Hay distintas formas de
utilizar el mito en un relato. La más frecuente es adaptarlo a las corrientes
del momento, de tal modo que los dioses vistan los ropajes de la época del
autor y actúen como los personajes de su siglo. No obstante, hay otra mucho más
original, que consiste en beber de las fuentes del mito para convertirlo en un
símbolo del propio escritor. De esta manera, este último viaja a la esencia del
arquetipo y lo recrea como si acabara de nacer de sus manos.
En
Historia de dos ciudades, Dickens se apropia de unos mitos tradicionales
y los dota de un sentido nuevo. Echemos una ojeada el comienzo de la novela:
“Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos”. Este principio no
solo alude al tópico de la edad dorada, sino que contiene en su enunciado su
propia desmitificación: la edad de bronce o, en palabras del autor inglés, “el
peor de los tiempos”. Esta edad áurea se corresponde con el año cero, necesario
en todo cambio de época (en este caso, la revolución francesa), que crea el
marco apropiado para engendrar nuevos mitos con viejos nombres: las furias, las
parcas y la gorgona.
En
las primeras páginas del relato, asistimos a un baile de máscaras. Los
personajes son caretas que cubren semblantes de estuco y sus cuerpos, figurines
para toda ocasión desde la cuna a la sepultura, que pueden ser deshilachados
como si nunca hubieran vestido a ningún ser vivo. En este decorado “había militares que no tenían el más pequeño
conocimiento militar; marinos que ignoraban por completo lo que era un barco;
empleados civiles que carecían de la menor noción de los negocios [...]
doctores que hacían fortunas curando imaginarios males a sus pacientes [...] No
habrían podido hallar una mujer digna de ser madre. En realidad, a excepción de
poner una criatura en el mundo, cosa que no da casi derecho al título de madre,
poco más conocían aquellas mujeres de tan sagrado ministerio. Las campesinas
conservaban a su lado a sus hijitos desprovistos de elegancia y los criaban y
educaban, pero en la Corte las encantadoras abuelas de sesenta años se vestían
y bailaban como si tuviesen veinte años”.
Termina
el baile y varias diligencias emprenden la vuelta. En la oscuridad, una mujer
nada elegante está tejiendo junto a una fuente, símbolos ambos de la muerte y
del paso del tiempo. Los vehículos corren hacia un destino que está siendo
devanado por unos hilos invisibles. Una de las diligencias es la de un marqués,
asimilada por Dickens a la figura de las furias. Los postillones con sus
látigos se corresponden con las sierpes que cubrían sus cabezas. Estas
perseguían a los condenados por impiedad- en este caso por los
muchos abusos de los nobles – y también las podríamos relacionar con la medusa.
Tal vez por eso el vehículo huye poseído por un demonio, lo que asemeja su
carrera al vuelo de estas quimeras. El monstruo corre sin preocuparse de los
destrozos que provoca:
“El cochero guiaba como si quisiera cargar
contra un enemigo [...] A veces se oían en el interior de la carroza los gritos
de los que, aun en aquella época sorda y muda protestaban de aquel modo de
recorrer las calles que ponía en peligro la vida de los que iban a pie
[...] Recorría las calles, rodeada casi
siempre por un coro de gritos de mujeres y de exclamaciones de los hombres que
se guarecían y apartaban a los niños del camino del vehículo. Por último, al
volver una esquina...”
Un
niño es atropellado. El viajero arroja despectivo unas monedas. Nadie se atreve
a mirar sus ojos de medusa. El padre de la criatura se esconde en los bajos del
vehículo. Como en un cuento de hadas, se refugia en el vientre del monstruo.
El
marqués llega a su castillo y la diligencia prosigue su camino, como si gozara
de vida propia. A este vehículo terrorífico, quimera de animal y máquina, lo
veremos posteriormente con ligeras variantes en las novelas Drácula y Sleepy
Hollow. Se apea el marqués, quien vive en un castillo custodiado por varias
gorgonas. Todo en el edificio, animales y moradores, es de piedra. Por lo que
nada tiene de particular que, a la mañana siguiente, en el castillo aumente en
uno los rostros de piedra:
“Nuevamente la Gorgona había mirado durante
la noche y añadió la cara de piedra que faltaba, la que las demás estuvieron
aguardando por espacio de doscientos años.
La
cara de piedra reposaba sobre la almohada del señor marqués. Parecía una fina
careta, repentinamente sobresaltada, encolerizada y petrificada. Y en el
corazón de aquella figura de piedra estaba clavado un cuchillo. Alrededor del
mango se veía un trozo de papel, en el que estaba escrito: “Llévalo aprisa a su tumba. De parte de Jacques.”
Al
marqués le seguirán los otros viajeros. Sus rostros de medusa se reflejarán en
el brillo de la cuchilla; y sus ojos vacíos no petrificarán con la mirada. El
baile de disfraces termina, solo queda la Parca:
“Pasó la carroza (la del
marqués) y rápidamente pasaron otras, por el mismo sitio, en desenfrenada
carrera; pasaron el ministro, el arbitrista del Estado, el Arrendatario
General, el doctor, el abogado, el eclesiástico, los artistas de la Opera, de
la Comedia y, en una palabra, todos los que tomaban parte en el baile de
máscaras [...] y solamente quedó la mujer que hacía calceta con la rapidez de
la Parca. Allí estaba observando cómo corría el agua de la fuente y cómo el día
corría hacia la tarde, así como la vida de la ciudad corría a la muerte que a
nadie espera, y mientras tanto... el baile de máscaras continuaba entre luces y
las cosas seguían su curso.”
