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lunes, 26 de noviembre de 2012

El Licenciado Vidriera 1. Los incorruptibles.


El Licenciado Vidriera 1. Los incorruptibles.

 Tomás Rodaja es un estudiante que, tras ser víctima de un hechizo de amor, padece un singular delirio: se cree de vidrio. Esa creencia lo convierte en un profeta dotado de sabiduría. Como a Tiresias, a quien los dioses le quitaron la vista para compensarle con la clarividencia; la singular “locura” de Tomás Rodaja lo vuelve sabio, pero lo aleja de los seres de carne y hueso.
Simbólicamente estos Licenciados Vidrieras, como el augur griego, pierden de vista la realidad humana para ser dotados de su don visionario. Por eso nunca levantan la vista de su sueño. Dice Taine a propósito de Robespierre: “El jacobino está lleno de respeto por los fantasmas de su mente racional. A sus ojos, estos son más reales que los seres humanos vivientes.”
Y es que estos hombres de vidrio, para mantenerse intactos, solo admiten la pureza más cristalina. El contacto con los otros hombres los corrompe y los convierte en seres humanos, demasiado humanos y, por tanto, en mortales. De ahí, la obsesión con el celibato. Robespierre se casará con la diosa Razón; Hitler, con Alemania; el sacerdote católico, con la Iglesia. Su verdadera esposa es la Idea o, mejor dicho, su fe. Con esta realidad inmaterial son iluminados y renacen como ángeles para dejar de ser mortales. Dice Silesius a propósito de estos seres inmaculados: “María es un cristal; su hijo, la luz celeste; así la atraviesa él sin romperla en absoluto.” Mientras estos seres angelicales sean concebidos por la luz de su fe, seguirán siendo etéreos e inmortales. Por eso tantos mártires se sacrificarán por esos rayos de luna.
“No me toques”, parecen decir estos hombres de vidrio. Como diría Papini de Nietzsche: exaltan la dureza del vidrio para ocultar lo quebradizo de su naturaleza. Y es que estos visionarios no son de carne y hueso. En ellos la materia existe, pero es como si no existiera; de aquí nace su intransigencia con las flaquezas humanas. “La carne es débil”, dirán. Si es débil, sacrifiquémosla a la Idea para que se convierta en cristal, en espíritu imperecedero.
Tienen una forma curiosa de predicar su virtud. Dice Quevedo: los virtuosos pecan con Dios, no contra Dios. Estos hombres de vidrio pecarán con la Idea, no contra ella. Mientras perpetren cientos de atrocidades bajo la luz de la Verdad, seguirán siendo ángeles. Dice Pascal sobre ellos: “El hombre no es ni ángel ni bestia, y nuestra desgracia quiere que quien pretende hacer de ángel haga de bestia.”
¿Por qué el sacrificio de miles de personas? Las generaciones de hombres se suceden, pero el hombre cristalizado a través de la Idea es inmortal y durará eternamente.
¿Eternamente? El tiempo es el otro enemigo de los Licenciados Vidrieras. Por eso se obsesionan por crear un nuevo calendario y rescriben la historia a la luz deslumbradora del cristal, es decir, de la Verdad.
Hay un texto celta que ilustra muy bien ese vaciado del tiempo. Se titula el viaje de Bran.  Tras permanecer varios meses Bran y sus hombres en la isla de las mujeres, sienten nostalgia de su patria y deciden volver. La reina de las mujeres le advierte a Bran que no deben pisar tierra irlandesa. Cuando se acercan a la costa, una muchedumbre en la playa les pregunta a distancia quiénes son. Bran se identifica, diciéndoles que no hace mucho salieron de Irlanda. La gente no les reconoce y les cuenta viejas historias de siglos atrás acerca de un Bran que partió en busca del país de las hadas y nunca más volvió. Uno de los hombres se lanza al agua y logra llegar a la playa. Sin embargo, en cuanto toca tierra, envejece bruscamente, como si los siglos transcurridos le hubieran caído encima, y se desintegra.
Durante años estos hombres de vidrio navegan en su barco de cristal. Pero tarde o temprano han de avistar la realidad; y entonces todas las quimeras que han construido se volatilizan, haciendo trizas al hombre de vidrio.
Desde ese momento, los gérmenes del tiempo contaminan a estos seres angélicos, dejando sus miserias a la vista de todos. Entre estos despojos, si miramos a través del cristal de Robespierre, ¿qué vemos? ¿Qué son esos monstruos, sino las impurezas del cristal que suben a la superficie para traicionar sus ideales más sagrados? Dentro de ese mundo de vidrio afloran unos homúnculos, los monstruos de la razón, de los que hablaremos en otro artículo.

jueves, 8 de noviembre de 2012

Los dioses blancos 2: el pañuelo de Stalin.



