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miércoles, 25 de mayo de 2016

Oxfordbrigde. El teatro de las maravillas 3.


3.     El doctor Tuhmahul.  
 
El Doctor Tuhmahul era un oculista de prestigio que no operaba sino que obraba milagros, por eso lo llamaban el Doctor Maravillas. Algunos sospechaban que ese toque mágico era un don heredado de una vida anterior. Un pequeño anticipo de esos portentos lo disfrutabas al admirar la placa gigantesca con su nombre, que destellaba unos rayos prodigiosos. Con sus letras arabescas cinceladas en bronce, deslumbraba a todos los que la distinguían a distancia. Más de uno se había sentido atraído hasta su clínica por su brillo y su glamour. Pero, amigos míos, con esta primicia las sorpresas no acababan más que despuntar. A la entrada de la consulta te salía al paso una urna repleta de gafas con cristales culo de vaso, auténticas máquinas de tortura para los hombres topo. Debajo de la urna un letrero desvelaba el enigma, toda una oda a su libertador: Ofrenda en agradecimiento al doctor Tuhmahul. La sala de espera estaba empapelada de retratos del mago irradiando carisma junto a celebridades: científicos de prestigio, los presidentes de círculos y sociedades científicas de todo el mundo, la National Geographic, la Smithonian, Royal Society, el Presidente de Union Pacific, los directivos del Monte Sinaí… Una  foto con profesores de Harvard, donde dio una conferencia sobre sus técnicas revolucionarias, aunque solo unos pocos con muchas luces vislumbraron en qué consistían. A nadie le extrañó, porque sus colegas y admiradores estaban acostumbrados a sus flores raras. (Era un misterio que no quería revelar. Una fórmula mágica. ¿Desde cuándo los alquimistas desvelan sus secretos? El mismo Presidente de los Estados Unidos, el mago de los magos, había estado a punto de ponerse en sus manos). Malas lenguas decían que el genial cirujano no operaba, sino un subalterno gris pero muy curtido. Nuestro galeno nos prevenía contra estos diablos rateros que te roban el alma, mientras te desgranan un chisme calentito o te hacen reír a destiempo con una broma diabólica. Sin embargo, todos esos rumores se convertían en humo en cuanto conocías al doctor en persona.

Nuestro  personaje parecía sacado de Las Mil y una noches: llevaba un turbante y, entre sus pliegues, un zafiro de veinte quilates. Con todo, lo que más atraía a sus pacientes no era tanto la joya como la fuerza hipnótica de su mirada y esa sonrisa que te hacía creer que Dios existe.

En las paredes de su consulta asomaban las raíces de su erudición: titulaciones con caracteres indescifrables, en cuyo fondo sobresalían grabados alegóricos –elefantes, cocodrilos, águilas, linces–, alusivos a los títulos reseñados, cuyo colorido no desentonaba con el papel pintado de la pared. Había aprendido tanto en un tiempo récord, gracias a libros tan prometedores como Diez preguntas para no volver a hacer preguntas (en el que estaban resueltos en unas páginas todos los arcanos del universo), y a otras luminarias no menos esclarecedoras. Nuestro  médico, amén de decenas de carreras, dominaba más de sesenta idiomas, raros, rarísimos, con los que deslumbraba a todo bicho viviente y espantaba a algunos espectros antiguos. Una de estas hazañas le había reportado fama mundial. Era uno de los pocos mortales que hablaba la lengua Bonduñón, con el doble bonus de que las había asimilado en muy poco tiempo, lo que el erudito Kamelinsky calificó entusiasmado de Aprendizaje Relámpago  (Blitzlerhe). Gracias a su supermemoria, había podido retener en apenas una hora el listín telefónico y la retahíla impronunciable de los reyes Zonzos. En una de las baldas de la consulta asomaban un par de libros que nos proporcionarían una pista.


Mas, ¡ay! El doctor no revelaría el verdadero secreto que le permitió  aprender la lengua Piñón sin esfuerzo, y el Bonduñón en un tiempo exprés. Sin ellas no se habría entendido en un país en el que no hablaban ningún idioma cristiano. Baste decir que nuestro héroe era un hombre de recursos.

Sea como fuere, nunca sabremos si estos libros fueron fantasmas o seres de papel y cartón, porque nuestro astutogaleno se dio cuenta de que el profesor Magoo estaba aireando su secreto y ocultó ambos libros. Cuando este volvió a posar sus ojos en el mismo lugar, estos habían sido sustituidos por dos tomos muy sesudos y ortodoxos: El Libro secreto de los códigos criptomistéricos.

Como era habitual, nuestro ilustre personaje había recibido a su paciente  envuelto en una atmósfera de misterio. Lo miraba a través de una bombonera, formada por varios diamantes engarzados entre sí. Sus ojos (los infinitos ojos de Argos), y las aristas de su retrato se cuarteaban en poliedros, matizados por el tono amarillo de los bombones. El escenario se esfumaba por este artefacto escénico. La pieza   adelgazaba y adelgazaba hasta volverse invisible y los perros guardianes, reclutas  de un ejército amorfo, sesteaban en una dimensión desconocida. El galeno estaba callado y meditabundo. De este silencio brotaría un torrente de palabras. El mago le hablaría de los escogidos y de las señales. Era la misma melodía de don Pancho, el guerrero visionario, con modulaciones más seductoras, las de un hombre de mundo.