En su
primera aparición en la novela, la parca es anónima y corta los hilos de forma tan
caótica como esos carruajes desbocados. El agua acompaña su oficio, marcando lo
azaroso de su escrutinio. Luego, la moira adquiere un rostro definido, el de
madame Defarge, que elige sus víctimas a conciencia. En el mito original Átropo
cortaba el hilo de la vida; sin embargo Defarge introduce una novedad: escribe
el nombre del infortunado en su labor. Esta contiene un registro minucioso de
las cabezas que penden de sus agujas de calceta (1). Un espía ve cómo lo incluye en
estos archivos domésticos:
“Recordaba
con terror a la señora Defarge que no cesó en su labor, mientras le hablaba y
que le miró tan airada. Luego la vio exhibir sus registros tejidos en la labor
de calceta y denunciar a las personas que se tragaba la Guillotina.”
Las
moiras originales eran tres: Cloto, Láquesis y Átropo. La
hilandera de la fuente será la primera de cientos de parcas anónimas que
desgastarán las calles para escribir su lista mortuoria. Al igual que aquellas
tres, son hijas de la noche. Por eso se mueven principalmente en la oscuridad:
“Por la noche, hora en que los habitantes del
barrio de San Antonio salían de sus casas y se sentaban delante de las puertas,
para respirar un poco, la señora Defarge, con su labor en la mano, solía ir de
puerta en puerta y de grupo en grupo. Había muchas misioneras como ella que el
mundo no volverá a ver. Todas las mujeres hacían calceta, procurando distraer
el hambre con esta ocupación, pues de haber estado quietos aquellos flacos
dedos, no hay duda de que los estómagos sentirían el hambre con mayor
intensidad.”
La
violencia del antiguo régimen era arbitraria y caótica, el látigo era la medida
de todas las cosas, simbolizado en la novela por los cabellos de serpiente. La
del Terror está burocratizada y se perfeccionará en los siglos futuros. Las
pacíficas hilanderas de Velázquez se convertirán en secretarias del terror. La
muerte será desde este momento una labor administrativa que conducirá desde la
guillotina hasta los campos de exterminio con precisión científica. En estos últimos, los nombres no necesitarán
esconderse. Los números los sustituirán y lucirán en un lugar bien visible.
No
obstante, como destacábamos al principio de este artículo, para reescribir un
mito, hay que remontarse a sus fuentes. Esto nos remite a una costumbre
ancestral, en la que los infantes llevaban su destino escrito en los pañales.
Como señala Robert Graves en Los mitos griegos:
“Este mito (el de las parcas) parece estar
basado en la costumbre de tejer las marcas de las familias y el clan en los
pañales de los recién nacidos [...] La teoría clásica de la hebra de lino era
que la diosa ataba a los seres humanos al extremo de una hebra escrupulosamente
medida que iba alargando cada año, hasta que llegaba el momento que ella lo
cortaba y dejaba el alma abandonada a la muerte. Pero en su origen ella
envolvía a los infantes que lloraban en unos pañales de lino a modo de bandas,
en las cuales se bordaban las marcas de su familia y del clan."
Robert Graves. “Los mitos griegos”, páginas
60, 270. Alianza editorial.
(1) De un modo similar al de la señora Defarge, en El
tiempo entre costuras, la protagonista, Sira, pasa información confidencial
a los servicios secretos británicos, utilizando patrones de costura, en los que
reproduce con las punzadas el código morse:
“—Puedo preparar patrones de varias piezas cada vez
que me comunique con usted. Mangas, delanteros, cuellos, talles, puños,
costados; dependerá de la longitud. Puedo hacer tantas formas como mensajes
tenga que transmitirle.”
[...]“Terminé de perfilar la figura, clavé la mina en el
interior del extremo inferior derecho de la misma y, en paralelo al contorno,
fui transcribiendo las letras con sus signos en morse, sustituyendo los puntos
por rayas cortas. Raya larga, raya corta, raya larga otra vez, ahora dos
cortas. Cuando acabé, todo el perímetro interior de la silueta estaba bordeado
por lo que parecía un inocente pespunteo.”
El autor alemán Hans Heinz Ewers fundió asimismo el mito de aracne y el de las parcas en “La araña”. Para más información ver mi artículo:
ResponderEliminarhttp://bibliotecadegotham.blogspot.com.es/2010/05/la-arana-la-trama-secreta-de-un.html
Olvida usted, Huguet, que estamos hechos de polvo de estrellas, y que los astros y no las parcas marcan nuestro destino. Nuestros verdugos solo tienen que echarle un vistazo a nuestra carta astral o a las protuberancias de nuestra cabeza para decidir nuestro futuro.
ResponderEliminarBrillante artículo, Huguet. Me descubre usted esa urdimbre mítica en la novela de Dickens y de paso nos recuerda que el entramado de los mitos alcanza hasta a las malas novelas de autores que ignoran que sus costuras son parches de antiguos remiendos.
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