Según Ibn Arabi “el universo es un inmenso libro. Sus caracteres están escritos por la pluma divina”. Para los hombres leídos de Occidente, el mundo no tiene secretos, por el contrario cabe en los estrechos límites de un libro; el que ellos llevan consigo. El proceso es inverso al anterior. No se trata de representar el mundo como un códice sagrado, sino de hacer que este se encorsete en los límites estrechos del manual que llevan consigo. El universo es una tablilla de cera en el que se pueden escribir las conclusiones de los capítulos previamente escritos por los autores, y lo que no se ajusta a dicho molde es considerado desecho o mera diversión, lo que se aparta del asunto de su libro. Las cosas no tienen significado en sí, como parte del libro del mundo, sino de antemano, según estaba escrito en las páginas de su manual, ya sea El Capital, el Origen de la especies o la Interpretación de los Sueños.
El hombre civilizado desprecia las supersticiones de los salvajes, al mismo tiempo que puebla el mundo de demonios. Estos a veces tienen tan poca consistencia como los fantasmas de los ingenuos primitivos. El occidental se ríe de cómo el hombre primitivo considera al rayo una manifestación de la divinidad, pero interpreta un monolito como un símbolo fálico; la delincuencia, como una manifestación de la lucha por la vida; y la religión, como una sublimación de la lucha de clases.
Como contábamos en la primera entrada de los dioses blancos, en principio los protagonistas de los libros, cuyos modelos estaban inspirados en Herodoto, Tucídides o Plutarco, eran los héroes de Carlyle. En estas obras más pedestres, los personajes, al igual que los de la novela realista, son vulgares y no tienen nada de heroicos. Mientras en los  primeros se producía una sacralización de las hazañas de los héroes de la antigüedad; en estos últimos se consagraban los actos cotidianos, la banalidad.
Un acto aparentemente sin sentido- una escaramuza entre delincuentes- adquiría un significado en medio del caos: formaba parte del relato de un libro, ya fuera el autor Spencer, Darwin o Marx. No es casualidad que por aquella época, Balzac emprendiera la magna obra de la Comedia Humana. El autor francés intenta meter en sus novelas un universo con todas sus minucias; por eso los historiadores y sociólogos reconstruyen con comodidad la Francia decimonónica a través de sus libros; y es que, a diferencia de teóricos como Spencer, introducirá en su baúl todo lo que encuentra a su paso, sin dejar nada; lo que hace que la obra de Balzac sea un extraordinaria enciclopedia de la sociedad de su tiempo.
En la primera entrada de los dioses blancos hablábamos de la rememoración de los grandes héroes: Napoleón conmemora a Alejandro en sus batallas, porque él es el macedonio reencarnado; a través de estos libros modernos, por el contrario, se produce una sacralización de la vida vulgar. Pasamos de la dinámica de los grandes gestos o epopeya a la prosa de cotidianidad. La caótica y vulgar vida diaria adquiere un rostro a través de estos textos vulgares, y lo que en principio parecía obra del azar forma parte de un capítulo de la otra Humanidad, la que va a pie y no a caballo.
Pero esta Humanidad que ha desmontado del caballo requiere otros dioses. El punto débil del laicismo es despreciar la necesidad humana de lo numinoso y lo  sagrado. Una de las grandes virtudes del Cristianismo es que santifica la vida cotidiana; lo que significa que cualquier persona a través de sus insignificantes tareas diarias puede realizar un acto esencial que le franquee las puertas del cielo.
Por ello Robespierre, consciente de esa necesidad de lo sagrado, instaurará sin éxito el culto a la Diosa Razón, y comunistas y fascistas construirán una sofisticada puesta en escena colectiva, inspirada en las ceremonias religiosas. Esta persigue un fin: el culto al Estado debe infiltrarse en la vida cotidiana de la población y lo hará de la misma forma que la religión tradicional: a través de las nimiedades del día a día, como hilvanar un pañuelo con la efigie de papá Stalin en la intimidad del hogar.

