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lunes, 19 de abril de 2010

Los Dioses Blancos: 1. La Tierra sin Mal.


Cuando Alemania invadió la Unión Soviética, Stalin se hizo coronar “emperador” haciendo un llamamiento a los “hermanos rusos”. El autócrata georgiano comprendió que tenía que dotar de sentido la revolución, desenterrando los huesos de los zares. Por ello conjuró el fantasma de Iván el terrible con una película sobre este personaje. No era al famoso déspota a quien resucitaba, sino a todos los césares anteriores, que es lo que significa zar. Desde entonces Stalin no se limitó a identificarse con esta figura ejemplar: él mismo fue Iván el terrible.
Siempre me he preguntado por qué llaman utopías (sin lugar) a estas saturnales políticas que ponen el mundo cabeza abajo, en vez ucronías (fuera del tiempo). Las ucronías rememoran un único acontecimiento esencial que se repite invariablemente a lo largo de los siglos. Cuando Cortés conquistó Tenochtictlan estaba emulando un mito esencial: las conquistas de Alejandro; y, en tanto realizaba sus proezas, era el paradigma del héroe macedonio y la capital azteca, una ciudad con mezquitas. Varios conquistadores antes y después que él- entre ellos el propio Julio César y Napoleón- rememoraron esa conquista mítica, de ahí que algunos de sus imitadores se hicieran con el título de César o Alejandro. En este marco sus acciones adquirían un sentido mítico: el de la gloria histórica forjada en el molde alejandrino. Hay tantos relatos como géneros utópicos, que se interpretan con una lectura inversa. Si los anarquistas cometían atentados no asesinaban, estaban escribiendo una página del socialismo; del mismo modo, los sacerdotes y religiosos cristianos no torturaban, por el contrario, purificaban las almas para allanarles un hogar en el cielo. Todos ellos situaban el paraíso en un mañana hipotético, llámese eternidad o porvenir (futuro). Unos y otros predicaban que la realidad estaba ausente, en otro plano: en la conquista mítica referida a la gloria histórica (la posteridad), en el otro mundo después de la muerte (el cielo), o en la futurible utopía redentora socialista. Este mundo y sus avatares eran un entretenimiento, un mero transito para perseverar en esos relatos salvadores, cuyas bendiciones se encontraban al final del agujero, que nadie o, casi nadie, lograba atisbar.
Para los guaraníes esta tierra y esta vida eran la imperfección. Existía un lugar donde todo era perfecto, la Tierra sin Mal. En esta tierra nadie moría ni enfermaba. Hasta allí se podía llegar sin pasar por la muerte, porque en este paraíso vivía el dios creador junto a los antepasados en medio de la abundancia. La Tierra sin Mal no constituía un mito para los guaraníes. Era un lugar real, concreto, que se ubicaba imprecisamente hacia el este, más allá del Gran Mar (Océano Atlántico). Era el mito tan seductor que, guiados por sus karai, los guaraníes abandonaban todo cuanto tenían y dejaban tras de sí columnas de fuego, señales inequívocas de un nuevo comienzo y un nuevo término. De modo semejante todos nuestros visionarios creen que su ucronía es un lugar real e insisten en que sus proyectos utópicos están aquí y ahora, por lo que dejan tierra quemada tras su paso. ¿Qué tipo de evidencias utilizan para demostrar la existencia de esos paraísos? Los católicos, las reliquias y la promesa del Paráclito. Para los protestantes, la Biblia es el mejor inventario de la obra de Dios y su palabra ley; para los hombres descreídos del siglo XX, los informes y estadísticas de los planes quinquenales (tan falsificados como las reliquias católicas) son la voz autorizada del Pueblo y el paso de la Verdad sobre la tierra.
El final de estos relatos soteriológicos generalmente era la muerte, pero algunos de sus paladines la aceptaban con gusto porque era una muerte con sentido. La verdadera muerte llegaría cuando la realidad con sus impurezas se impusiera al ciclo religioso, de ahí la obsesión de escapar al tiempo y crear nuevos calendarios: el revolucionario francés, el positivista de Comte o, en el colmo de los malabarismos, el Gran Salto Adelante. Este último señaló el fatídico año cero de la China comunista. Con este gran salto en el tiempo, Mao retornó al primer emperador, quien quemó bibliotecas enteras y asesinó a miles de intelectuales para fundar al imperio chino. No es casualidad que durante su mandato el Gran Timonel le dedicara tanta atención, quizás porque sabía que estaba refundando el nuevo estado chino con unas ceremonias dignas de un antepasado tan ilustre.
Sin embargo, sobrevivir a una nueva era es arriesgado; tarde o temprano Cronos se da cuenta del engaño y los hijos de la revolución son devorados por el tiempo. La ucronía supone un nuevo nacimiento, purificado de toda la degeneración de la historia, pero la realidad con sus impurezas se impone finalmente al ciclo religioso. Se da la paradoja de que todas las ucronías, al estar fuera del tiempo, son engullidas por Saturno, quien vuelve a poner las cosas en hora.
¿Han desaparecido los grandes relatos? ¿Existen aún las utopías? Como los restos de un pecio se han salvado retazos en las formas más variopintas. Hoy en día la fascinación por el pequeño relato sobrevive en los Storytelling de algunos políticos como Berlusconi o Sarkozy y en los cuentos sapienciales de algunos neoliberales, que creen en los arcanos del capitalismo mágico. ¿Ha muerto la revolución? No, todavía respira en la Revolución de piquillo: como no podemos cambiar el mundo, cambiemos las palabras. En esto nos asiste una creencia mágica en el lenguaje. De todos estos náufragos hablaré en los próximos artículos.