– Le felicito por el descubrimiento de la tumba. El muchacho cumplió su misión. ¿Cómo lo escogió?– preguntó el doctor intrigado.

Una música relajante fluyó como melodía de fondo. La voz del doctor, la música, los grabados exóticos, las sombras danzarinas en la pared, todo ello contribuía a un aire de leyenda, todo eso y dos dogos pretorianos con collares de rubíes a los que acariciaba mientras atendía a su visita.

– Fue a través de una señal. ¿No se acuerda de lo que me dijo el otro día? le respondió el profesor Magoo . “El universo está lleno de señales. Un bocinazo  que no viene a cuento. Un ladrido sin ningún motivo. Un jarrón odioso, caído al suelo, sin que ningún espíritu lo empujara al vacío. Todo eso son signos que nos confirman entre los elegidos; todo eso, claro, y una cuenta solvente de varios millones de borgias.” 

Al salir un día de la consulta, continuó Magoo, vio señales por todas partes, coreadas por miles de ojos y bocas, ecos de una luz polarizada en innumerables figuras cósmicas. Aquella mañana se había hecho añicos una tetera muy enojosa; unas horas más tarde, al aparcar medio alelado, le había pitado un coche. O nuestro Magoo estaba entre los elegidos o el doctor hablaba como los ángeles.

Cuando bajó a la calle se topó con Alí Babá, un bazar que vendía magia a un precio de fábula: Lo más caro no sobrepasaba los diez borgias. Magoo se disponía a comprar una tetera, algo resultón que cubriera un hueco del aparador. El local estaba atestado de baratijas con oropeles varios, en el que se vendían titulaciones con bonitos grabados, como las que había visto en la consulta. Lo que escarbó un primer desasosiego. Los diplomas del doctor, ¿se habían desplazado hasta allí como si tuvieran patas? ¿Hasta estos dominios se alargaba la sombra del doctor Maravillas? Porque, además de los títulos, el bazar compartía algunos objetos glamorosos con el mago: un diván tapizado con motivos orientales,  un par de elefantes blancos que adornaban una de las interminables salas de espera –en las que los hombres topo se apretaban con calzador–, unas cortinas con unas bailarinas semidesnudas y una alfombra turca con motivos geométricos, gemela de la del oculista, que había despertado los elogios de una señora muy entendida.

Y entonces, entre tantos objetos familiares, la distinguió. Allí estaba en una de las baldas.  ¡Una bombonera igualita a la del doctor! ¡Imposible! ¡Si aquella era de Chartier!  Esta bombonera era una señal; pero, ¿qué significaba?

No tardó en obtener respuesta. A través de sus cristales vio la figura deformada de un chico moreno con un tupé rubio. Estaba robando un amuleto. Tras este hurto se disponía a salir, cuando el profesor Magoo se interpuso en su camino.

¿No estuviste ayer en mi recital poético?

En efecto, Saúl, porque de él se trataba, participaba en las actividades náutico es- colares como uno de los cabecillas. Ahora Magoo lo había pillado en una situación apurada y, a cambio de su silencio, le pagaba su latrocinio y le proponía un trato. Le ofreció la aventura de desenterrar la tumba de Usthiasuk. Con ello, Saúl obtendría la gloria y dinero. Pero la gente es muy descreída, así que debía llevar hasta allí a unos testigos de su hallazgo arqueológico. De esta manera, añadiría un plus a su liderazgo entre sus compañeros.

El descubrimiento había puesto en entredicho Oxforbridge, suscitando la curiosidad por los mundos antiguos. Cientos de padres, alumnos y profesores admiraban los jeroglíficos de las catacumbas y sentían nostalgia por el orden y la pulcritud de las aulas de antaño; pero eso no bastaba. Por eso el doctor había convocado a su discípulo, el profesor Magoo.

–Saúl hizo un buen trabajo –dijo Tuhmahul–. No obstante, con una última maniobra obtendremos la victoria definitiva. Circula una leyenda en torno a Usthiasuk. Se rumorea que, cuando este murió en la revolución educativa, anunció que despertaría de su tumba para destruir Oxforbridge. Pues bien, yo he dado con un conjuro para resucitar a la momia.

Cuando el doctor hablaba, Magoo no le quitaba ojo. Se decía que hipnotizaba con el zafiro del turbante. Este comenzó a emitir destellos, en tanto el mago, con un ejemplar de El sello de Anubis en la mano, ensayaba unos grimorios. El profesor no tardó en caer en trance y unas palabras se fijaron en su cerebro: “caudales de sabiduría”.



martes, 17 de mayo de 2016

Oxfordbrigde. El teatro de las maravillas 2.


