7. La fiesta 2.
Una levita raída, un
pañuelo anudado al cuello; los ojos soñadores y profundos se hunden en unas
cuencas de tonos azulados, ojeras; el pelo le cae a los lados y se desborda en
el cuello; las venas azules en unas manos nudosas parecen que van a estallar.
Es la viva imagen de un hombre atormentado, un poeta maldito; es el señor
MacKay, nuestro jefe.
Esta mañana, cuando el señor MacKay entró en la oficina,
tuvimos que realizar grandes esfuerzos para contener la risa. Todos estamos
familiarizados con el gran cuadro que preside su despacho. Se trata de un
supuesto retrato de Edgar A. Poe, y en él se ha inspirado para confeccionar su
disfraz. El modelo debió de ser un empleado de la funeraria, pues lo único que
se ha plasmado en el cuadro es una estudiada expresión fúnebre de gran efecto
teatral. De ahí, el aire de fantoche del señor MacKay; de ahí, que tengamos que
contener la risa.
Habíamos pasado el fin de semana confeccionando nuestros
disfraces. Una fiesta que hermanaba a los empleados y clientes de la firma en
un gran proyecto de promoción. Lo peor de todo era que habíamos tenido que
robar parte de nuestro tiempo para idear unas maquetas y montar un decorado
apropiado en el despacho. El señor MacKay creía que un café bohemio, estilo
modernista, era el escenario apropiado para que los clientes se dejaran llevar
-un hermoso clima de amor y amistad - y se confiaran a nosotros. La señorita
McGee, la secretaria, en principio se había negado: “Yo no soy una chica de
alterne”. “Señorita - le había respondido el señor MacKay - nuestros clientes
sólo necesitan un poco de amor y comprensión, usted no tiene por qué darles
nada más”. “¿Y dónde está el límite?” “Señorita McGee -le había respondido el
jefe impaciente- usted ya es mayorcita”. Un papel no menos brillante le había
correspondido a Lecroix, el de maître, la maldición de un apellido francés.
“¿Por qué diablos se le ocurriría a mi tatarabuelo desembarcar en las costas de
Nueva Inglaterra, si yo no hablo ni una palabra de esa jerigonza franchuta?” Su
marcado acento country contrastaba cómicamente con su ilustre prosapia
francesa. Panderecky, un polaco con aspecto de músico bohemio -grandes melenas,
pelo enmarañado-, tampoco había salido muy bien librado. Era el encargado junto
a Hans Keller -un tirolés que tocaba el acordeón- de la música de la fiesta:
sus conocimientos de piano no iban mucho más allá de un curso preparatorio,
pero al señor MacKay, que era negado para la música, se le había metido en la
cabeza que era un genio musical. Panderecky estaba pasando un bochorno
espantoso; no en balde, él y Keller estaban tocando a destiempo.
Esta noche, la
aparición en escena del señor MacKay no ha venido acompañada por toda la
parafernalia que había rodeado el “carnaval”. Había abandonado su ridículo
disfraz. En el despacho estaba en su ambiente y, vestido de paisano (sin los
adminículos propios del comediante), su presencia imponía con una fuerza
irresistible. Ello me trajo a los mientes la primera vez que el señor MacKay
entró en la oficina. Fue tras la desaparición de nuestro anterior jefe, el
señor Telton. Por aquellos días aún no nos habíamos recuperado de la “pérdida” de Johnie, nuestro botones, cuya
desaparición coincidió en el tiempo con la del señor Telton. De Johnie conservo
un recuerdo tan irreal como la burda sonrisa, la grotesca exhibición de molares
que nos ofreció de despedida. Tras esa imagen extravagante de su reluciente
dentadura, no hay casi datos concretos. Su alegre silueta se difumina como si
formara parte del decorado del café la Bohème. Apenas brilla el oscuro nombre
de una tía lejana y el no menos desconocido rótulo de un pueblo enterrado en
las estribaciones de los Apalaches. En los días previos a su desaparición, el
muchacho fue visto en compañía de Teckel; lo que despertó sospechas y recelos
en su contra. Pero no fue demostrado que éste tuviera algo que ver con su
repentina desaparición.