miércoles, 3 de octubre de 2012

El señor Teckel 16


16. La doble vida de Wilson.

    ¿Qué es lo que ha provocado ese brusco y repentino cambio de humor? Lo ignoramos, Wilson es un hombre muy reservado y no le gusta compartir sus secretos con desconocidos ni tampoco con amigos. Examinemos su rostro: no revela nada en absoluto, es un libro cerrado, un enigma herméticamente clausurado. ¿Y las manos? Temblorosas e hinchadas, parece que de un momento a otro vayan a estallar. Su cuerpo yace de espaldas en el suelo en apariencia inexpresivo, muerto. Una almohada le cubre el cuello, apretada entre ambas manos. Está claro que si queremos descubrir algo, tendremos que actuar por nuestra cuenta. Registraremos la habitación para buscar algo que nos ponga sobre la pista. Las persianas están bajadas; pero la luz del sol es tan fuerte, que algunos haces atraviesan las rendijas y crean una imagen de penumbra. Una ráfaga de luz se proyecta en la pared enfrentada a la ventana e ilumina un singular recuadro. Si lo miramos con detenimiento, distinguiremos un extraño dibujo: una ventana pintada con exquisito trazo y extraordinario realismo. Los postigos están abiertos y dejan ver una imagen en tres dimensiones. ¡Cualquiera diría que no es realmente una vista de una de las calles más bulliciosas y concurridas de la ciudad de Nueva York! ¡Si hasta parece que escucho el infernal ruido del tráfico y una luminosidad radiante, que emana del cuadro-ventana, hiere mis ojos! Las calles están nevadas y el frío se transmite a toda la habitación. ¡Aquello parece una nevera! Si nos acercamos una vez más al cuadro-ventana, podremos leer el título del fresco: ”Wilson  en Nueva York o cuando la ciudad tiembla”. Su silueta se recorta contra una de las ventanas de un edificio, plasmado en el fresco. El rostro de Wilson mira horrorizado hacia el escenario de la tragedia: un hombre se despeña desde la azotea, ante la fría mirada de unos tipos elegantes que están celebrando un guateque. Junto al cuadro-ventana, trazado con auténtica destreza hiperrealista, podemos admirar en viñetas gigantes distintos episodios de la vida de Wilson. La primera viñeta describe una escena inicial de su vida y se titula: “Tragedia en Halloween”. Continúa con el episodio “Wilson en la escuela” y, como motivo central, el citado cuadro-ventana. Los episodios concluyen con una viñeta, que se titula: ”Wilson en el Caribe”. En este recuadro aparece un retrato de nuestro amigo: un hombre enjuto, de apariencia anodina, vestido como un vulgar oficinista (un traje de chaqueta barato, color gris y una corbata oscura). Pero lo más destacado del cuadro, sin duda, es el semblante de nuestro protagonista: la cabeza pequeña, calva aunque con ladillos, enmarca un rostro que desentona con la contextura del cráneo, al ser este rostro desproporcionadamente ancho. Los pómulos chupados tampoco guardan ninguna armonía con los grandes ojos azules, saltones. La nariz pequeñísima apenas se dibuja en el rostro, dándole una expresión desencajada. ¿Y las manos? Las manos, gordas e hinchadas, nos conducen directamente a los ojos que las miran desconcertados. En ellos un observador atento podrá leer un sentimiento de temor e inquietud. Un interrogante apenas visible cruza todo el cuadro y subraya ese desasosiego que respira todo el fresco.
