos relataban escenas del Libro de torturas del faraón.
Magoo pegó la cara al muro y, con la ayuda de la linterna, distinguió los que decoraban la tumba de Usthiasuk. Varios niños con cadenas, a los que se les habían arrancado los ojos, daban vueltas a una rueda en cuyos radios se leía: Matemáticas, Lengua, Física... El molino arrastraba unos voluminosos libros de estas materias. Debajo se leía el siguiente lema sanguinolento: la letra con sangre entra. Algunos muchachos estaban tullidos de tanto hacer deberes. A uno le faltaba una pierna; a otro, un brazo; del muñón de una de estas criaturas pendía una condena inapelable: cincuenta horas de deberes forzados; del que le faltaba un brazo, otra aún más terrible: 200 horas de estudios forzosos.
En otra imagen, dos gigantescas columnas de libros muy gruesos sostenían un templo del aburrimiento. Un alumno –al que le habían cortado sus bucles dorados por considerarlo una nenaza y un zoquete– estaba atado a estos pilares y, como recochineo, le obligaban a leer los libros que sostenían el edificio –clásicos de la literatura universal, enciclopedias de saber anticuado y nada lúdico–. El resto de la clase –veinte empollones insolidarios– se burlaba de él ante la mirada del maestro que les animaba a ensañarse con el desgraciado. En la siguiente escena, el muchacho –que era bastante corpulento– empujaba las columnas y este templo maldito se derrumbaba ante el pánico de los niños repelentes que veían cómo sus  falsos ídolos se hundían en la catástrofe.  Algunos frescos habían sido borrados, aunque todavía se distinguían si forzabas la vista. Con toda idea, los saboteadores habían dibujado uno de estos enfrente de los jóvenes de la rueda. Estos, a los que les sangraban los ojos de tanto estudiar, no podían contemplar el porvenir radiante de las asignaturas lúdicas del paraíso educativo. Todo ello se reflejaba en un fresco desvaído que había sido borrado varias veces por los esbirros del tirano en el que aparecían un bosque de cocoteros y una laguna –premonición de lago de Oxfordbridge– en el que los niños aprendían por generación espontánea. Estos frescos señalaban la revuelta que ya se estaba forjando en aquellos tiempos oscuros y que algunos piscopeda- gogos desde sus catacumbas se atrevían a desarrollar a espaldas del tirano. Junto a estas imágenes, algunos dibujos de la nueva ciencia piscopedagógica: un besugo que simbolizaba la Piscis Sophia. Todo ello prefiguraba el panfleto piscopedagógico que acabaría con el nepotismo de Usthiasuk.
Los revolucionarios le mesaban las barbas al propio tirano. Sin duda, alguien conspiraba desde de la camarilla del faraón para conseguir un orden nuevo. Esta tumba, más que un homenaje, era una cárcel para mantener enterrada a la bestia durante toda la eternidad.
A escasos metros de este fresco subversivo habían sobrevivido unas pinturas del primer mártir de la revolución zooeducativa. El padre Adán, creador mítico de las aulas naturales, era recostado en el famoso Lecho de Procusto y le cortaban los brazos y los pies para ajustarlo a la cuadriculada mentalidad de Usthiasuk. En la siguiente imagen, Adán –mucho más bajo– abandonaba su aspecto semisalvaje, era afeitado, le recortaban el pelo y su vestimenta descuidada era sustituida por un traje de chaqueta, pajarita, pelo con raya en medio y una gafitas innecesarias para quien había sido educado por la madre naturaleza.
De pronto un destello de luz deslumbró al profesor Magoo y le atravesó las gafas, proporcionándole bienestar. Una voz subyugadora le cautivó:  Muestra la luz. Muéstranos la luz que llevas en tu interior.
Reconoció esa voz y sus ojos se fijaron en la figura en medio de la sala. Era el doctor Tuhmahul, quien le hablaba sonriente, mientras el zafiro del turbante alumbraba el recinto con un brillo sobrenatural.
–Maestro, ¿cómo puede alguien que vive en la oscuridad iluminar las tinieblas?
–Déjame tus gafas.