2. Un descubrimiento arqueológico.

Sin embargo, un obstáculo se iba a interponer en los planes de Gloria Cárdenas. Recordarán que en el origen de Oxforbridge la lluvia actuó como maná caído del cielo. Pues bien, esto no bastó. Se necesitó un terremoto que agrietara el terreno y ensanchase el socavón  para que este abrazara las aguas del lago. No obstante, si el destino abre una puerta, destapa a veces la caja de Pandora. En el suelo del antiguo gimnasio, el temblor produjo una brecha, en cuyo fondo se adivinaba un mundo en tinieblas.
 Al comienzo de esta historia, tres alumnos de doce años estaban contemplando la grieta sin saber qué hacer. Uno de ellos era grasiento y cachazudo, y por su debilidad por el tocino lo llamaban Lechoncillo; el otro, Saúl, era delgado y nervioso, moreno con un tupé rubio en la frente y su viveza se transmitía a todo su cuerpo y a su pronta sonrisa; el último respondía al nombre de Jorge.
Cuando tras muchas vacilaciones se disponían a entrar, una ráfaga les cruzó el rostro y les caló hasta los huesos. Las velas parpadearon moribundas.
En la puerta del gimnasio, una mujer espectral. No la habían oído llegar. Nunca la habían visto. Esta se santiguó asustada y les advirtió del peligro: “Aquí pasan cosas terribles”. “¿Qué cosas”, replicó uno de los chicos. La estantigua calló unos segundos y añadió titubeante y lívida: “Fantasmas.” Y les contó en susurros que algunas noches el espíritu de Usthiasuk despertaba del sueño de la muerte para asustar a los alumnos desprevenidos. Ella los veía luego con el gesto descompuesto.  Uno de los niños preguntó quién era Usthiasuk. Ella no contestó y huyó despavorida. Eso bastó para picarles la curiosidad y estos se introdujeron por la grieta. Nada más descolgarse, un aire fétido les acarició. Acto seguido se internaron por un pasadizo y, a la pálida luz de las velas, se toparon con basura y ratas. Tras media hora de camino estaban a punto de abandonar, cuando una brizna de aire apagó los pabilos y escucharon un “¡Ay!” Con el brazo tembloroso, Jorge encendió su vela y a trompicones las de los otros. Lechoncillo se había dado un golpe con algo duro. Jorge dijo: “Se ha dado con una piedra”. Saúl no contestó y sacó varios productos de la mochila. Limpió primero la piedra con un trapo y luego la frotó con el limpia bronces Bruño. De pronto surgió un rostro despiadado en un bajorrelieve. Saúl invirtió unos diez minutos en limpiar la placa y leyeron debajo del busto: Escuela Superior Usthiasuk.  Saúl, con una sonrisa, les dijo: “¿Qué os había dicho?” Con una navaja hurgó en la pared y una puerta se perfiló. Iban a derribarla, mas no fue necesario: se caía a pedazos. Al romperla accedieron a un aula prehistórica. Las maravillas que vieron les dejaron sin habla. El profesor estaba momificado y alrededor de su cadáver habían crecido enredaderas y telarañas. Los esqueletos de los estudiantes aún permanecían en los pupitres. Todo apuntaba a que les pilló la catástrofe mientras estaban dando clase y a que no se movieron de su sitio, porque no había sonado la campana. El aula se encontraba, a pesar de la tragedia, en muy buen estado –los pupitres estaban impecables, las paredes y el suelo limpios de papeles, plásticos, bocadillos, pipas, chicles y basura– y el esqueleto de un niño aún sostenía una tiza que apoyaba en la pizarra. Todavía se podía ver el galimatías que estaba resolviendo cuando les sorprendió  el desastre. Los corchos estaban llenos de jeroglíficos. Por aquella época el director Usthiasuk, un ucraniano de rostro anguloso y cadavérico que parecía la viva imagen de Jack Palance, era el terror de los estudiantes. Durante muchos años se rumoreó que su fantasma se aparecía a los alumnos díscolos para darles algún que otro sustito. 