    En la pared contigua, que forma ángulo recto con la anterior, asistimos a nuevas manifestaciones del talento artístico de Wilson. Varias figuras escultóricas forman un peculiarísimo bajorrelieve: los personajes surgen como por encanto a través de la pared, mostrando medio cuerpo, como si la otra parte se encontrara  al otro lado del tabique. En las formas escultóricas alternan tanto el caucho como la madera. Las figuras articuladas se mueven gracias a un sofisticado sistema de cuerdas y poleas. Ricos y lujosos vestidos cubren las esculturas. Nuestro primer personaje es un mendigo, ataviado con harapos. Extiende la mano, exquisitamente moldeada, en petición de una limosna. Una vez se ha depositado la moneda en la palma de su mano, ésta se cierra  con violencia. Si alguien comete la imprudencia de tocar la mano cuando el puño está cerrado, se encontrará con la desagradable sorpresa de tocar algo viscoso y al mismo tiempo duro -no en balde la mano está hecha de huesos, caucho y silicona-. Junto al mendigo contrasta la personalidad de una escultura vestida con distinción. Se trata de un multimillonario, cuyos esfuerzos por acercarse a su desafortunado compañero resultan del todo infructuosos. Lo más que acierta es a levantar su sombrero de copa en actitud respetuosa -¿un saludo?-. No falta un sólo detalle que no corrobore su calidad de multimillonario: si registramos sus bolsillos encontraremos varios fajos de billetes que suman la bonita cantidad de un millón de dólares, y auténticos puros habanos. Con envidia y desconfianza, mira al multimillonario un personaje mal vestido con el torso semidesnudo, cubierto por una camiseta mugrienta. Con una de las manos sujeta un naipe; y si registramos los bolsillos, hallaremos una baraja y varias fichas de la ruleta. Tal vez para moderar la perniciosa presencia del tahúr, aparece la venerable figura de un predicador que, en actitud digna, parece amonestar a su vecino. Mientras con una de sus manos sujeta una cruz en ademán condenatorio, la otra se apoya confiadamente en un libro que guarda en un bolsillo de su levita: la Biblia. Varias sogas pegadas a la pared separaban a estas figuras de una nueva serie de esculturas que tiene como título: ”De la muerte y sus aledaños”. Inaugura la serie un personaje ricamente vestido, aunque el crispamiento de su rostro y la postura de sus brazos denotan desesperación. En uno de los bolsillos: un frasquito de cianuro ¿Qué le ha movido al suicidio? La respuesta en el otro bolsillo: unas cartas de amor desesperadas. La causa de su desesperación no parece encontrarse muy lejos: una de las manos del suicida intenta sobar un culo embutido en unos pantalones rojos, ajustadísimos. La mano de la prostituta lo detiene, mientras el otro brazo femenino intenta desasirse de la presión de una mano musculosa, enjaezada con varios anillos llamativos, perteneciente a un personaje malencarado que se declara su “protector”. La otra mano del chulo se posa sobre una teta que irrumpe explosiva, huyendo de las apreturas del corsé negro. En la escena están cuidados hasta los más nimios detalles: el traje a rayas del chulo, el pañuelo rojo y el sombrero negro; los bolsillos de la chaqueta, atestados de dinero mugriento; el rictus de desprecio que se le ha quedado paralizado en el rostro del indeseable, y la expresión de pánico en la prostituta, que intenta  liberarse sin éxito de las garras de su protector.