El doctor se había traído de la consulta la urna con gafas de culo de vaso. Decenas de anteojos rodaban por el suelo, en tanto el galeno realizaba una curiosa ceremonia. Un rayo cenital –que atravesaba las gruesas paredes del techo– iluminaba un sello, en el que se distinguía el rostro de Usthiasuk, enmarcado en medio de dos hexágonos superpuestos. Se trataba nada menos que del sello del faraón. El doctor  cogía las gafas y las utilizaba como lupa para lanzar sobre él un rayo de luz. Impaciente por los resultados, aplastaba la ofrenda que cientos de cegatos  le habían donado durante años, destrozando monturas y cristales que se desparramaban caóticos por el suelo.
Una vez desechó el último par de gafas, dijo para sí: ellos no tenían fe; cogió los anteojos del profesor Magoo –muchos más gruesos que los anteriores– y enfocó con sus cristales el rayo de luz hacia el sello de la cámara real. Este comenzó a echar humo y, tras un trueno espantoso, unas puertas invisibles se abrieron en el muro dando paso a la tumba de Usthiasuk.
Un sepulcro se erguía en el centro de la cámara real. Un rayo de luz iluminó el catafalco y Magoo vio al faraón en todo su horror. Su cuerpo estaba incorrupto, como si estuviera durmiendo y no sufriera, como se merecía, el infierno de los injustos. Contempló su mandíbula apretada que enseñaba unos caninos puntiagudos y sanguinolentos. Su nariz ancha, minúscula y plana. Sus ojos pequeños y acerados, que parecían seguir al espectador conforme este se movía.  En vida del viejo director se decía que a su ojo perspicaz no se le escapaba nada ni nadie: era el órgano justiciero que escudriñaba las almas desprevenidas y auscultaba el latido de las paredes conspiradoras, el instrumento de la justicia divina sobre la tierra. Las manos, cruzadas sobre el pecho, con sendos artilugios de tortura: en la siniestra, una vara (¿símbolo de Horus?); en la diestra, una regla de roble macizo. Las venas azuladas se perfilaban en unas manos robustas, dominadas por una continua tensión, como si aún estuvieran pletóricas de vida, impacientes por impartir justicia. Una de ellas, la callosa, era mucho más grande que la otra, y conservaba restos de sangre de doscientos años atrás, pus y granitos chafados de los alumnos. Su cabeza reposaba sobre un libro con un armazón de hierro forjado que se cerraba a cal y canto: El Libro de las torturas del faraón. En él Usthiasuk anotaba el tormento reservado para cada de sus alumnos y profesores díscolos. El contenido de ese libro es tan horroroso que no nos sentimos autorizados a divulgarlo, porque pueden herir la sensibilidad del lector, aunque se rumorea que los suplicios están inspirados en El Código de Hammurabi y La Divina Comedia. La decoración del basamento reforzaba ese sentimiento de pánico. En sus bajorrelieves se perfilaban varios canes, chacales y cinocéfalos con gesto amenazante y destacaban los bustos de los principales perros guardianes de Usthiasuk: Tobías Mazas, alias Cao, y Guanche Díaz, alias Destructor, dos profesores con hechura de bulldogs que eran su mano derecha a la hora de “imponer ley y orden” entre los estudiantes con la contundencia de sus puños.
El doctor Maravillas sacó un libro de Gloria Cárdenas. Con una carcajada espantosa le prendió fuego y exclamó:
–Tarugh ugh Tarugh Memosh.
El sepulcro retumbó, como si Ushtiasuk se revolviera en su tumba. El doctor volvió a recitar el mantra:
–Tarugh ugh Tarugh Memosh.
Luego cogió un cráneo de escayola con la misma inscripción –Tarugh ugh Tarugh Memosch–  y lo metió en un hueco de la pared.
En la cripta de Usthiasuk, una vez al día, un rayo de luz se filtra por las paredes, ilumina al faraón y este se reaviva por unos momentos tras escuchar el conjuro secreto: su rostro se enciende, sus ojos brillan y su cuerpo se pone en danza, o al menos eso dicen cuentos de viejas. Muchos testigos aseguran que no murió y que se aparece por las noches a los alumnos y orientadores desprevenidos.
¿Es un espejismo o al profesor Magoo le parece ver cómo el faraón se despierta de su tumba y le observa con su mirada letal?


