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viernes, 27 de mayo de 2011

El Señor Teckel 1. Una fuga inesperada.

Nueva York tras los visillos (una anécdota terrorífica de R.L. Stevenson).

Para escribir su leyenda las ciudades han de ganarse una mala reputación. Stevenson lo consiguió al propalar mil rumores sobre ladrones de cadáveres en su Edimburgo natal. No obstante, el escocés disfruta de otro galardón entre los forjadores de mitos. Con una anécdota de su libro “El emigrante por gusto” (The Amateur Emigrant), logró que Nueva York perdiera su inocencia provinciana y traspasara el umbral de la adolescencia. Por aquellas fechas, otra noticia, acerca de una extraña fuga recogida en "El Señor Teckel", merecería cubrir asimismo los rotativos de Nueva Inglaterra. Comenzaremos con el emigrante en Nueva York.

Stevenson se había corrido una juerga con un amigo por un barrio de mala nota y, al destilar los vapores etílicos, buscaron donde pasar la noche. Tras no dar con alojamiento apropiado, en un extraño círculo infernal, arribaron a una posada que ya habían visitado horas antes, y cuyo cancerbero misteriosamente le ofreció una habitación a mitad precio. Aceptaron porque los habían rechazado en todas partes. Subieron al dormitorio y, al entrar en un antro minúsculo, les sorprendió un toque lujoso en medio de la decrepitud: unos visillos que protegían unos cuadros, una fotografía o quizás, añade el magín del lector, una imagen milagrosa. Cuando descorrieron inocentemente una de estas cortinas, descubrieron que estas encubrían un hueco que daba a un pasillo a los pies de la cama. Alguien podía robar a los incautos durmientes o incluso estrangularlos. Un tanto escarmentados, descorrieron los otros visillos y desvelaron otro hueco que daba a una habitación contigua en la que varios hombres o demonios asechaban en la oscuridad. Stevenson y su amigo no se pararon a averiguar si estas sombras eran los misteriosos moradores de Cthulhu y abandonaron raudos el hotelucho ante la mirada impertérrita del conserje (El emigrante por gusto. Alba editorial. P. 132-133).

Para situar la otra noticia, la inesperada fuga del señor Teckel y la señora Pale, hemos de trasladarnos a una Nueva Inglaterra crepuscular. Me consta que el cronista, un tal Skallos, compañero de trabajo de nuestro biografiado, es hombre de palabra, así que hemos de dar pábulo a su voz. Escuchemos los primeros balbuceos de su relato, tal como se lo contó a nuestros reporteros de la Biblioteca de Gotham.

1. Una fuga inesperada.

La inesperada fuga del señor Teckel con la señora Pale no ocupó los titulares de los periódicos, gracias a la hábil discreción con que se ocultó a la voracidad de la opinión pública las extrañas circunstancias que rodearon el suceso. En las novelas decimonónicas abundan los personajes de enamorados incombustibles que son impelidos a huir para ver cumplidas sus esperanzas. En los periódicos, en la prensa amarilla y hasta en los noticiarios locales las escapadas de amantes adolescentes condimentan el tedio de nuestra vida cotidiana. Pero éste no es el caso de la fuga, objeto de nuestra atención y curiosidad morbosa. La señora Pale y el señor Teckel formaban una pareja madura, cuando éste decidió llevar a término su proyecto descabellado; e insisto en que se trató de una resolución unilateral, porque la señora Pale no tuvo nada que decidir al respecto: cuando Teckel emprendió la huida, la señora Pale yacía inerte en un féretro de madera. Ello no fue obstáculo para que éste huyera con su novia, con el féretro incluido, a un paradero desconocido. Aunque se rumoreó, dado el origen de nuestro amigo, a pesar de lo que pudiera sugerir su apellido germánico, que había huido con su prometida a algún lugar remoto de Inglaterra.

Los compañeros de oficina, en general, consideraron este acontecimiento un eslabón más en la larga cadena de extravagancias que habían impregnado su vida. Yo, por mi parte, estimé que detrás del hecho se ocultaba algo más que la mera demencia de un hombre maduro. Y, lejos de maravillarme ante el espejismo de una insana pasión necrófila, juzgué que la auténtica dimensión de esta fuga otoñal poseía un significado que escapaba a una explicación meramente anecdótica de los hechos.

La primera vez que oí el nombre de Henry Teckel fue de los labios de un moribundo. Teckel no era un nombre familiar en las conversaciones de mi padre, pero el hecho indiscutible es que su recuerdo acudió a la mente de un anciano en su última hora, avalado por la autoridad moral de un moribundo. Difícilmente se puede conseguir una carta de presentación más brillante. Antes de expirar quiso murmurar algo a mis oídos. Era, sin duda alguna, la última voluntad de un anciano moribundo. De sus labios resecos brotó la “buena nueva”. Parecía como si una larga y lamentable existencia, avara de sí misma, hubiera sido vivida para consagrarse a un solo y único momento. En aquel entonces mis oídos permanecieron sordos a la evidencia, pero ahora se me representan a mi mente unos sonidos nítidos, claramente inteligibles. Baste decir que he dedicado los últimos meses de mi vida a descifrar unos murmullos que apenas duraron unos segundos. A raíz de mi dolencia, he aprendido a percibir el eco de los sonidos y palabras ocultas, ahogadas por el cuerpo sonoro de palabras convencionales e intranscendentes. Son palabras desprendidas del fárrago de las conversaciones cotidianas, y que ni siquiera son apreciadas -ni oídas, ni comprendidas- por las personas que las pronuncian. Este conjunto amorfo de palabras aisladas constituye un código secreto que es casi imposible de descifrar. He de añadir, sin embargo, que el descubrimiento de la clave no ha sido el fruto del azar o la indiscreción: mi mente y mis oídos han sido rigurosamente entrenados, y no sin grandes esfuerzos han logrado familiarizarse con ese lenguaje oculto, constituido por murmullos inaudibles y palabras sofocadas por el cuerpo sonoro de lo que consideramos sonidos articulados. Le he contado mi descubrimiento a mi hermano, y él me ha mirado con los ojos desorbitados, aunque ha hecho un gran esfuerzo para sobreponerse y sonreír al perturbado. Él me creía dormido y oí cómo le decía a mi médico que la enfermedad me había afectado seriamente al cerebro.