No sabemos si la súbita desaparición de Johnie influyó en el
proceso de desintegración del señor Telton; lo que sí sabemos es que ambos
sucesos fueron casi simultáneos, con apenas unas horas de diferencia. De Johnie
aún permaneció un rastro más o menos identificable en el tiempo; del señor
Telton, en cambio, apenas sobrevivieron unas pruebas no concluyentes de su paso
por este mundo. En sentido literal, podríamos decir que se convirtió en polvo.
Tras su desaparición, encontramos sobre su mesa los únicos testimonios de su
identidad: su anillo y su sombrero; unas cenizas se esparcían por toda la mesa.
Algunos malpensados creyeron que se trataba de los restos del desaparecido.
Observé la decepción en sus rostros morbosos, cuando comprobamos que era simple
y vulgar ceniza de puro.
La desaparición del señor Telton nos brindó la oportunidad de
enfrentarnos a la voluminosa figura de su sustituto: Frederick MacKay. La
primera impresión era el reflejo de un asombro contenido, la admiración de
encontrarnos ante el original del cual el señor Telton no era más que una
pálida copia.
Durante años fuimos testigos de la admiración del señor Telton
a su “maestro”, Frederick MacKay. Lo que Telton ignoraba es que MacKay,
fundador de una filosofía idolatrada por nuestro jefe, era asimismo un
admirador callado de “la gran idea de promoción del señor Telton” (tanto es así
que, a los pocos meses de incorporarse el señor MacKay a la oficina, puso en
práctica esta gran idea, que consistía en la puesta en escena de una comedia
con “mensaje” -publicitario, por supuesto-).
Ya era hora; Huguet, de que te dignaras a darnos un poco más de "El señor Teckel" a tus lectores, que estamos sufriendo más que los de "Los misterios de París" de Eugenio Sue. ¿Te ríes? ¿Te relames? Eres cruel y juegas con tus lectores como con aquella araña que encerraste en el tacón de cristal del zapato de una dama en la ilustración de uno de tus textos. No sé, me parece que hay algo oscuro en todo esto, pero estoy dispuesto a recorrer hasta los mismísimos sótanos de la Biblioteca de Gotham para desentrañar el misterio y desenmascararte. Te aviso.
ResponderEliminarSeñor Huguet, se lo dijo sin ambages, creo que sus textos son estupendos. He leído con más atención el anterior, el de los artefactos con vida, los tacones del Rey Luis y toda la serie de enseres y fantasmas que constituyen ese desvarío de artículo que resulta astuto y divertido. Respecto al señor Teckel ando más perdido, un poco como con esas series de la tele de las que uno no llega a engancharse porque sólo la ha visto a cachos. En la línea de lo que dice Signes, creo que se prodiga usted poco.
ResponderEliminarDebo de otro lado agradecerle sus últimas apariciones en mi blog. Detecto un tono sarcástico y me gustaría hacerle alguna pequeña observación, si es que usted tiene a bien aceptármela. R. Signes, al que usted profesa una devoción comparable a la que le profeso yo, no es un ser angélico en sus intervenciones. No lo es nunca, ni en la realidad real ni en la virtual. Si yo fuera psicólogo lo definiría como una persona "asertiva". Eso significa que no se muerde la lengua y que si tiene que soltarte una buena hostia te la suelta, sospecho que sin molestarse en mensurar las reacciones hostiles que eso puede generar. Esto me parece una virtud, pues alguien que tiene agallas para decirte que algo tuyo le parece mal o incluso nefasto, se llena de credibilidad cuando te lanza un elogio, lo cual no está mal teniendo en cuenta lo baratos que a veces se venden los elogios.
Creo, simplemente, que cuando uno se topa con un personaje así y no le conoce personalmente, su primera impresión puede ser la de sentirse agredido. Nuestro común amigo produce ocasionalmente esa impresión. Por eso creo que lo mejor es hacer como él, es decir, contestarle a lo que te diga diciéndole exactamente lo que piensas sin diplomacias.
Refiriéndome concretamente a la breve polémica que ha tenido con Justo Serna, creo que mucho más aprovechable que cualquier susceptibilidad es el contenido de las intervenciones, que me han parecido dignas de personas sumamente documentadas y de fluida retórica.