8 comentarios:

  1. La conclusión de tu estupenda entrada me recuerda cierto aforismo del irremediable Cioran: "Como todo iconoclasta, he derribado mis ídolos para entregarme a sus restos".

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  2. Efectivamente, David, el aforismo de Ciorán resume muy bien la entrada. Me fascinan los epígonos de los grandes relatos. Hay una novela de Vargas Llosa que tiene un título bellísimo: "el paraíso en la otra esquina". Es evidente lo que este significa: la inminencia del paraíso. No obstante, a mí me sugiere esos cuadros flamencos en los que aparecen hombres y mujeres realizando sus actividades domésticas como leer, coser, peinarse. Uno de los elementos más valiosos de algunas religiones, en especial la pietista protestante, es que tiende a hacer de cualquier actividad del ser humano una acto religioso. De este modo, al realizar cualquier trabajo estamos contribuyendo a crear un mundo más hermoso, porque ese acto aparentemente banal está sacralizado por la cotidianeidad. ¿Por qué prestamos tanta atención a los héroes como Napoleón o Alejandro y no a los peones que son los que en realidad llevan los hilos de la historia? Hay un concepto de Unamuno que lo define muy bien: la intrahistoria. Detrás de los grandes acontecimientos anunciados con fanfarria, aparece la vida cotidiana de la gente de a pie. Lo que la religión aventaja a las corrientes laicistas es que da sentido a estos actos aparentemente banales. Tal vez porque le asiste varios siglos de experiencia de vida monástica. Si supiéramos dotar de un sentido laico pero trascendente a nuestras rutinas diarias, estaríamos construyendo un mundo con sentido.

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  3. Justo en las antípodas de la frase con que concluyes el comentario anterior está el dilema entre "César o nada" o la superioridad moral que se arroga Raskolnikov ("Crimen o castigo"). "Alejandro" en griego significa "conductor de hombres", y desde aquel magno conductor, los sueños de grandeza de algunos iluminados han ido certificados con epítetos similares: Mao, "el Gran Timonel", el Führer (conductor), el Caudillo, el Guía de la Revolución... Grandes salvadores todos que condujeron a la humanidad a cotas cada vez mayores de estupidez y barbarie. Quizás si hubieran leído con más detenimiento uno de los grandes relatos de la historia de la literatura -la Odisea- hubieran aprendido que para salvarse a menudo hay que hacerse pasar por nadie.

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  4. En uno de los libros que tú conoces muy bien, "Stalin y los verdugos", uno de los torturadores de la checa se adjudica el nombre de Raskolnikov, un tipo que desprecia a Tolstoi y admira a Dostoyeiski, como el propio padrecito Koba. No hace falta llegar a ser un Stalin para convertirse en un bárbaro. Todos sabemos que probablemente si la guerra no lo hubiera catapultado Hitler, éste no habría pasado de ser un vagabundo o un pintor ambulante. Lo que quiero decir es que la hidra tiene cientos de ojos. Stalin y Hitler sin su ejército de informadores y delatores no son nadie. En un reportaje que vi sobre la Gestapo decían que el número de funcionarios era escaso, y que las víctimas del monstruo se alimentaban fundamentalmente de informaciones desinteresadas de la gente de la calle. Si la Gestapo no hubiera contado con colaboradores franceses, no habría masacrado a la población judía. La checa contaba asimismo con colaboradores entusiastas que les proporcionaban información, entre los que destacaban algunos poetas, que incluso le dedicaron algunas poesías. ¿Sabes de algún poeta alemán que le dedicara una poesía a la Gestapo? Que yo sepa no llegaron a tanto.

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  5. Excelente artículo pero usted promete uno segundo del mismo tema o pr lo menos parece por eso de 1. Estoy esperándolo.

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  6. Amigo anónimo, lo prometido es deuda: la semana que viene escribiré otra entrega sobre los dioses blancos que enlazará con otros dos artículos relacionados: “La revolución de piquillo” y “Storytelling: Historia de un Maccaronni!”.

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