martes, 26 de junio de 2012

El señor Teckel 15




15. El paraíso.
    Las orillas de esta playa paradisíaca nunca habían conocido a un tipo tan pintoresco. Calzaba botas para prevenir la picadura de un escorpión  -¿en la playa?- o de cualquier otro bicho que intentara traspasar la impresionante coraza. Un sombrero tejano le protegía del sol y unas gafas oscuras le impedían ver la luz -no en balde se tropezaba continuamente-. Una espesa capa de repelente antiinsectos le cubría la piel y le daba la apariencia de un aparecido o, como decían los nativos, de un zombi. Miraba sin ver y se tapaba las orejas, porque cualquier sonido agudo hería sus oídos. Andaba con sumo cuidado, meditando sus pasos, como si cada uno de ellos fuera trascendental y en esto se jugara la vida. Si hubiera dispuesto de una burbuja, se habría introducido en su interior y así se habría sentido a salvo.
    Pero a los pocos días se dio cuenta de que el entorno era amable. Los mosquitos no la tenían tomada con él; el sol no era un peligro, si se adoptaban unas pequeñas precauciones -un poco de crema bastaba- y, en el peor de los casos, te podías refugiar cómodamente debajo de una sombrilla. Los nativos eran muy hospitalarios y las nativas... Si él tomaba un baño no ocurría nada; si comía en un restaurante tampoco aparecían los síntomas de la catástrofe. El calor del sol y las aguas tonificantes, ¿habían conseguido neutralizar sus facultades nefastas? Este país amable, ¿había conseguido hacer desaparecer el maleficio? Después de varios días de una vida amable y apacible, Wilson llegó a creerlo.
    En su mente llegó a formar la idea de que la auténtica maldición era ser occidental. ¿Y como no creerlo, si por todas partes se oían pestes de las poderosas potencias del norte? Occidente era la palabra maldita; Occidente los mantenía postrados en la miseria  y la esclavitud, etc.
    A pesar de la animadversión hacia Occidente, los nativos nunca mostraron hostilidad hacia el turista norteamericano: se habían acostumbrado a él. En cierto modo, podía decirse que formaba parte del paisaje.
   Se acostumbró a vivir en un clima de franca hostilidad hacia su país. Aquella guerra no iba con él; Wilson no tenía más hogar que aquel hotelito donde se hospedaba, ni más patria que aquel escenario de playas y palmeras, que le había dado la felicidad. En su diario -pues hizo el gran descubrimiento de que no había forma más dulce de matar el tiempo que escribir unas notas autobiográficas- apuntó su lema, una máxima latina: ”Ubi  bene, ubi patria”.
    Ahora ya sabéis por qué decía que Wilson era un hombre con suerte. ¿A qué adivino lo que estáis pensando en estos momentos? Pensáis que, aunque Wilson disfrutaba de una vida placentera, la felicidad no puede durar siempre. Y sois unos aguafiestas. Porque no me negaréis que el pobre hombre, después de tantas desgracias, no tenía derecho a un poco de tranquilidad. Pero no por ello puedo dejar de concederos la razón. Wilson no era un hombre predestinado a un final feliz.
    Dejamos a nuestro amigo Wilson acompañado por dos simpáticas “compatriotas,” dos chicas asiduas del hotel. Wilson lleva escritas varias páginas de su autobiografía (en realidad no más de cuatro o cinco en tres meses de estancia). Pero se siente justificado ante sí mismo, esas páginas son el testimonio de que ha realizado algo útil en su “largo periodo de reflexión” y “amargo exilio”. Después de una dura jornada de trabajo (dos líneas mecanografiadas), se siente con derecho a unas horas de relajación y descanso en compañía de sus nuevas compatriotas. Él lo denomina “el descanso del guerrero”, aunque a veces utiliza una terminología más académica como “trabajo de campo”. En medio de risas y caricias recibe un billete que, con gran seriedad, le entrega un muchacho. Una carcajada se queda a medio camino, se le demuda el semblante. Lee las palabras en voz alta, titubeante. ¡No puede ser verdad! Despacha a sus amigos con muy malos modos. Malhumorado, sube a su habitación.