David P.Montesinos
1. Telas de araña, zapatos de tacón con arañas encerradas. De sobra me has descubierto, Signes, el laberinto se espesa para que el lector no sepa a través de los siglos de dilatada espera ni dónde ni cuándo acabará la tortura. No creas que podrás salir fácilmente de este infierno, como diría el poeta: “abandona toda esperanza”.
ResponderEliminar2. Bienvenido de nuevo a este blog, David, me alegro de que te guste, porque de lo contrario en el futuro tendrías que vigilar cada uno de los objetos de tu entorno, cinturones y zapatos de ante azul en particular. Bromas aparte, sí, creo que tenéis razón los dos, una novela por entregas no debe dilatarse tanto y este es un fallo que intentaré reparar en el futuro.
3. Respecto a la polémica que mencionas, ya sé que Ricardo no es un huérfano desvalido ni un ángel de la caridad. De sobra conozco sus modales a lo Robocop – o Terminator, como prefieras- cuando lo que se trata es de repartir leña a lo Roberto Alcázar y cía (a los malos, off course). Tampoco yo soy el caballero maleante al auxilio de los desventurados. La polémica tiene más que ver con la revuelta de la “tropa” contra el “generalato”. Aunque yo sugiero una solución a lo turca - ¿te acuerdas de que dijiste que me explicarías lo de cabeza de turco?-. Ya sabes que los sultanes tenían la bonita costumbre de cortar la cabeza a todos sus hermanos para evitar disputas familiares. A estas costumbres civilizadas debemos la supervivencia del Imperio Otomano durante varios siglos; si nuestro amigo hiciera lo propio zanjaríamos la discusión de una vez por todas y las aguas divinas volverían a su cauce. Por mi parte, estoy de acuerdo en disculparme en la próxima intervención en tu blog.
Desde luego no soy yo quien te pide ninguna disculpa, querido. De hecho, acabo de leer tu última anotación y lo que me parece más interesante es la información sobre tus proyectos. Y no, desde luego, don Ricardo no es precisamente un huérfano desvalido, aunque no sé si yo le compararía con Robocop o Roberto Alcázar, en todo caso sí con Mío Cid, que atraviesa bosques de demonios y desiertos inmensos para recuperar su honor. Por cierto, y ya que habla de Roberto Alcázar, tengo entendido que es un remedo nada menos que de José Antonio Primo de Rivera. Recuerdo una escena en que mientras dispara con una ametralladora a unos agentes de Stalin les está diciendo : "Tomad, naranjas de la china". Fíjese, qué cosas quedan en mi memoria.
ResponderEliminarCabeza de turco. Parece que cuando aquella turba de carniceros que fueron a liberar Tierra Santa regresaban tras una expedición fracasada de tierras de infieles, era común clavar en una pica la cabeza de un enemigo al que los cruzados se dedicaban a insultar y escupir durante la travesía de vuelta, un poco como para poder descargar contra algo la frustración por el descalabro sufrido a manos de moros.
1.David, lo de Roberto Alcázar y José Antonio, no lo sabía. ¡Menuda revelación! En cualquier caso este personaje supondría una hidra o monstruo de dos cabezas fabuloso. El rostro de Primo de Rivera y el espíritu indómito del Caudillo latiendo en el apellido Alcázar. En cualquier caso significa una revancha de José Antonio contra Franco después de muerto, quien se inmortalizaría a través del tebeo. Un tipo con voz de pito no da en héroe y sí alguien bizarro como José Antonio, faro idóneo del Nuevo Amanecer. El héroe, sin embargo, no es tan simple. Como viene reivindicando un blog muy recomendable "el desván del abuelito", éste no es una simple correa de transmisión del régimen. Es lo que tiene la cultura popular, que entre líneas se desliza material políticamente incorrecto que se vuelve contra sus creadores ideológicos.
ResponderEliminar2.Felizmente la expresión "cabeza de turco" tiene hoy en día un significado metafórico, aunque no menos cruel. En tiempos de Enrique VIII, los súbditos de su graciosa majestad se enteraban del cambio de gobierno por las cabezas decapitadas de los consejeros o ministros que pendían de una pica en el Palacio Real. Como ves, no necesitaba el pueblo llano de los tabloides para enterarse de los cambios de gobierno.