Dentro de mi mente las imágenes se cruzan. En su momento -antes de que los acontecimientos se precipitaran y rompieran el encantamiento del hermoso espejismo que mi fantasía había modelado-, tuve una idea muy nítida de los hechos que habían de acaecer. En un trabajo tan rutinario como el nuestro no sólo es previsible lo que ha de suceder mañana, de aquí un mes e incluso en el plazo de un año. El periplo vital de nuestra carrera se recorre en un intervalo de tiempo espantosamente breve, nos movemos en círculo y, una vez agotada la recta final, retornamos al mismo punto de partida. Esta situación hace de nosotros unos profesionales muy hábiles en el desempeño de nuestro deber. Nos capacita para hacer frente a cualquier novedad aparente, resolver cualquier conflicto y manipular a nuestra conveniencia el desarrollo de las conversaciones más peligrosas. No hay rostro que nos sorprenda ni conversación que no hayamos escuchado cientos de veces, basta una vaga referencia para que nos hagamos una composición de lugar que no difiere apenas del original.

Por todo ello, cuando me hablaron de la incorporación al trabajo de un nuevo compañero, mi magín no tuvo que esforzarse mucho para ponerle un rostro, una voz e incluso una historia. Semanas antes de su llegada, ya había imaginado sus movimientos en la oficina, sus gestos, sus temas de conversación e incluso sus chistes. Por ello no es de extrañar que nuestro singular y familiar desconocido no despertara la más mínima expectación. En los días que antecedieron a su venida, mantuve conversaciones interminables con una sombra parlante. Ignoro que se prestaba más al ridículo: mis estúpidas conversaciones con un fantasma o el rostro estúpido de mi amable interlocutor - amable en cuanto complacía las proyecciones de mi fantasía-. Tal comportamiento puede presentarse un tanto extravagante, pero no absurdo en nuestro contexto. He convivido con muchos oficinistas, los he visto llegar, irse e incluso he sido testigo de su muerte. Cuando se marchaban, eran reemplazados por otros que quizá resultaría grotesco calificar de nuevos, pues en realidad no eran más que la sombra de aquellos que nos habían abandonado, con sus mismos rostros, manías profesionales, su misma conversación etc. En cierto modo, se podía aventurar que unos mismos fantasmas se movían por la oficina - en movimientos circulares, frenéticos - desde hacía varios siglos (la empresa databa de los primeros tiempos de Nueva Inglaterra), y que éste era su tributo a una especie de inmortalidad impersonal.



4 comentarios:

  1. Te estoy promocionando en Twitter pero te costará pincho con cervecita jeje. Un abrazo, Mila ;-)

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  2. En un lugar brumoso de Nueva Inglaterra... Quizás Nueva York no necesite ni siquiera a Stevenson para ganarse ninguna fama, pues ya las tiene todas, pero si los escenarios que describes en "El señor Teckel" tuvieran una ubicación más precisa, un nombre, un topónimo, entonces éste merecería figurar con honores en el Atlas de Geografía Fantástica de la Literatura.

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  3. Pincho, cervecita, mariscada y lo que haga falta, Mila. ¡Faltarías más! No sabes cuánto te agradezco que me metas por esos berenjenales, porque los de los gorjeos no es lo mío. Como puedes ver por largo de mis parrafadas, me cuesta ser conciso. ¿Quién sabe? Podríamos hacer un experimento. Así como algunos manitas han sido capaces de escribir el Quijote con lupa en un papelito minúsculo, ¿crees que tendría cabida una novela por entregas twitteada? ¿Alguien tendría la paciencia de terminar de leerla o de escribirla? Necesitaría una larga vida, más extensa aún que la de Matusalén. El empeño creo que le vendría grande hasta al bueno de Monterroso. Suena bien: Quijote-twitter. ¡Seguro que nuestros alumnos se apuntan al invento! Una gozada, Mila volver a tenerte por aquí.

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  4. Gotham, como sabes, es el nombre enmascarado de la ciudad de Nueva York. Por si fuera poco, Gotham está cargada de la ironía y goticismo de su homónimo inglesa, de la que salieron unos sabios estrafalarios que desafiaron la autoridad real con buena dosis de humor y prefigurando la revolución americana. No obstante, hasta la geografía mítica tiene sus referentes concretos. Stevenson disfrazó Edimburgo tras los ropajes de Londres; y Borges metió de trapillo su adorada Buenos Aires en cuentos que transcurrían en Londres o París. Lovecraft endosó en su baúl los monstruos del subsuelo del galés Machen y los trasladó tal cual al Nuevo Mundo, junto a otros monstruitos británicos no menos encantadores. Hawthorne se llevó consigo los fantasmas del pasado anglosajón y siempre le atormentaba la voz de su tatarabuelo que había condenado a varias brujas a la hoguera. Y que me dices de Salem. Una Jerusalén construida piedra a piedra con las oraciones de los puritanos ingleses. Tenían un precedente aún más grandioso: el profeta Ezequiel, quien, tras ser destruido el templo, lo reconstruyó, junto con el resto de la ciudad sagrada, a través del fantástico arte de la memoria. Pero esto ya es otra historia.

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