11. La babosa.
A la imagen de Teckel como perro guardián, se superpone la de
un hombre que se arrastra con gusto ante su amo. Por eso Teckel recibió el
honroso título de babosa. Fue Fullop quien nos contó la historia. Él fue testigo
de cómo el hombre se convirtió en invertebrado.
Cuando era niño
creía que lo único que da color a la vida gris de las personas vulgares es el
prestar testimonio de los hombres excepcionales. Pero, ¿qué ocurre si el
biografiado es aún más oscuro que su modesto cronista? De Henry Teckel podía
decirse que sus sentidos vulgarizaban lo que su mente había imaginado. Era un
hombre gris, que difícilmente podía cristalizar en un mundo en colores. Por
fuerza tenía que romperse en pedazos.
Fue Fullop, el iconoclasta, el que convirtió nominalmente al
amigo Teckel en un animal invertebrado, en una babosa, en un ser que no
pertenecía a la especie humana. Fue Fullop quien nos prestó un testimonio
incuestionable de los hechos. Un hombre sincero y honrado que merece toda
nuestra confianza. Tal es su veracidad que me cuesta creer que no lo vi con mis
propios ojos.
Ya eran más de las seis y la oficina estaba casi vacía. Aquella
tarde Fullop se había demorado, porque esa noche esperaba invitados a cenar. No
sólo el menú no le agradaba (jamón al horno, un sacrilegio para un empedernido
vegetariano como él), detestaba la risita estridente de la cacatúa de su cuñada
y no podía soportar los aires de superioridad de su cuñado, director de una
sucursal bancaria. Éste le aconsejaría largo y tendido sobre posibles
inversiones financieras, y le sermonearía sobre el despilfarro que transpiraba
toda la casa, mientras su cuñada (que siempre velaba por el “bien” de su
hermana) entre risas mordaces censuraría su falta de ambición y le exigiría
-ésas eran literalmente sus palabras- que buscara un trabajo más acorde
con la dignidad y la “posición social”
de su mujer. Fullop, en la última cena que tuvieron juntos, le agradeció
sinceramente sus ánimos y le prometió que la próxima vez que pidiera en matrimonio
a una tabernera del puerto le preguntaría discretamente si era una duquesa
disfrazada, que se había encaprichado con las vulgares distracciones de la
gente del pueblo. A lo que añadió, para echar más leña al fuego, que sus
modales no habían mejorado desde entonces. En el altercado que se produjo a
continuación se dejaron a un lado los hermosos sentimientos cristianos; y a las
lenguas viperinas de las dos arpías se unió la atronadora voz del cuñado (más
terrible y amenazadora que la voz de nuestro obispo, cuando se sentía inspirado
por las torturas del infierno) y la generosidad de sus puños que lo dejaron sin
sentido. (Habría que añadir que el alma cristiana del cuñado se había formado
en los muelles, donde trabajó durante su adolescencia). Pero lo peor no fue el
quedarse noqueado, sino los días que sucedieron al exabrupto. Edith, su mujer,
no
paraba de llorar y para
consolarse recurrió -no podía ser de otra forma- a sus hermanos.
En los días
siguientes no se produjo ninguna escena de mal tono. Pero Fullop lo habría
preferido a la frialdad glacial que lo envolvía. Sus cuñados no le dirigían la
palabra, y su mujer sólo abría el pico muy de tarde en tarde para decir entre
sollozos: ”¡Monstruo!”. La mirada gélida de sus cuñados parecía decir un día tras
otro: “¡Criminal!” Fullop dudaba de si ese era el dudoso apelativo cariñoso,
aunque era evidente su significado. Un día salió de dudas: su cuñada le dirigió
una de sus miradas “amistosas” y él, que tenía afinado el oído por los
suplicios sufridos, le oyó musitar en un hilillo de voz casi inaudible:
“asesino”. Se imaginó una corte de comadres con su insufrible risita
estridente, coreándole aquel miserable estribillo - ¡Asesino! ¡Asesino!- que le
martilleaba en la cabeza, hasta que le estallaron los oídos. ¡Basta! Él podía
luchar contra su familia, pero era incapaz de enfrentarse a la humanidad
entera. Aquella misma tarde decidió firmar la capitulación. Eso sí; tenía que
ser una rendición digna, que a él le permitiera jugar un papel respetable. Pero
una vez asumió su derrota, la dignidad quedó a un lado y la rendición fue
incondicional. A pesar de ello, le hicieron pagar caro la demora con nuevas
humillaciones, que sólo arreciaron cuando mostró sumisión total.
Desde aquel fatídico día había transcurrido apenas una semana,
y el precio de su derrota consistía en soportar a su familia política cuatro
cenas por semana. Hasta entonces los había invitado una vez a la semana. Pero
sus queridos cuñados justificaban sus frecuentes visitas con el pretexto de que
evitaban el que no la sometiera a tortura psicológica. Aunque el ambiente en el
trabajo era tenso por aquellos días (habían anunciado reducción de plantilla),
Fullop no dudaba en considerar al despacho “su auténtico hogar”. Incluso las
reprimendas del jefe, su mal humor y su tono ofensivo sonaban a gloria en sus
torturados oídos. Delante de mí llegó a calificar un comportamiento arbitrario
y despótico del jefe como un gesto de amabilidad. Cuando yo me disponía a
contradecir el absurdo, me cortó tajante con un gesto elocuente y me dijo: “tú
no conoces a Edith”.
Cada vez que leo algún fragmento del señor Teckel creo reconocer a algún excompañero de trabajo. Muy bueno Joaquín a ver si Ricardo me pasa el libro y puedo por fin leer toda la historia de un tirón. Un saludo y hasta la próxima cena
ResponderEliminarBienvenido a este blog, Serafín. Cuando quieras quedamos, lo hablas con Ricardo y lo organizamos. Respecto a la entrada tienes razón: el señor Teckel es la sombra-felpudo de distintas personas que conocemos. Si te fijas bien, en las ilustraciones insisten en esta identificación. “La evolución de hombre a felpudo” es muy significativa al respecto, pero la más evidente es la de la entrada anterior en la que aparece un bull-dog y su amo. Más que el físico, lo que los une es la misma expresión.
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