domingo, 27 de mayo de 2012

El Señor Teckel 14


14. La misión.

   Durante varios días vegetó por la habitación y desasistió los cuidados mínimos de buena educación: iba sucio, sin afeitar y se entretenía tirando bolitas de papel por la ventana. Renunció a salir a la calle. Pensó que si se recluía en su “celda monástica”, dejaría por unos días de ser un peligro público. Cuando se le acabara el dinero, se abandonaría a su suerte; y si el destino lo quería -¡Ojalá lo quisiera Dios! -se moriría de hambre.
   Pues sí. Así estaban las cosas para el pobre Wilson. Y vosotros me preguntaréis: ¿por qué dices que Buck Wilson era un hombre con suerte? Un poco de paciencia, todo a su tiempo.
   Los días transcurrían monótonos y tristones para Wilson. Lo sorprendente era que en todo ese tiempo, aproximadamente una semana, nuestro héroe no había tenido noticias de algún desastre importante relacionado con su persona. Buck, aunque parezca estúpido, comenzó a preocuparse: ¿Estaría perdiendo facultades? Por un lado esta perspectiva le hacía sentirse aliviado; pero por otro estaba tan acostumbrado a vivir con su cruz, que un cambio le producía desasosiego y profunda inquietud. Después de tantos años, ¿sabría vivir de otra forma?
   Al cabo de un mes se dio cuenta de que seguía sin pasar nada en absoluto. Llegó a sospechar que había vivido durante años bajo la pesada losa de inculpaciones imaginarias, trastornos neuróticos, efectos pasajeros de la influencia negativa de la madre. Buscó la carta y la releyó. ¡Cuánto la odió! Era su madre. Ella le había convencido de que estaba maldito; en realidad nunca había ocurrido nada, todo era el producto de la imaginación calenturienta de una mujer histérica, que había mostrado una especial predisposición -se necesitaba tener mala leche- en trastornar  a su hijo.
   ¡Por fin se hacía la luz! Pero este descubrimiento merecía ser analizado con detenimiento. Así que se entregó a la pereza de sus meditaciones durante varios días más.
   Y así habría continuado, si no le llegan a despertar unos golpes en la puerta. Tras varios meses de tranquilidad, ¿quién se atrevía  a perturbar su sucedáneo de “descanso eterno,” que el se había ganado después de tantos años de resentimientos? No conocía a nadie que hubiera sobrevivido a su influencia. Sólo podía ser... ¡Era ella, sin duda! Pero, ¿cómo se atrevía a visitarlo después del daño que le había hecho? Se levantó como una bala, dispuesto a infligir a su madre el castigo merecido. Giró el picaporte con inusitada violencia y gritó:
-¿Cómo te atreves...?
   El insulto se le quedó helado en las cuerdas vocales. Dos hombres, impecablemente trajeados, con sendos maletines de ejecutivos, entraron en la habitación. Un hombre rubio y atlético inició la conversación, no sin antes mostrar unos dientes blanquísimos -¿una sonrisa?- que contrastaban muy bien con el frío azul de sus ojos claros:
-Le ruego que disculpe la brusquedad de nuestra intromisión, pero nos trae aquí una misión muy importante.
El hombre le interrogó primero con la mirada, como si se resistiera a formular la pregunta. Por último -era obvio que Wilson no era adivino- se decidió a plantearla sin ambages:
-¿Quiere usted a su país?
   La pregunta dejó perplejo a Wilson. Este aturdimiento fue interpretado por el intruso como una afirmación, lo que le animó a continuar:
-¿Daría usted su vida por su patria?- exclamó con cierta solemnidad.
  Con el tono sobraban las palabras.
-No entiendo. ¿Qué tengo que hacer?- consiguió balbucear Wilson totalmente desconcertado.
-Aquello es un paraíso- dijo el hombre rubio mientras le mostraba unas fotografías -. Mulatas preciosas, palmeras, playas de ensueño...
-No hay duda de que usted es el hombre apropiado -le interrumpió su compañero, un tipo pelirrojo de carrillos sonrosados.
-Comprendemos su asombro -retomó la palabra el tipo rubio-. Pero usted es el tipo ideal para poner a prueba el programa P.T.I. (Promoción Turística Internacional).
   Buck Wilson no entendía nada de lo que le decían. Pero el hecho indiscutible era que le ofrecían una estancia completa en un hotel de cinco estrellas con los gastos pagados en un país tropical. ¿Qué podía hacer? ¿Rechazarlo? No, no era tan estúpido como para rechazar semejante oferta. No más una duda le asaltaba: esta propuesta tan inesperada, tan fuera de lugar, ¿no tenía gato encerrado? Pero en sus actuales circunstancias, tan lamentables, tan desafortunadas, ¿qué podía perder? En cualquier caso, no podía encontrarse peor de lo que estaba.