miércoles, 25 de mayo de 2016

Oxfordbrigde. El teatro de las maravillas 3.


3.     El doctor Tuhmahul.  
 
El Doctor Tuhmahul era un oculista de prestigio que no operaba sino que obraba milagros, por eso lo llamaban el Doctor Maravillas. Algunos sospechaban que ese toque mágico era un don heredado de una vida anterior. Un pequeño anticipo de esos portentos lo disfrutabas al admirar la placa gigantesca con su nombre, que destellaba unos rayos prodigiosos. Con sus letras arabescas cinceladas en bronce, deslumbraba a todos los que la distinguían a distancia. Más de uno se había sentido atraído hasta su clínica por su brillo y su glamour. Pero, amigos míos, con esta primicia las sorpresas no acababan más que despuntar. A la entrada de la consulta te salía al paso una urna repleta de gafas con cristales culo de vaso, auténticas máquinas de tortura para los hombres topo. Debajo de la urna un letrero desvelaba el enigma, toda una oda a su libertador: Ofrenda en agradecimiento al doctor Tuhmahul. La sala de espera estaba empapelada de retratos del mago irradiando carisma junto a celebridades: científicos de prestigio, los presidentes de círculos y sociedades científicas de todo el mundo, la National Geographic, la Smithonian, Royal Society, el Presidente de Union Pacific, los directivos del Monte Sinaí… Una  foto con profesores de Harvard, donde dio una conferencia sobre sus técnicas revolucionarias, aunque solo unos pocos con muchas luces vislumbraron en qué consistían. A nadie le extrañó, porque sus colegas y admiradores estaban acostumbrados a sus flores raras. (Era un misterio que no quería revelar. Una fórmula mágica. ¿Desde cuándo los alquimistas desvelan sus secretos? El mismo Presidente de los Estados Unidos, el mago de los magos, había estado a punto de ponerse en sus manos). Malas lenguas decían que el genial cirujano no operaba, sino un subalterno gris pero muy curtido. Nuestro galeno nos prevenía contra estos diablos rateros que te roban el alma, mientras te desgranan un chisme calentito o te hacen reír a destiempo con una broma diabólica. Sin embargo, todos esos rumores se convertían en humo en cuanto conocías al doctor en persona.

Nuestro  personaje parecía sacado de Las Mil y una noches: llevaba un turbante y, entre sus pliegues, un zafiro de veinte quilates. Con todo, lo que más atraía a sus pacientes no era tanto la joya como la fuerza hipnótica de su mirada y esa sonrisa que te hacía creer que Dios existe.

En las paredes de su consulta asomaban las raíces de su erudición: titulaciones con caracteres indescifrables, en cuyo fondo sobresalían grabados alegóricos –elefantes, cocodrilos, águilas, linces–, alusivos a los títulos reseñados, cuyo colorido no desentonaba con el papel pintado de la pared. Había aprendido tanto en un tiempo récord, gracias a libros tan prometedores como Diez preguntas para no volver a hacer preguntas (en el que estaban resueltos en unas páginas todos los arcanos del universo), y a otras luminarias no menos esclarecedoras. Nuestro  médico, amén de decenas de carreras, dominaba más de sesenta idiomas, raros, rarísimos, con los que deslumbraba a todo bicho viviente y espantaba a algunos espectros antiguos. Una de estas hazañas le había reportado fama mundial. Era uno de los pocos mortales que hablaba la lengua Bonduñón, con el doble bonus de que las había asimilado en muy poco tiempo, lo que el erudito Kamelinsky calificó entusiasmado de Aprendizaje Relámpago  (Blitzlerhe). Gracias a su supermemoria, había podido retener en apenas una hora el listín telefónico y la retahíla impronunciable de los reyes Zonzos. En una de las baldas de la consulta asomaban un par de libros que nos proporcionarían una pista.


Mas, ¡ay! El doctor no revelaría el verdadero secreto que le permitió  aprender la lengua Piñón sin esfuerzo, y el Bonduñón en un tiempo exprés. Sin ellas no se habría entendido en un país en el que no hablaban ningún idioma cristiano. Baste decir que nuestro héroe era un hombre de recursos.

Sea como fuere, nunca sabremos si estos libros fueron fantasmas o seres de papel y cartón, porque nuestro astutogaleno se dio cuenta de que el profesor Magoo estaba aireando su secreto y ocultó ambos libros. Cuando este volvió a posar sus ojos en el mismo lugar, estos habían sido sustituidos por dos tomos muy sesudos y ortodoxos: El Libro secreto de los códigos criptomistéricos.

Como era habitual, nuestro ilustre personaje había recibido a su paciente  envuelto en una atmósfera de misterio. Lo miraba a través de una bombonera, formada por varios diamantes engarzados entre sí. Sus ojos (los infinitos ojos de Argos), y las aristas de su retrato se cuarteaban en poliedros, matizados por el tono amarillo de los bombones. El escenario se esfumaba por este artefacto escénico. La pieza   adelgazaba y adelgazaba hasta volverse invisible y los perros guardianes, reclutas  de un ejército amorfo, sesteaban en una dimensión desconocida. El galeno estaba callado y meditabundo. De este silencio brotaría un torrente de palabras. El mago le hablaría de los escogidos y de las señales. Era la misma melodía de don Pancho, el guerrero visionario, con modulaciones más seductoras, las de un hombre de mundo.

