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sábado, 3 de marzo de 2012

El señor Teckel 11




















11. La babosa.

    A la imagen de Teckel como perro guardián, se superpone la de un hombre que se arrastra con gusto ante su amo. Por eso Teckel recibió el honroso título de babosa. Fue Fullop quien nos contó la historia. Él fue testigo de cómo el hombre se convirtió en invertebrado.
    Cuando era niño creía que lo único que da color a la vida gris de las personas vulgares es el prestar testimonio de los hombres excepcionales. Pero, ¿qué ocurre si el biografiado es aún más oscuro que su modesto cronista? De Henry Teckel podía decirse que sus sentidos vulgarizaban lo que su mente había imaginado. Era un hombre gris, que difícilmente podía cristalizar en un mundo en colores. Por fuerza tenía que romperse en pedazos.
    Fue Fullop, el iconoclasta, el que convirtió nominalmente al amigo Teckel en un animal invertebrado, en una babosa, en un ser que no pertenecía a la especie humana. Fue Fullop quien nos prestó un testimonio incuestionable de los hechos. Un hombre sincero y honrado que merece toda nuestra confianza. Tal es su veracidad que me cuesta creer que no lo vi con mis propios ojos.
    Ya eran más de las seis y la oficina estaba casi vacía. Aquella tarde Fullop se había demorado, porque esa noche esperaba invitados a cenar. No sólo el menú no le agradaba (jamón al horno, un sacrilegio para un empedernido vegetariano como él), detestaba la risita estridente de la cacatúa de su cuñada y no podía soportar los aires de superioridad de su cuñado, director de una sucursal bancaria. Éste le aconsejaría largo y tendido sobre posibles inversiones financieras, y le sermonearía sobre el despilfarro que transpiraba toda la casa, mientras su cuñada (que siempre velaba por el “bien” de su hermana) entre risas mordaces censuraría su falta de ambición y le exigiría -ésas eran literalmente sus palabras- que buscara un trabajo más acorde con  la dignidad y la “posición social” de su mujer. Fullop, en la última cena que tuvieron juntos, le agradeció sinceramente sus ánimos y le prometió que la próxima vez que pidiera en matrimonio a una tabernera del puerto le preguntaría discretamente si era una duquesa disfrazada, que se había encaprichado con las vulgares distracciones de la gente del pueblo. A lo que añadió, para echar más leña al fuego, que sus modales no habían mejorado desde entonces. En el altercado que se produjo a continuación se dejaron a un lado los hermosos sentimientos cristianos; y a las lenguas viperinas de las dos arpías se unió la atronadora voz del cuñado (más terrible y amenazadora que la voz de nuestro obispo, cuando se sentía inspirado por las torturas del infierno) y la generosidad de sus puños que lo dejaron sin sentido. (Habría que añadir que el alma cristiana del cuñado se había formado en los muelles, donde trabajó durante su adolescencia). Pero lo peor no fue el quedarse noqueado, sino los días que sucedieron al exabrupto. Edith, su mujer, no
paraba de llorar y para consolarse recurrió -no podía ser de otra forma- a sus hermanos.
    En los días siguientes no se produjo ninguna escena de mal tono. Pero Fullop lo habría preferido a la frialdad glacial que lo envolvía. Sus cuñados no le dirigían la palabra, y su mujer sólo abría el pico muy de tarde en tarde para decir entre sollozos: ”¡Monstruo!”. La mirada gélida de sus cuñados parecía decir un día tras otro: “¡Criminal!” Fullop dudaba de si ese era el dudoso apelativo cariñoso, aunque era evidente su significado. Un día salió de dudas: su cuñada le dirigió una de sus miradas “amistosas” y él, que tenía afinado el oído por los suplicios sufridos, le oyó musitar en un hilillo de voz casi inaudible: “asesino”. Se imaginó una corte de comadres con su insufrible risita estridente, coreándole aquel miserable estribillo - ¡Asesino! ¡Asesino!- que le martilleaba en la cabeza, hasta que le estallaron los oídos. ¡Basta! Él podía luchar contra su familia, pero era incapaz de enfrentarse a la humanidad entera. Aquella misma tarde decidió firmar la capitulación. Eso sí; tenía que ser una rendición digna, que a él le permitiera jugar un papel respetable. Pero una vez asumió su derrota, la dignidad quedó a un lado y la rendición fue incondicional. A pesar de ello, le hicieron pagar caro la demora con nuevas humillaciones, que sólo arreciaron cuando mostró sumisión total.
    Desde aquel fatídico día había transcurrido apenas una semana, y el precio de su derrota consistía en soportar a su familia política cuatro cenas por semana. Hasta entonces los había invitado una vez a la semana. Pero sus queridos cuñados justificaban sus frecuentes visitas con el pretexto de que evitaban el que no la sometiera a tortura psicológica. Aunque el ambiente en el trabajo era tenso por aquellos días (habían anunciado reducción de plantilla), Fullop no dudaba en considerar al despacho “su auténtico hogar”. Incluso las reprimendas del jefe, su mal humor y su tono ofensivo sonaban a gloria en sus torturados oídos. Delante de mí llegó a calificar un comportamiento arbitrario y despótico del jefe como un gesto de amabilidad. Cuando yo me disponía a contradecir el absurdo, me cortó tajante con un gesto elocuente y me dijo: “tú no conoces a Edith”.

2 comentarios:

  1. Cada vez que leo algún fragmento del señor Teckel creo reconocer a algún excompañero de trabajo. Muy bueno Joaquín a ver si Ricardo me pasa el libro y puedo por fin leer toda la historia de un tirón. Un saludo y hasta la próxima cena

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  2. Bienvenido a este blog, Serafín. Cuando quieras quedamos, lo hablas con Ricardo y lo organizamos. Respecto a la entrada tienes razón: el señor Teckel es la sombra-felpudo de distintas personas que conocemos. Si te fijas bien, en las ilustraciones insisten en esta identificación. “La evolución de hombre a felpudo” es muy significativa al respecto, pero la más evidente es la de la entrada anterior en la que aparece un bull-dog y su amo. Más que el físico, lo que los une es la misma expresión.

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