10.Nuestro amigo Teckel.
Pero no siempre fue así. Hubo un tiempo en que nos referíamos a él como
“nuestro amigo Teckel”. Era al principio de su incorporación al trabajo. Los
días habían disipado las prevenciones que habíamos albergado en su contra. No
tardó en mostrarse como un compañero amable y servicial que tenía la virtud de
no hacerse notar, de fundirse con el todo de la oficina y hacerse olvidar. Tal
vez sólo tenía un defecto: la escasa constancia en sus afectos personales. Por
su carácter voluble, tan pronto una semana era tu mejor amigo, casi un hermano,
como la siguiente te trataba fría y distraídamente, como a un desconocido. En
las semanas que te ofrecía su amistad, se mostraba extraordinariamente
servicial y juraba una fidelidad inquebrantable a sus amigos circunstanciales;
se hacía cargo de las labores más onerosas del amigo elegido y lo descargaba
del trabajo que le resultaba más ingrato.
A decir verdad, yo me podía considerar algo más que un amigo
circunstancial. Excepcionalmente me ofrecía su amistad una duración superior a
la media: más de dos semanas; y digo excepcionalmente, porque sus afectos eran
tan volubles que no solían durar más de dos días; al cabo de los cuales el
amigo del alma se convertía en un perfecto desconocido e incluso algunas veces
en un enemigo irreconciliable. Precisamente por la naturaleza anómala de su
amistad y el excesivo celo que ponía en su amabilidad enfermiza, muchos
compañeros, temerosos de su
inestabilidad emocional, procuraron ignorarlo en la medida de lo
posible.
Antes de que llegara el señor MacKay, pude convertirme en el
amigo único al que Teckel jurara fidelidad inquebrantable. En principio la idea
no me desagradaba, pero hubo un episodio que me empujó a una ruptura drástica
con él. Era una de aquellas semanas en las que yo disfrutaba del placer
inestimable de su amistad. Son jornadas de relajación, en las que Teckel carga
con el trabajo duro y mi mente se recrea en paisajes paradisíacos. Fantasías
inalcanzables. Me sonrío. Lo miro fijamente, la idea me la ha inspirado su
expresión de besugo. “¿Me regalarías tu nómina de este mes?” La reacción no se
ha hecho de esperar. Saca su talonario y me extiende un cheque. La cifra supera
con creces el sueldo del mes.
“Caprichos de niño rico”, pienso para mis adentros. “Era una broma; ni en
sueños pensaba apropiarme de tu nómina”. La expresión de su rostro no puede ser
más grave y solemne. Me extiende otro cheque. “Es inútil, para qué discutir. Se
lo devolveré de aquí unos meses”, pienso. Se me cae una pluma. No puedo
recogerla. No, no es que esté paralizado; pero mis esfuerzos son infructuosos
ante la terquedad de Teckel. Se agacha para recogerla. Mi mente no está para
perder el tiempo con semejantes nimiedades... “¿Por qué no a las islas
Scheychelles? ¿o tal vez Haití?” “¿Dónde está Teckel?” Se ha esfumado como por
encanto. ¿Y mi pluma? ¿Todavía no la ha recogido? El silencio más absoluto. La
ventana está abierta. Por ahí no ha podido salir, desde una altura de quince
pisos. Una primera pista: la pluma está en el suelo. Se supone que junto a la
pluma debe de encontrarse Teckel... Al
respirar produzco un ruido escandaloso... Pero, ¿qué tenemos aquí? ¡Teckel ha utilizado como pretexto mi
pluma para agacharse junto a mí!...Yace a mis pies acurrucado, completamente
estático, y olisquea con las aletas de la nariz mis zapatos. Nunca lo había
visto tan feliz. “Teckel, siento interrumpirte; pero necesito mis pies, es una
emergencia”, exclamo en un acceso de estupidez.
- Aquí tienes tu pluma - me responde como si no hubiera pasado
nada -. Relájate. Pareces un poco nervioso, yo acabaré el trabajo.
Le miro atónito a los ojos. Es evidente que no se da cuenta o
no se acuerda de nada. Me devuelve la mirada con serenidad. Probablemente,
mientras yo soñaba con una hermosa isla virgen en los confines del Pacífico,
Teckel fantaseaba con los encantos paradisíacos de mi suela de zapatos. Por
unos instantes, contagiado tal vez del clima extravagante, me embarga un
estúpido sentimiento de vanidad (¡Para algo me han servido estos zapatos tan
caros y bonitos!) y me enorgullezco como un padre chocho de que a mis zapatos
les haya salido un admirador. Cuando Teckel abandona el recinto, mi cerebro
vuelve a regir. ¿A qué se ha debido esta horrible sensación de resaca? ¿Acaso he
bebido antes de llegar al trabajo? Ni una gota, a menos que la leche provoque
los síntomas de embriaguez. Lo cierto es que una vez Teckel ha abandonado el
despacho, la borrachera se ha disipado; ya no siento sus efectos.
Una leve inclinación de cabeza es la señal convenida. En
apariencia no es más que un vulgar saludo, pero esto sólo es un pretexto para
iniciar su largo viaje hacia el suelo.
Su cabeza inclinada, su barba dejada crecer al albur que toca y barre el suelo
(¿Intenta retornar a los orígenes? ¿Intenta recordarnos el ascendiente baboso
del hombre?) La cabeza inclinada, la espalda curvada en parábola, la mirada
perdida en las baldosas del suelo, no son un capricho. “Teckel es un hombre de
ilimitados recursos”, pontificó Grabe con ironía. “Con la mirada fija en el
suelo es capaz de descifrar los enigmas del universo”. “El auténtico
mundo”, me confesó en un arranque de sinceridad, “se encuentra a escasas
pulgadas del pavimento. A más de treinta pulgadas del pavimento no hay más que
aire y brumas”.
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