martes, 8 de mayo de 2012

El Señor Teckel 13


Buck Wilson, un gafe con poderes sobrenaturales
13. Un hombre con suerte.
    He ahí el señor Teckel en su vida cotidiana. Hasta ahora sólo le ha movido la fidelidad fanática al señor MacKay. Entonces, ¿por qué un oficinista frío, gris y con vocación de felpudo se dejó llevar por un arranque amoroso y cortejó a la señora Pale? ¿Le empujó este sentimiento a desembarazarse de Wilson, el marido? No. La leyenda popular daba otra visión de la fuga de los amantes, al desvelar los delicados lazos íntimos entre la señora Pale y su anterior esposo. ¿Qué oscuro secreto los mantenía unidos? Escuchemos la voz autorizada de Grabe, nuestro oráculo doméstico:  
   “Buck Wilson era un hombre con suerte. Ya de niño había matado a su padre de un infarto, al gastarle una inocente broma infantil con la calabaza de Halloween. Pero este susto fue sólo un lúgubre anticipo de un porvenir luctuoso, que traería consigo secuelas cada vez más desastrosas. Su madre recibió un golpe en la columna -el pequeño Wilson se había impulsado con un columpio- y se quedó paralítica de por vida. Contagió a sus hermanos la tos ferina, éstos no sobrevivieron y quedó Buck como hijo único.
    En el colegio nadie quería jugar con él. No se sabía por qué, pero algo tan inocente como el entablar conversación con Wilson entrañaba riesgos imprevisibles. El pequeño Jack Donovan le dijo un simple “¡Hola!” y, al proferir la exclamación, tropezó y se rompió una pierna. A partir del supuesto “accidente”, ¿quién iba a atreverse a mantener una relación amistosa con un peligro público? Malas lenguas afirman que los profesores del instituto consintieron en su graduación, a pesar de sus pésimas calificaciones, con tal de quitárselo de en medio. Le ofrecieron una beca para estudiar en la universidad, que él, en un alarde de sentido común, rechazó. Su amigo, Peter Kallis, la recibió en su lugar y tuvo la mala suerte de fallecer, al poco de ingresar en Yale, en un accidente futbolístico. ¿Os imagináis lo que habría sido de Yale, si Wilson hubiera llegado a ingresar en la universidad? Si señor, demostró gran sentido común al negarse a ir a la universidad, y, gracias a su renuncia, los cimientos de Yale siguen intactos y la institución no ha perdido ni un gramo de su prestigio”.
    Si la universidad le había cerrado sus puertas, nuestro hombre, ¿qué podía hacer? Tenía que cumplir los deberes para con la sociedad y ganarse el pan honradamente, si quería llegar a ser un buen ciudadano. Por eso decidió meterse en una agencia de publicidad. Desde niño había demostrado un gran talento para el dibujo, y no puedo dejar de admitir que sus jefes se quedaron muy impresionados. Por fortuna, éstos no eran supersticiosos, porque a los pocos días de darse de alta en la empresa la agencia empezó a ir mal. Wilson se puso nervioso al anticipar las consecuencias, pero los jefes nunca sospecharon de él. Como muy bien reflejaban en un informe, Wilson era “un muchacho diligente y trabajador, y de trato muy agradable”. Pero, aunque en un principio no pensaban prescindir de sus servicios, la perniciosa influencia de nuestro hombre terminó por empujar a la empresa a los números rojos. Cuando se declaró la quiebra, Wilson tuvo que irse como todos los demás.
  Y entonces nos encontramos con nuestro hombre, deambulando por las calles sin saber qué hacer ni adónde ir -tranquilos, en la actualidad se encuentra a miles de millas de aquí-. Decide visitar a su pobre madre paralítica, quien -para eso es su madre- lo recibirá con los brazos abiertos. Al llegar a la valla del jardín le embarga una profunda tristeza, mezclada con un sentimiento de remordimiento: no hay un solo rincón del jardín donde alguien no haya sufrido un accidente fortuito; hasta donde recuerda su memoria, en su más lejana infancia, no hay un solo palmo de la propiedad que no guarde testimonio de alguna desgracia. ” Pero a fin de cuentas”, se dice, “es mi hogar. ¿Qué he de temer?”. Como recibimiento tiene la simpática acogida de un Dobermann que, aunque a distancia parece muy fiero, al acercarse Wilson huye despavorido. Éste se sonríe ufano por una vez de su poder. Su madre, al verlo desde la ventana de la cocina, grita aterrorizada a Frank, su nuevo marido: ”¡No dejes que pase! ¡No lo dejes entrar en la casa! La última vez que lo vi perdí un ojo. ¡Rápido, la escopeta! ¡Échalo de aquí!”
    A los pocos días recibió una carta de su madre, en la sombría habitación de un hotelucho destartalado y sucio de las afueras de la ciudad.
    “Querido hijo -decía la carta- estuve dispuesta a perder un ojo, no me pidas que pierda otro ojo por ti. Tú pensarás: ¡Qué madre tan desnaturalizada! No creas que no te quiero pero, ¡son tantos años de sufrimiento! ¡tantas maldiciones! Desde que eras pequeño, he intentado rehacer mi vida miles de veces. Pero tú sabes que había siempre algo que lo echaba todo a perder. Ahora, después de tantos años de calamidades (Dios me ha dado paciencia, pero no me ha dotado con la virtud de la santidad), he conseguido encontrar la paz con Frank. ¿Sabes lo que significa dormir por las noches con la tranquilidad de que al día siguiente no te vas a enfrentar a una nueva serie de calamidades? Eso vale para mí todo el oro del mundo. Te quiero y siempre te querré. Aunque he de confesarte que, cuando miro tus retratos, me corre un temblor por todo el cuerpo y tengo que santiguarme varias veces para tranquilizarme. Dime, ¿qué hemos hecho? ¿qué pecado hemos cometido para que Dios nos castigue así? Guardo algunos buenos recuerdos de cuando vivías conmigo. Te ruego que respetes mi soledad y me permitas que viva retirada con mis recuerdos los pocos años de vida que me quedan. Por lo demás, irás recibiendo noticias mías con regularidad a través de Frank. Te lo repito: no vengas a verme, déjame a solas con mis recuerdos. Si así lo haces te estaré eternamente agradecida. Con profundo dolor, se despide de ti:
Tu madre ”.
     Al terminar de leer la carta se sintió muy deprimido. Pero ésta traía consigo algo bueno: un cheque de diezmil dólares con la posdata: ”¡Por Dios no me lo devuelvas! Si no lo quieres, tíralo a la basura; pero no se te ocurra mandarlo de vuelta”. Con el dinero al menos podría sobrevivir durante una temporada, hasta que le saliera algo que le permitiera seguir adelante.