¡Qué lejos estaban de imaginar que este hallazgo arqueológico destruiría el modelo de concordia creado por Benigno Luminoso y Gloria Cárdenas! La directiva del Centro intentó echar tierra al asunto. Mas fue imposible silenciar que debajo de este modernísimo centro yacían las ruinas del viejo instituto; era un hecho que lo habían construido sobre los restos del viejo. La situación se agravó cuando, unos días después, los jóvenes arqueólogos hallaron el cadáver momificado de Usthiasuk y el terror se apoderó de orientadores y estudiantes. ¿Volvería la época oscura en que reinó este personaje retrogrado y nada dialogante? ¿Retornarían los tiempos crueles del faraón –era el mote de Usthiasuk– con sus profesores patibularios que lo secundaban repartiendo tortazos a diestro y siniestro entre el personal? El descubrimiento de la momia creó un conflicto: la fascinación por los mundos antiguos imbuyó en profesores y alumnos ideas retrógradas, nostalgia de un pasado caduco, y algunos reaccionarios plantearon que se reabrieran los zoológicos y que volvieran a encerrar en ellos a los orangutanes, simios, tigres, alacranes, escorpiones y serpientes del pueblo del Señor. Algunos profesores cavernícolas, en el colmo del desconcierto, llegaron más lejos: propusieron dinamitar ese templo del saber que era el Colegio de Piscopedagogía. Templo que escondía los arcanos de una ciencia piscatoria y anagógica solo para iniciados. Si este desapareciera y toda su imponderable sabiduría se perdiera, tipos como el tétrico director Usthiasuk  volverían. La enseñanza dejaría de ser científica para retornar a los tiempos medievales. Educar sin una base científica y sin fantasía es letra muerta. Lo que supondría el triunfo del tedio y de una enseñanza unidireccional,  sin diálogo ni enriquecimiento mutuo. Y lo que buscábamos era un aprendizaje, cuyo protagonista fuera el ser humano y no las vitrinas de los museos con sus animales, objetos y conceptos muertos.
Por desgracia, el tiempo vino a confirmar los temores. No tardó en extenderse la leyenda de la momia. Los jóvenes arqueólogos fueron los primeros en sucumbir a su maleficio. Jorge se resbaló cuando bordeaba el lago y se ahogó; Lechoncillo se  atragantó con unas longanizas: en su delirio las confundió con dos dedos putrefactos que se le colaron en el gaznate provocándole la asfixia.
Lo más grave era que esta superchería amenazaba un proyecto educativo aún más revolucionario para Oxforbridge: la integración en un mismo espacio multidisciplinar del zoo, el instituto, el centro bacteriológico, el jardín botánico, el psiquiátrico y la escuela de tiro. ¿Les sorprende? Cómo se nota que no están al tanto de los avances científicos. En el centro bacteriológico, incorporado al zooinstituto, los jóvenes desarrollarían de forma natural la inmunidad contra los gérmenes y no a través de fármacos que destruían sus defensas y contaminaban el ambiente. El jardín botánico había crecido espontáneo desde que los alumnos, inspirados por las nuevas teorías, se habían vuelto más creativos acumulando en el suelo un humus natural, fermento idóneo para la generación de las plantas. Por lo que respecta al psiquiátrico, no olvidemos que, gracias a esta nueva pedagogía, los enfermos fueron considerados simples inadaptados a la sociedad reaccionaria que podían estudiar en cualquier centro educativo. De hecho, se les aceptó con entusiasmo; prueba de ello es que los alumnos comentaron al conocerlos: ¡qué tipos tan divertidos! ¿Y qué decir de la escuela de tiro? Muchos jóvenes corearon eufóricos: ¡Qué emocionante! ¡Por fin, algo realmente útil para la vida!
Un reportero, conocido libelista, aseguró que no había vuelta atrás en la Nueva Política de Integración Educativa, porque habían cerrado el zoo, el centro bacteriológico y el manicomio, y en su lugar habían construido unos complejos residenciales. ¡Qué poca vergüenza! ¡Qué falta de ética profesional! Por fortuna, los canallas no siempre quedan impunes. Las autoridades se indignaron y este dimitió tras desmentir el bulo. Fue un momento de crispación felizmente superado.
A pesar de esto, nos corroía la duda de si este Nuevo Proyecto Educativo, llegaría a vencer los obstáculos del Reino de las Tinieblas. Para acabar con la maldición de la momia, primero había que desenmascarar a Usthiasuk. Uno de los mayores atractivos de la tumba eran los jeroglíficos de las pizarras y las paredes de las aulas aledañas. Se habló del Lenguaje secreto del faraón y ello le confirió un aura de misterio. Cientos de alumnos y algunos orientadores despistados desfilaban a diario para contemplar esos signos enigmáticos. En tal emergencia, no se reparó en gastos para que especialistas en cultos mistéricos desentrañaran su significado  oculto. Tras examinar los jeroglíficos, el doctor Kamelinsky, autor de El Libro secreto de los códigos criptomistéricos, dio en la diana al señalar que: “Todo significado remite al referente. Ahora bien, si tenemos en cuenta la relatividad singular, no hay dos espectadores que contemplen un significado desde el mismo ángulo. Se le puede contemplar desde arriba, desde abajo, desde detrás del concepto mismo o desde la ecuación espacio tiempo del contexto. No olvidemos tampoco el principio de incertidumbre. No hay dos conceptos que se estén quietos en un mismo sitio dentro del Milieu. Lo que nos conduce a las preguntas cruciales: ¿Cuál es el verdadero referente? ¿Tiene algún significado?” Por su parte, un tal Grillot, especialista en aportar un poco de luz a oscuros arcanos, apuntó en su obra Metaciencia y Pseudociencia: “El significado siempre está afuera, porque es lo que se piensa desde fuera. Y lo que piensa afuera es lo que es y no es pensado de la cosa en sí y fuera de sí...” No hay duda de que gracias a estos brillantes precursores, como los dos expertos, llegaron a descifrar los supuestos jeroglíficos, que se redujeron a minucias criptográficas: problemas de trigonometría y textos en latín, griego y hebreo. Bueno, tal vez fuera mejor dejar a un lado el lenguaje secreto de Usthiasuk. Se pensó que los alumnos habían sido víctimas de una mascarada. Esta tesis presentaba un inconveniente. Se trataría, sin duda, de una burla cruel, porque había dos muertos. Sí, estos hacían que la cripta inspirará respeto y que se la tomara muy en serio.
¿Quién había sembrado esta confusión? Para desvelarlo, viajaremos  unas semanas antes del hallazgo arqueológico. A la época en que unos conspiradores se reunieron en una consulta médica para destruir el espíritu de Oxforbridge.

