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jueves, 23 de febrero de 2017

Signes, el magnetizador. A propósito de “Kafka me mira”.


Como soy me quedo: si joven, joven; si viejo, viejo.
Tengo ojos y no veo, orejas y no oigo, boca y no hablo.
Nada malo he hecho y, sin embargo, me ahorcan. 

 Dice Signes en su artículo Kafka me mira: “Hace años que Kafka no me quita ojo cuando escribo en la mesa de mi cuarto. A veces logro olvidarme de él, pero cuando me doy la vuelta, siempre chocan nuestras miradas...” ¿A qué vienen estos remilgos de colegial? Esperábamos de quien ha batido el cobre contra los monstruos de Bomarzo que mirara de frente a la quimera. En otros tiempos, no le espantaban bohemios ni bichos de fea catadura. En su entrada Kafka /Elvis, comenta de los avatares del checo, Gregorio Samsa y K.: 

En "La condena", "El castillo", "El proceso" o "La metamorfosis" sus protagonistas, agobiados por el rigor de la ley, corretean en busca de salida como insectos huyendo de la rociada exterminadora de Fogo o Cucal.

Esta vez, sin embargo, no le valen Fogo ni Cucal, ni el más sofisticado Raid, que los mata bien muertos. Para justificar esta actitud pusilánime, Signes esgrime una pobre excusa. La amenaza no es física. Según su psiquiatra, la mirada de Kafka es una proyección fantasmal debida a una introspección traumática en mi subconsciente.
Yo les revelaré los rostros de su proyección fantasmal, son el bueno, el malo y el feo. Una mirada de estas sí que te atraviesa tus ojos: tus gafas, el cristal del marco de la fotografía, tu mirada o tu cogote.


Son imágenes tomadas de los Spaghetti Western, a los que en España se les bautizaba con más tino como Chorizo Western, puesto que se rodaban en Almería.  Un grajo me ha susurrado que las balas eran de fogueo. Lo que de verdad mataba eran las miradas. Y es que esos vaqueros escupían para protegerse del mal de ojo. A esta luz se entiende lo del loquero que asperjaba saliva, lo hacía como escudo contra el malocchio (mal de ojo), o quizás era una proyección fantasmal del tal Signes: el feo y el malo  habían cruzado la pantalla para dejarlo aún más guapo, lo que originaría la leyenda de Signes, el errabundo. Claro que nosotros no veíamos cómo los vaqueros se santiguaban; esto era elipsis narrativa, se sobreentendía. No olvidemos que estos pistoleros eran italo-españoles disfrazados y que, bajo los andrajos, vestían sotana negra, con rosarios, detentes y escapularios contra el mal de ojo.


He dicho que las armas eran de fogueo. No así la de Signes, que estaba magnetizada (nosotros, en castizo, diríamos bendecida), como desvela en El asesinato en el comité lector, en el que un escritor frustrado pretende convencer al editor con unos argumentos infalibles para un catalán: un encendedor con forma de pistola con dos adornos en la culata: una imagen de la Moreneta y el escudo del Barça (“La gran ilusión.Asesinato frustrado en el comité lector”. Página 35. Huerga y Fierro editores,1997).
  Ignoramos si la Moreneta doblegaría la voluntad del editor autóctono. Lo que sí sabemos es que Mesmer magnetizaba instrumentos para embrujar a través de la música, y que el ambiente que creaba para conseguir el paroxismo de sus pacientes  se asemejaba al de una moderna sala de cine, solo que en la actualidad sustituimos la cubeta mágica por la pantalla:

Las ventanas están veladas con cortinas para crear un claroscuro crepuscular; gruesos tapices y alfombras amortiguan el sonido; [...] por eso, en el cuarto mágico de Mesmer los sentidos de la vista, el oído y el tacto son activados y estimulados a la vez del modo más refinado. En el centro de la alta sala se halla la gran cubeta mágica [...]
[...] En este recogido silencio, resuenan, procedentes de la estancia vecina, apenas audibles, acordes de piano o tenues voces corales; a veces el propio Mesmer toca su armónica de cristal, para calmar la excitación con dulces ritmos o aumentarla con otros más penetrantes. Así, durante una hora, el organismo se carga de fuerza magnética [...]

Zweig Stefan. “La curación por el espíritu”. Páginas 90-91. Acantilado.

A los pacientes sometidos al magnetismo: el ruido más insignificante, inesperado, los sobresalta, y hemos observado que los cambios de tono y de ritmo en las melodías tocadas al piano influyen en los enfermos, de modo que un movimiento acelerado los estimula aún más y aumenta la impetuosidad de sus accesos nerviosos (“Ibídem”, página 99). En La muerte tenía un precio, una música refuerza el efecto magnético de esos ojos ígneos. Y si no me creen, escuchen el conjuro musical de Ennio Morricone y díganme si aguantan la mirada de Lee van Cleef, tras escuchar estos arpegios diabólicos.