– Le felicito por el descubrimiento de la tumba. El muchacho cumplió su misión. ¿Cómo lo escogió?– preguntó el doctor intrigado.

Una música relajante fluyó como melodía de fondo. La voz del doctor, la música, los grabados exóticos, las sombras danzarinas en la pared, todo ello contribuía a un aire de leyenda, todo eso y dos dogos pretorianos con collares de rubíes a los que acariciaba mientras atendía a su visita.

– Fue a través de una señal. ¿No se acuerda de lo que me dijo el otro día? le respondió el profesor Magoo . “El universo está lleno de señales. Un bocinazo  que no viene a cuento. Un ladrido sin ningún motivo. Un jarrón odioso, caído al suelo, sin que ningún espíritu lo empujara al vacío. Todo eso son signos que nos confirman entre los elegidos; todo eso, claro, y una cuenta solvente de varios millones de borgias.” 

Al salir un día de la consulta, continuó Magoo, vio señales por todas partes, coreadas por miles de ojos y bocas, ecos de una luz polarizada en innumerables figuras cósmicas. Aquella mañana se había hecho añicos una tetera muy enojosa; unas horas más tarde, al aparcar medio alelado, le había pitado un coche. O nuestro Magoo estaba entre los elegidos o el doctor hablaba como los ángeles.

Cuando bajó a la calle se topó con Alí Babá, un bazar que vendía magia a un precio de fábula: Lo más caro no sobrepasaba los diez borgias. Magoo se disponía a comprar una tetera, algo resultón que cubriera un hueco del aparador. El local estaba atestado de baratijas con oropeles varios, en el que se vendían titulaciones con bonitos grabados, como las que había visto en la consulta. Lo que escarbó un primer desasosiego. Los diplomas del doctor, ¿se habían desplazado hasta allí como si tuvieran patas? ¿Hasta estos dominios se alargaba la sombra del doctor Maravillas? Porque, además de los títulos, el bazar compartía algunos objetos glamorosos con el mago: un diván tapizado con motivos orientales,  un par de elefantes blancos que adornaban una de las interminables salas de espera –en las que los hombres topo se apretaban con calzador–, unas cortinas con unas bailarinas semidesnudas y una alfombra turca con motivos geométricos, gemela de la del oculista, que había despertado los elogios de una señora muy entendida.

Y entonces, entre tantos objetos familiares, la distinguió. Allí estaba en una de las baldas.  ¡Una bombonera igualita a la del doctor! ¡Imposible! ¡Si aquella era de Chartier!  Esta bombonera era una señal; pero, ¿qué significaba?

No tardó en obtener respuesta. A través de sus cristales vio la figura deformada de un chico moreno con un tupé rubio. Estaba robando un amuleto. Tras este hurto se disponía a salir, cuando el profesor Magoo se interpuso en su camino.

¿No estuviste ayer en mi recital poético?

En efecto, Saúl, porque de él se trataba, participaba en las actividades náutico es- colares como uno de los cabecillas. Ahora Magoo lo había pillado en una situación apurada y, a cambio de su silencio, le pagaba su latrocinio y le proponía un trato. Le ofreció la aventura de desenterrar la tumba de Usthiasuk. Con ello, Saúl obtendría la gloria y dinero. Pero la gente es muy descreída, así que debía llevar hasta allí a unos testigos de su hallazgo arqueológico. De esta manera, añadiría un plus a su liderazgo entre sus compañeros.

El descubrimiento había puesto en entredicho Oxforbridge, suscitando la curiosidad por los mundos antiguos. Cientos de padres, alumnos y profesores admiraban los jeroglíficos de las catacumbas y sentían nostalgia por el orden y la pulcritud de las aulas de antaño; pero eso no bastaba. Por eso el doctor había convocado a su discípulo, el profesor Magoo.

–Saúl hizo un buen trabajo –dijo Tuhmahul–. No obstante, con una última maniobra obtendremos la victoria definitiva. Circula una leyenda en torno a Usthiasuk. Se rumorea que, cuando este murió en la revolución educativa, anunció que despertaría de su tumba para destruir Oxforbridge. Pues bien, yo he dado con un conjuro para resucitar a la momia.

Cuando el doctor hablaba, Magoo no le quitaba ojo. Se decía que hipnotizaba con el zafiro del turbante. Este comenzó a emitir destellos, en tanto el mago, con un ejemplar de El sello de Anubis en la mano, ensayaba unos grimorios. El profesor no tardó en caer en trance y unas palabras se fijaron en su cerebro: “caudales de sabiduría”.