jueves, 5 de mayo de 2016

Oxforbrigde. El teatro de las maravillas 1.


1. De cómo el Instituto San Antonio pasó a llamarse Oxforbridge.
Tras cruzar una puerta presidida por un retrato de San Antonio junto a un cerdo, un burro y una gallina, entramos en el instituto una mañana de primavera. Como aquel día radiante en que el pedagogo Benigno Luminoso tuvo aquella idea   revolucionaria, la naturaleza se nos insinuaba en cada esquina con un encanto irresistible. ¿Quién no haría locuras en un entorno así? Sí, en un día como este, Luminoso hizo algo que a las mentes convencionales les pareció una locura: abrió las jaulas del zoológico para que los escolares estudiaran con los animales. ¿Locura? No, un soplo del cielo que le daría la clave de la revolución educativa. “La naturaleza es sabia”, se dijo. Hay que reconocer que fue un descubrimiento genial. Este zooinstituto fue el primero que fundó. Desde entonces los niños han estudiado junto a gorilas, orangutanes, cacatúas, simios y demás criaturas del Señor. Algunos animales aprenden a leer y escribir antes que los niños. Y es que los jóvenes aprenden de los animales y estos se humanizan al entrar en contacto con los hombres.
Gracias al Departamento de Orientación, los docentes ya hace mucho que dejaron de ser transmisores de conocimientos muertos para convertirse en orientadores. Y, a decir verdad, que estos hacen mucha falta, porque es fácil desorientarse por un hábitat lleno de vida como es el zooinstituto. Se necesita ser un orientador experimentado para no perderse por este maravilloso hábitat natural. Lejos están aquellos tiempos oscuros en que los alumnos se sentían constreñidos  por un espacio uniforme y rígido; en nuestros días moldean a su gusto el nuevo entorno interactivo: si una pared no les gusta, la derrumban; si se sienten acuciados por una urgencia natural, crean sus propios espacios alternativos que no reprimen sus impulsos espontáneos (por eso los servicios, los antiguos W.C, han quedado obsoletos: se han abandonado sus cometidos tradicionales y se decoran con plantas, jaulas, etc.) El único reparo es que tanta creatividad ha convertido el instituto en un laberinto. Muchos pasillos están a oscuras. De vez en cuando se adivinan unos  alumnos –un grupo entrañable y perfectamente integrado de muchachos y simios –que emiten gruñidos y se reúne en torno a una fogata. Un primate enseña a un torpe cachorro humano a encender el fuego. El suelo está entreverado de raíces de plantas tropicales, insectos, víboras y todo tipo de alimañas. Del techo cuelgan botellas con luciérnagas que iluminan los pasillos de forma natural y no contaminan el medievo ambiente; aunque a veces esta luz deja mucho que desear. En algunos tramos del techo, sin ir más lejos, anidan murciélagos a la caza de la criatura desprevenida. Además, desde que el tuyo y el mío reaccionarios fueron abolidos, de las taquillas se cuelgan los orangutanes y en ellas hacen su ovada algunos animales conflictivos, como serpientes y alacranes. Por los pasillos nos cruzamos con ejemplares de profesor integrado –perdón, de orientador–, aquellos que van vestidos con traje de camuflaje. Algunos de ellos han adquirido tal habilidad en este arte que, cuando entran en el aula, algunos alumnos comentan: “¿Quién es este tipo que se ha colado en la clase?” Eso nos da una idea de hasta qué punto se ha sabido integrar en el hábitat... Bueno, ya era hora, tras sortear varios obstáculos, hemos  alcanzado nuestro destino: la puerta del aula. No empujen, por favor, ya sé que están impacientes por conocer la rica biodiversidad educativa. ¿Qué son esos sonidos guturales que se escuchan dentro? ¿Están haciendo una demostración de destrezas y habilidades? Uno de los lemas de Luminoso era: conocimientos para la vida. Gracias a sus aportaciones, las habilidades específicas reemplazaron a los conocimientos generales. Por ejemplo, es obvio que encender fuego o tallar una piedra son más útiles para la vida que las propiedades del hidrógeno o las leyes de termodinámica, meras abstracciones que no sirven para nada. Pero los modernos logros han superado sus sueños más optimistas. Si hoy levantara la cabeza, se sentiría orgulloso de los avances educativos... Eso nos trae sin cuidado, me recriminarán, te estás yendo por las ramas, ¡nos quieres decir qué diablos se escucha dentro del aula! No insistan, se lo desvelaré. Nada menos que la asignatura estrella: Gritos, gruñidos y sonidos de la selva. Lamento decir que los animales aventajan a los cachorros humanos en esta materia. Esta asignatura llena de vida entusiasma a los estudiantes y no las aburridas materias tradicionales. El estudio de las lenguas ha sido