Hay algo deforme en las miradas biliosas, graníticas, de estos spaghettis; no así en la de Kafka que tiene ojos y no ve, como dice el acertijo. ¿Hemos dicho graníticas? Estas son las de una estatua, las de un ciego. Según la tradición los invidentes y los niños no pueden aojar. Signes disiente en su relato Los ángeles caídos, en el que un enfermero cuida a un paralítico ciego:

Sus ojos, de un brillo opalino parecido al de algunos animales disecados, eran como las de esos modelos de las vallas publicitarias que siempre te devuelven la mirada; pero entonces no me di cuenta de que estaban muertos [...]


Esos ojos opalinos, los del retrato de Kafka, serían los que le devolverían la mirada a Signes, en un enfoque que congela el fluir de las horas y diseca al observador incauto en su reflejo. En El hombre de la cámara (“La gran ilusión”, páginas 99-100), el protagonista intenta detener el tiempo con una cámara que reconstruye, a través de miles de instantáneas, los hilvanes de una vida. El fotógrafo obliga a su madre moribunda a que realice labores domésticas, porque las fotografías oficiales apenas presencian motivos festivos, como bodas y bautizos. Gracias a esta afición, sabemos gráficamente cómo Signes convirtió al alcalde de Marea en su compañero psicopompo, Sónic, quien, como buen chihuahua-Xólot comenzó a actuar como guía del inframundo. Así se entiende su mano izquierda para franquear el más acá y el más allá. Veamos los pasos de esta metamorfosis:


La tradición sugiere dos maneras de aojar: una, a través de la mirada envenenada, el mal aliento y la respiración pútrida; otra, a través de las palabras- cabalísticas- aparentemente positivas. En cristiano: para echar mal de ojo a una persona hay que halagarla hiperbólicamente o admirarla, como en un relato de Signes, titulado Apoteosis de Big Cretino, en el que La Sociedad para el Fomento y el Turismo de Marea, la Caja de Ahorros de Marea, el Club de Fútbol Atlético Maréense, la Agrupación Folclórica Aires de Marea... y, en general, todo el pueblo de Marea homenajea públicamente a su alcalde:

-Una excelente persona, con un gran sentido del humor, mejor amigo, incluso, que hombre de negocios.
- BC es el prototipo del caballero español, con todas sus virtudes y ninguno de sus defectos.
 
Que culmina con un himno a Big Cretino:

Big, tú eres grande.
Big, tú eres bueno;
el faro que ilumina
el futuro de este pueblo

La mañana que llegaste
en el cielo hubo dos soles [...]

La gran ilusión. Apoteosis de Big Cretino”. Páginas54-62. Huerga y Fierro editores, 1997.

Del genio cabalístico de Signes dan fe cuentos como este.  Mas, ¿cómo se inició en la carrera de magnetizador? Él mismo revela en Kafka me mira que recogió publicidad de un hipnotizador. He leído ese escrito y he sido testigo de cómo lo puso en práctica. El opúsculo de marras se titulaba El Manual de magnetizador  y aconsejaba:

Todas las mañanas, al levantarse, póngase frente al espejo y fije su mirada en el entrecejo de su propia imagen.

Cuente mentalmente hasta diez, mientras hace una inspiración profunda. Luego, expire lentamente siempre con la mirada en el entrecejo, también contando mentalmente hasta diez.

Le sorprendí un día contemplándose fijamente el entrecejo en la pantalla del móvil y, al poco tiempo, frente a un escaparate, mientras contaba hasta diez, incluso hasta cuarenta, e inspiraba profundo. Luego, observé que no me miraba fijo a los ojos sino al ceño y que, cuando le daba la espalda, sentía una opresión en el cogote. Sobre esto último el opúsculo aclara:

La mirada magnética produce una especie de corriente de transmisión del pensamiento a otras personas. El punto vulnerable para influenciarlas es dirigir nuestra mirada magnética al entrecejo, si la persona está de frente o en la nuca si está de espaldas.

¡La nuca! Signes insistía en ir a cines y teatros. Yo la creía una afición inocente, pero palidecí al leer en el texto de marras:

Le recomiendo practicar en cines o teatros, fijando la mirada en la nuca de quien esté delante hasta lograr que gire la cara hacia usted. No debe preocuparse si la persona se resiste una o diez veces. Insista. La insistencia lo llevará a la victoria.

