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domingo, 20 de enero de 2013

Dickens y su doble


Un hombre mantiene una entrevista clandestina en una taberna de Londres. Es un poco grueso y recuerda por su jovialidad a Mister Micawber. Su interlocutor, un gentilhombre embozado en una capa, se diría un espectro.
Hace tiempo este caballero vio algo especial en el joven Dickens. Le gustó la vitalidad y el ingenio del niño. Durante años ha sufragado en secreto su educación y ha seguido sus pasos como taquígrafo. Ahora el muchacho ya está maduro. El acuerdo con el viejo Dickens, alias Micawber, es simple. Desde este momento su  hijo abandonará su carrera teatral e interpretará un único papel: el de Charles Dickens.
Para crear la pantomima, contrata al genio del transformismo: Charles Mathews. Este se inspira en sí mismo para dotar de verosimilitud a la estrella; tanto es así, que muchos insinuarán que Charles Dickens nunca existió y que fue la creación más lograda del actor.
Por las noches, Charles se reunirá con el caballero. El joven es un agudo observador y un magnífico imitador. Su interlocutor es incapaz de escribir desde la soledad de un escritorio y reconstruirá, gracias a las actuaciones de Dickens, aquellas  tragicomedias que darán fama mundial al novelista.
Los autores a la sombra se multiplican: aristócratas de gustos dudosos lo utilizan como testaferro de unas fantasías inaceptables para la buena sociedad. Eso explica obras tan dispares como Casa Desolada, Barnaby Rudge o Grandes Esperanzas.
El joven Dickens cumple a la perfección su papel, mas le asaltan momentos de crisis. En una de esas depresiones acude a un exorcista, quien le revela que algunos escritores se sirven de demonios mercenarios. El cisne de Avon  era un actor a sueldo que actuaba como testaferro de autores sin nombre. A Victor Hugo se le coló bajo la levita una gárgola erudita con un tratado del arte gótico para El Jorobado de Notre Dame. Debajo de su cama, Defoe guardaba un cura que le dictaba la parte edificante de su Robinson Crusoe; idea que copió de un español que, para su Guzmán de Alfarache, secuestró a un predicador para que encubriera sus fechorías contra las inquinas inquisitoriales.
Durante años el escritor representa la farsa. Pero la fama le pesa bajo los hombros y, en las postrimerías de su vida, abandona a ratos el papel de Charles Dickens y se prodiga en los de “sus novelas” a través de sus lecturas públicas.
Ese dejar de ser sí mismo tiene sus secuelas. Su estrella se rebela y Dickens muere sin concluir su última obra: El Misterio de Edwin Drood. Los editores, no obstante, no renuncian a los beneficios y traman una última estratagema: un espiritista conjura el espíritu del novelista, quien escribe de corrido el final de la historia. Esta parte apócrifa conserva en gran medida el espíritu dickensiano, por lo que algunos expertos reconocerán la mano del artista.
Sin embargo, un percance se interpone en el engaño. Ya hemos dicho que Shakespeare y Dickens eran actores. Durante años su puesta en escena fue un éxito, hasta que retrataron al dramaturgo. Fue este su único fallo. El joven Dickens, conocedor del secreto del bardo, planeó un destino similar y le encargó otro retrato a su amigo Maclise. Un hilo maestro une a ambos. Se pueden adivinar los primitivos trazos de un cuadro a través de los pentimenti, las tentativas del artista, antes de plasmar la versión acabada de la obra. En el rostro de Shakespeare se aprecia a simple vista las aristas de una máscara. El retrato alegre y desenfadado del joven Dickens encierra asimismo el significado de su pseudónimo, Boz: una máscara emborrona su verdadero semblante ¿O es una capa? Años más tarde un escritor irlandés desvelará su secreto y lo utilizará en El retrato de Dorian Grey. Con ello compartirá el honor de vender su alma a sus genios tutelares e ingresará en el Parnaso de los artistas endemoniados.