sustituido por el de los sonidos de la selva. Esto resulta más práctico, porque el lenguaje onomatopéyico es el verdadero esperanto de la humanidad; además presenta la ventaja de que puede unir a animales y hombres. En el paraíso se entendían animales y hombres. Al compartir una lengua común, se asemejan las personas a Dios. Pero, ¡ay! Somos limitados seres humanos y siento decir que  pocos profesores están preparados para esta labor multidisciplinar y multicultural. Estos, por desgracia, conservan prejuicios de la vieja escuela y están muy desorientados. Por suerte, esto será subsanado en el futuro por orientadores orangutanes que les enseñarán a los alumnos destrezas específicas y no conocimientos abstractos que nada tienen que ver con la vida diaria. Y es que, en las clases, los jóvenes humanos se quedan deslumbrados por la energía del macho alfa orangután: su forma expeditiva de ligar con las chicas; su eficacia en la resolución de conflictos y su gran pericia para zanjar el diálogo con monosílabos, una o dos miraditas hoscas y algún que otro sopapo cariñoso. No es de extrañar, pues, que ante semejante paraíso educativo el centro se haya convertido en un espacio lúdico donde los alumnos deseen permanecer las veinticuatro horas del día, trescientos sesenta y cinco días al año, con gran pesar por parte de los padres.
El corazón del zooinstituto, como decíamos, es el Departamento de Orientación. Si nos dirigimos a su puerta, lo primero que veremos es un lema, una sutil paradoja que deslumbra a docentes y foráneos: Lejos del aula, cerca del alumno. Ya lo dijo Benigno Luminoso: un exceso de realidad puede ser pernicioso para la salud. En el departamento se desarrolla a diario un frenético trajín, los pedagogos no paran de moverse de un lado a otro, haciendo fotocopias y emborronando gruesas agendas, donde plasman sus hallazgos. Prueba de ese dinamismo son unos voluminosos libros, auténtico vademécum de la erudición pedagógica, que se esconden bajo siglas indescifrables que aglutinan el porvenir de los alumnos: P.G.C., P.O.D. y G.A.C. Su espíritu laborioso no decae en estos tiempos. Día y noche trabajan para forjar un futuro radiante para nuestros hijos. Cuando entramos dentro, la jefa del Departamento, Gloria Cárdenas, está escribiendo una circular sobre los Derechos y deberes de los animales multicelulares. Luego tacha lo escrito, se lo piensa mejor y añade: Derechos y deberes de los seres multicelulares, porque las plantas son seres vivos. Pero tampoco está satisfecha y rectifica: Derechos y deberes de los seres uni y multicelulares. “Sí –se dice–. Así  está bien.” El texto comienza así: “Queridos seres uni y multicelulares. Me es grato comunicaros que gozáis de unos derechos. Os escribo para informaros de cada uno de ellos.” 
Tras despachar esta tarea, la pedagoga Cárdenas está agotada por el esfuerzo y tiene el cabello un poco alborotado. Este es un florero de topos y moños que se entrelazan con armonía. Se saca una horquilla y, mirándose al espejo, coloca varios postizos en su sitio. Respira hondo por el ajetreo. Se ha puesto de mal humor. Antes, con aquellas  greñas, se había mirado al espejo y por un momento le había parecido ver a Semíramis, la pitonisa. Ha intentado distanciarse de esa tipeja, pero la gente es mala y asegura que se parecen mucho. Ambas son rubias oxigenadas y  casi gemelas; solo que la pedagoga tiene clase y lleva el pelo recogido, en tanto la pitonisa Semíramis luce unas guedejas leoninas que enmarcan unos ojos muy tiznados. La pedagoga va vestida con trajes de chaqueta Chretien Thior, mientras que esa suele ponerse vestidos estrafalarios con dorados y calza unas babuchas con borlas amarillas. ¡Dios, qué cruz! La gente se pasa la vida comparándola con esa embaucadora. Circula incluso una broma en la que ella y Semíramis son hijas del mago Alcadín. Lo más desagradable es que en el chascarrillo ella sale muy mal parada, pues se asegura que es hija ilegítima del mago. ¡Ella, que creció en una de las mejores familias de la capital! ¡Ella, que se educó en internados selectos y estudió en la exclusiva universidad de San Berdolfino! ¡Hasta ahí podríamos llegar!
“¡Bueno, es tan evidente que esa impresentable y yo no tenemos nada en común, que no tengo por qué sulfurarme!”. Durante media hora rellena documentos en los que nos ha parecido distinguir palabras deslumbrantes como Criterios de Superexcelencia, Calidad Superior Educativa, Biodiversidad Educativa, Currículum  Ludicoeducativo, Reciclaje Psíquicomental (que precede al Reciclaje Psicolaboral, versión científica de mito de Proteo). Este trabajo le devuelve el buen humor y es el momento para su proyecto más ambicioso, un asunto bastante peliagudo: cambiar el nombre del instituto por Oxforbridge.