En el magnetismo se da una influencia celeste: los giros de los planetas se corresponden con los de los ojos, que se salen de sus órbitas bajo el influjo sideral. Afortunadamente, en esta etapa temprana, Signes no era un magnetizador consumado, por lo que apenas lograba que los órganos visuales de sus víctimas se desmadraran. No obstante, para ser un principiante, obtuvo unos resultados muy prometedores. Los ojos, sin llegar a salirse de sus órbitas, se quedaron a mitad camino:



Así quedaron los incautos que se atrevieron a sostenerle la mirada al magnetizador. Ni siquiera un bebé se libró de sus evil eyes.
Nada que ver con talentos avanzados como Mesmer o Puységur. Zweig, en su libro La curación del espíritu, cuenta cómo una niña ciega sufría contracciones convulsivas de sus ojos, que se salían de sus cuencas. “Es como si quisieran perforarme y sacarme los ojos”, decía la paciente de Mesmer. Este mismo temor a perder la vista se repite en un cuento de Hoffmann. El protagonista está obsesionado con una leyenda de su infancia, El hombre de arena:

Es un hombre malo que viene a ver a los niños cuando no quieren dormir, les arroja puñados de arena a los ojos, haciéndolos saltar ensangrentadamente de sus órbitas; luego se los guarda en una bolsa [...]

En Los ángeles caídos, Signes expresa ese mismo temor. En el relato nos cuenta cómo un enfermero cae víctima de un paciente fallecido, un ciego. La visión espectral de su aura, que Paracelso identifica con un desdoblamiento psíquico del cuerpo humano, lo abisma en la ceguera:

En un primer impulso quise gritar, retroceder, huir, pero no pude. De uno de sus ojos emanaba una luz amarilla, intensa, que recubría su cuerpo de un aura que le hacía parecer como si levitara. Mi mirada pronto quedó atrapada por aquella luz y, aunque quise -creo-, ya no pude apartarla, me atraía hacia ella como si me fuera a absorber; esa mirada, el vórtice fatal de un torbellino, de mi vida, de mi desgracia.


En su interpretación de El hombre de arena, Freud ("Lo siniestro") atribuye ese miedo al complejo de castración. Nosotros pensamos que está vinculado con el robo del alma, del hálito vital. No olvidemos que los ojos son las ventanas del espíritu. A propósito de esto, dice San Isidoro en Las Etimologías:

Los ojos son los sentidos más cercanos al alma; en los ojos aparece el indicio del interior y los movimientos del alma. Se les dice también lumina, luces, porque de ello sale luz, bien porque en el fondo tienen la luz encerrada o ya porque difunden la luz recibida de afuera.

Volviendo a Los ángeles caídos, la mirada maligna del ciego se desdobla en un aura que va absorbiendo al enfermero, lo va secando hasta vaciarle el alma dejándole sin lumina, sin ojos. Algo similar a lo que sucedía en la película Pánico en el Transiberiano:  


¿De dónde sacaban la energía los magnetizadores? Según Mesmer, de las terminaciones nerviosas de su cuerpo. Schreber, un juez alienado, añadía que esos nervios estaban habitados por hombrecitos, de los que Dios se apoderaba cuando morían; porque el Todopoderoso está formado por los nervios de los difuntos. 
¿Y Signes? Al principio creí que hacía honor a su leyenda -Signes, el errabundo-, y recargaba su energía vagabundeando frenéticamente por todos los rincones, como los conejitos Duracell. Hasta que un día, al chocarle la mano, me sorprendió una sacudida eléctrica. Eso me dio una pista. Existen unos peces que emiten señales de onda continua, generadas por un órgano especial tubular. El problema era: ¿cuál era el de nuestro magnetizador?
Silencio. Llegado a este punto, solo me está permitido mostrar una imagen:


Digo que me está vedado, porque la divulgación del envés del secreto ha sido la fuente de mi agonía. Ya he mencionado antes el respeto que le inspiran los ciegos a mi hipnotizador y yo, como miope avanzado, me contaba hasta entonces entre los privilegiados. Al principio, bastaban precauciones mínimas como espejitos quebrados, ojos de Horus, nóminas, estampillas de santos y, lo más importante, pisar sus zapatos de ante azul. Luego Signes, como hábil ladrón de tesoros, se fue colando en mi subconsciente. La pesadilla se repetía con la fatalidad del reloj. Yo era un papel en blanco, en el que una mano invisible escribía una entrada titulada: Signes, el magnetizador. De pronto, una cabeza con el cabello corto y rizado iba borrando lo que yo garrapateaba en balde una y otra vez. Eso durante varias veladas. Hasta que una noche, unos ojos legañosos y sanguinolentos desbarataron mi artículo, y me obligaron a balbucear unas palabras que me convirtieron para siempre en una proyección fantasmal de sus zapatos.