lunes, 16 de abril de 2012

El Señor Teckel 12


12. La evolución de hombre a felpudo.


    Aquella noche Fullop, por razones obvias, no se resignaba a abandonar su “hogar”. Disfrutaba de unos momentos de calma en una envidiable soledad. “Unos minutos para recuperar la salud”, pensó para sí. Un ruido sordo y cortante interrumpió su descanso. Pensó en un ratón, pero el golpe había sido demasiado fuerte para un roedor. Se levantó de su asiento y se asomó a una habitación contigua. Evidentemente, no se trataba de un ratón: le deslumbró una calva reluciente, un cuerpo inclinado vertiginosamente hacia el suelo que exhibía extraordinarias dotes de equilibrio. Reconoció al viejo Teckel. ¿Cómo un hombre sesentón podía dar unos brincos de dos metros, inclinado sobre sí mismo, y restablecer su equilibrio como un volatinero? Fullop era testigo de los movimientos torpes y cansinos de Teckel en la oficina, ¿Era puro teatro? ¿Pretendía despertar entre los compañeros un sentimiento de simpatía o, mejor dicho, de conmiseración ante una vejez prematura y raquítica? Otra duda le aturdía: ¿cuál era el motivo de esos saltos? A Fullop le constaba que Teckel no hacía nada en balde; sabía con certeza que detrás de sus actos, por extravagantes que fueran, había siempre una motivación perfectamente justificada. A primera vista se le antojó un motivo absurdo: esa escena grotesca era una simple expresión de júbilo. Pero, si así fuera, ¡qué forma más extraña de manifestar la alegría! La escena no podía continuar, era denigrante. Se propuso entrar en la habitación e interrumpir esa burda exhibición gimnástica. “¡Pero hombre, cree usted que ésa es forma de comportarse! ¡Es indigno de un ser humano!” No pudo expresar su indignación, había un hombre en el fondo de la habitación y Fullop se quedó paralizado por la sorpresa. Se escondió detrás de la puerta y pudo ver cómo el jefe se acercaba con parsimonia. No era propio de un hombre tan enérgico y nervioso como él señor MacKay unos movimientos tan lentos, aunque éstos eran coherentes con el contexto: toda la escena parecía estar relentizada, como rodada a cámara lenta. Los movimientos rápidos y vertiginosos de Teckel contrastaban de un modo grotesco con la lentitud de la escenificación. A cuatro patas, brincaba de un lado a otro de la habitación con gran tenacidad. Esto consolidó aún más la primera impresión: los brincos eran una clara manifestación de alegría. El motivo estaba bien claro: la presencia del jefe. Una sonrisa se dibujó en la rigidez de su rostro. Todos conocíamos esa sonrisa: era la falsa esperanza de un indulto para un condenado a muerte. Fullop se alegró de no haber dado rienda suelta a su indignación, el jefe se iba a encargar de darle su merecido. Fuerte decepción, el espectáculo es deprimente: el señor MacKay se inclina, sin abandonar la expresión beatífica de su semblante, y lo acaricia. Sonrisa de oreja a oreja en Teckel, éxtasis que culmina cuando aquél le frota con afecto sus orejas puntiagudas y redondeadas. “¡Qué elásticas!”, parece pensar. ¡Teckel se ha tomado una libertad sin precedentes! Como muestra de agradecimiento a las caricias recibidas, lame la mano del jefe. “¡Es bochornoso! ¡Ya sólo falta que coma en su mano!” Si Fullop le conocía a fondo, tenía la absoluta certeza de que éste caería de un momento a otro, fulminado por la ira del amo. Pero, ¿qué diablos ocurre? ¡Teckel se ha abalanzado sobre los hombros del jefe y por poco lo derriba! Fullop se dispone a intervenir para sofocar la agresión, pero se contiene temeroso de contaminarse del ridículo de una situación tragicómica. En efecto, el señor MacKay no se muestra preocupado. La pregunta, por obvia, no parece romper la escenificación del absurdo.¿No hay situación de peligro?
    Fullop personaliza: peligro, ¿para quién? En esa postura sospechosa Teckel da un lametazo en el rostro de su benefactor. “Se merece un buen puñetazo”, piensa. Pero el señor MacKay parece dotado de una ilimitada paciencia y una bondad infinita. Le da unas palmaditas en la mejilla y le dice con su imperturbable sonrisa: “¡Buen chico! ¡Buen chico!”. Teckel da unos brincos y apoya sus brazos sobre el cuerpo de MacKay, quien no sin dificultades conserva su equilibrio. “¡No seas tan juguetón!”, le recrimina condescendiente. A Fullop le vienen a las mientes imágenes de la infancia, la escena le retrotrae a los reconfortantes escenarios de su niñez. Una idea le pasa por la cabeza. “No puede ser”, se dice, “es completamente absurdo, ridículo”. Esta última palabra la ha dicho en voz alta, elevando considerablemente el tono. Se frota los ojos incrédulo. Cuando los abre, contempla a Teckel y al jefe. La escena ha dejado de estar relentizada para recobrar un ritmo normal. Los actores han recuperado su aspecto habitual. Fullop contempla la relación lógica entre un jefe y su subordinado. Sólo se conserva una nota extraña: los actores del drama parecen no percatarse de la presencia de un espectador, actúan como si estuvieran completamente solos. Tal vez ese comportamiento supuestamente normal trata de refutar el testimonio de unas escenas grotescas. A través del espejismo de la cotidianidad intentan sepultar su secreto; confían en la inercia de la rutina, tan arraigada en los seres humanos, y, a pesar del testigo, se sienten totalmente a salvo: nadie puede testimoniar contra lo cotidiano, contra la rutina. Fullop se siente de más en aquel lugar. No sólo es un intruso, sino también un testigo absurdo, increíble. Un momento... Teckel hace el amago de agacharse a los pies del jefe, pero es demasiado astuto. “Señor MacKay, se le ha doblado el dobladillo del pantalón”. ”No se moleste”, le contesta el jefe. “Si no es molestia...” Es una muestra de servilismo puro, pero en ningún modo una manifestación de demencia. Fullop, avergonzado, cual si fuera un vulgar ladrón, abandona silencioso el recinto. Antes de salir echa una última ojeada a los protagonistas de la escena: todo está en orden; pero, cuando se vuelve para abrir la puerta, le parece observar por el rabillo del ojo cómo Teckel olisquea ostentosamente los zapatos del jefe.