El actual no tiene nada de malo, mas corren nuevos tiempos y hay que saber venderse. Una buena marca es fundamental. Supone financiación, mejora de instalaciones y una avalancha de dinero.
No nos engañemos, San Antonio suena pobretón. Nadie querría gastarse dinero en un centro que se llamara así.  Oxforbridge tiene gancho y venderá más entre los padres y alumnos. Supondrá un revulsivo en los criterios de excelencia tradicionales. Es una provocación por parte de la pedagoga un bautismo que se asocia  con la enseñanza clasista y reaccionaria. Pero de eso se trata precisamente, de dar una patada en las posaderas a esos engreídos aristócratas. Nosotros les demostraremos lo que es la genuina superexcelencia educativa. Sería conveniente, por si las moscas, contratar a un cursi como tapadera. No daría clases, sería solo un reclamo, una especie de relaciones públicas.
Este nombre, Oxforbridge, se lo ha inspirado los paseos poéticos en barca por el lago con el señor Moldes, más conocido como el señor Magoo. El profesor les leía poesías a los alumnos, cuando estos paseaban en barca. Pero, para que lo entiendan bien, hemos de comenzar por el principio.
En el patio del zooinstituto hay un “lago” repleto de desperdicios que conecta  con la fosa séptica. Algunos científicos aventuran que en las profundidades del primero habitan especies animales aún por descubrir. En principio era solo un gran socavón que el ayuntamiento excavó para echar los cimientos de un nuevo edificio, un búnker de gran hondura. Y aquí interviene el azar, aunque algunos dicen que una mano providencial lo coordinó todo. Si no se lo creen,  echen una ojeada a los hechos: primero unos alumnos destrozaron la fosa séptica y varias cañerías del centro; unos días más tarde, un seísmo ahondó la fosa hasta profundidades abismales y, por último, unas lluvias torrenciales de agua, peces, ranas, cangrejos, anguilas, renacuajos, caracoles, lombrices y larvas de mosca cayeron milagrosamente de las nubes; todo esto se aunó para crear una maravilla hidráulica y genética. Los animales que portaba la lluvia, al contactar con las aguas residuales, se convirtieron en especies mutantes. Por si esto no bastara, algunos alumnos echaron a sus mascotas de cocodrilo y serpientes al fondo, por lo que hoy en día disfrutamos de su compañía. Las autoridades municipales, tras este don del cielo, decidieron aprovechar el nuevo hábitat natural y renunciaron a construir el búnquer.
Esto, me dirán, nos explica la formación del lago, pero no los paseos poéticos en barca. Tengan un poco de paciencia,  hay todavía un largo camino por recorrer. No fue una tarea fácil que estos fueran un éxito. Mucho antes de que esta joya de la naturaleza naciera por arte de birlibirloque, los orientadores llevaban tiempo intentando romper el entorno asfixiante de los institutos conservadores; este fue el origen de las Aulas Naturales. El proyecto era un golpe maestro a la escuela conservadora, en el que se invirtieron muchas investigaciones y tesis doctorales: se pretendía que los profesores impartieran sus clases no en las aulas ordinarias, sino en ambientes menos hostiles, más naturales y lúdicos, como las copas de los árboles –el subir a un árbol ya es un sabio aprendizaje– o en los cocoteros y plataneros. De pronto, en el momento álgido de la polémica pedagógica, surge el lago y una nueva Aula Natural se nos ofrece como una oportunidad de oro. Me gustaría decir que los alumnos aprovecharon este prodigio, pero no sería justa mi afirmación. Al principio no tuvo mucho éxito. Los alumnos paseaban en barca, mientras el profesor les desgranaba migajas de su sabiduría. Ellos no sabían apreciar esos vastos conocimientos; se tapaban la nariz y decían que tenían miedo a hundirse en sus profundidades asquerosas y malolientes. Ya se habían ahogado varios alumnos en estas aguas putrefactas y nadie los había visto nunca aflorar a la superficie. Por ello, los paseos en barca se fueron espaciando cada vez más. Entonces, cuando ya lo dábamos todo por perdido, apareció el señor Moldes, más conocido como el señor Magoo. Nadie sabía de dónde salió, nadie preguntó. Cuando un tipo se mete voluntariamente en un aula a dar clases, no le hacemos preguntas, siempre es bien recibido. Ya he dicho que apenas sabemos nada, solo lo que él, muy parco en palabras, nos contó. Diré en principio que era un profesor filantrópico y muy despistado, por lo que lo apodaban señor Magoo. Llevaba unas gafas de culo de vaso, un regalo de un mago de la ciencia, el doctor Tuhmahul, quien tras operarlo y dejarlo más ciego de lo que estaba le regaló unos anteojos para que viera mejor, –“una verdadera antigüedad, señor, una joya que perteneció al relojero del emperador”–, y un sonetón, aunque seguía sin  ver ni oír. No se puede decir, sin embargo, que Magoo fuera un hombre desagradecido, pues pese a quedarse más ciego por el desastre, seguía venerando a su salvador: “He visto una nueva luz”, decía Magoo y citaba además con desenvoltura pasajes de la Biblia: “Si a tu ojo derecho no le gusta lo que ve el izquierdo, arráncatelo... Si tus ojos y brazos son un obstáculo para tu salvación, arráncatelos.” (¿Eso último es de la Biblia?) Es innegable que el doctor hacía milagros. Él no era un médico vulgar, porque sus pacientes, tras pasar por sus manos, se sentían inspirados por una nueva luz. No exageraríamos al afirmar que él iluminaba por completo sus vidas.
 Magoo transmitió algo de su iluminación a sus alumnos, porque desde el principio gozó de carisma entre ellos. Este se debía a que trajo consigo dos libros de poesía. Los profesores ya habían renunciado a impartir clases en las Aulas Naturales  y, de pronto, aquel Rompetechos con sus gafas culo de vaso, que organiza destrozos allá por donde pasa, convence a alumnos revoltosos para que se embarquen en un recital poético por el lago. El trino de los pájaros del software Singingbirdpower junto al aromatizador informático aromaticflowerspower, que intenta anular la fetidez de las aguas, acompañan su recital poético.  Él suele decir: “Campoamor nunca falla” o “Los veo un poco tensos. Ahora Ralpho Alberdini (“Marinerito de agua dulce”) romperá el hielo”. No dudamos de la influencia de la poesía sobre los jóvenes, mas nuestro instinto nos sugiere que estos ponen a prueba a Magoo, realizando travesuras a sus espaldas o incluso delante de sus narices. En estos momentos, por ejemplo, en que está recitando a Campoamor, dos orangutanes, que nunca habían demostrado interés por la poesía ni por ninguna materia excepto el canto de la selva, han cogido a un alumno muy bajito, casi un enano, y lo han lanzado al agua como señuelo. Por ahora no han pescado nada, pero están muy esperanzados; porque acaban de internarse por una zona muy prometedora. Justo aquí el otro día avistaron unos caimanes y, un poco más abajo, unas extrañas pirañas comedoras de excrementos. Por eso mismo acaban de embadurnar su anzuelo con guano, aunque el intenso hedor no se percibe tanto gracias al aromaticflowerspower. ¡Cuidado, Magoo se ha dado cuenta de que están pescando! No hay problema, este se sonríe al contemplar la inocente actividad de sus alumnos y piensa: “¡Qué cuadro tan idílico, digno del Perfecto pescador de caña! Mientras recito unos versos, ellos cultivan un deporte afín a la poesía como la pesca. ¡Y pensar que los consideran unos alumnos revoltosos!” No habían pasado ni dos semanas desde el inicio de los paseos poéticos, cuando algunos profesores comentaron admirados: “¡Cuánto ha crecido la población! Hace unos meses aún se veían alumnos bajitos en el zooinstituto. Ahora solo nos encontramos jóvenes altos y fuertes. ¿Qué les darán? ¿Vitaminas? ¿Es otro de los logros de la nueva política educativa?”
Ni que decir tiene que estos paseos fueron un éxito. De la noche a la mañana el centro se transformó en un paraíso y ni siquiera pequeños tropiezos, como el de la desaparición de estudiantes bajitos, rompieron este ambiente idílico. Al mismo  tiempo, la pesca se convirtió en uno de los hobbies favoritos. El Gabinete de  Maravillas la señaló como uno de los éxitos de la enseñanza integrada. Nunca habían visto a los alumnos díscolos tan eufóricos. El informe reza así: “Uno de los resultados es el interés de los jóvenes por la poesía. Pero solo les gusta el recital, siempre y cuando paseen en barca por el lago. Amén del placer por la poesía, la biblioteca, antes desierta, se ha llenado de alumnos que devoran libros. Si bien sus lecturas son monotemáticas: el arte de la pesca y, en particular, la captura de caimanes, pirañas, tiburones. Además, últimamente los alumnos demandan un tema distinto, el arte de la caza, lo que nos inclina a pensar que sus aficiones llegarán a incluir todos los géneros. De hecho, algunos muchachos se han interesado por la obra de genios como Spencer, Darwin y el conde de Gobineau...”
    Y entonces a Gloria Cárdenas, con su fino instinto comercial, se le ocurre cómo sacar partido a estos paseos poéticos. ¿A qué les recuerdan? Un poco de cultura, por favor, no sean paletos. En un rincón de la vieja Inglaterra los jóvenes solían cortejar a las muchachas en románticos paseos en barca. Son dos universidades en donde se celebraban regatas. Oxforbridge. Sí, desde ahora nuestro zooinstituto se llamará así.