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domingo, 19 de junio de 2011

El Señor Teckel 3. ¿El seductor?



3. ¿El seductor?

A la mañana siguiente nos despertó de la modorra estival un grito destemplado de mujer. La calina no invitaba al movimiento pero, a tenor del peligro, salí de estampida para ver qué ocurría en la galería. Hunter lo ha visto todo desde el principio. Estaba despachando con la nueva secretaria, la señorita McNeill, unos asuntos urgentes. Ésta no es muy agraciada: su cuerpo es una escoba, el rostro anguloso de nariz ganchuda y ojos de halcón; la cabeza de pepino con los escasos cabellos, reunidos en un moño anticuado. Algún atractivo debe ocultar, pues Teckel, tras despedirse la señorita McNeill de Hunter, no ha podido dominarse y se ha abalanzado sobre ella con violencia, apretándola contra la pared. La ha abrazado y le ha sobado todo el cuerpo con el efecto embudo, y ha consumado la violación ante la mirada fría y despreocupada de Hunter. Cuando, indignado, me disponía a auxiliarla, éste me ha sujetado por el brazo y me ha detenido con las palabras siguientes:

- Detente, estate quieto, no hagas el ridículo.

- ¡Estás loco!- le he replicado.

- ¿No es una violación?

- Sí, es una violación.

- ¿Y entonces?

Me he soltado del brazo y me he acercado a la pareja. Cuando he intentado separarles, la señorita McNeill me ha propinado una sonora bofetada, que ha suscitado la hilaridad de Hunter. Los brazos de la secretaria han tornado a enroscarse en la cerviz de Teckel, no sin que antes ella me despachara con un “¡Déjenos en paz!”

Al mediodía nos hemos ido a comer a una pizzería. El restaurante no es una gran cosa, pero yo no estaba interesado en la comida. Hunter ha estado muy reservado, aunque estoy convencido de que no es más que una pose. He pensado que en un ambiente más relajado me diría lo que quiero saber. No nos une una sólida amistad, por ello debo condimentar el sabor de las confidencias con un preludio de sinceridad. Le he contado mis disputas familiares y, como muestra de confianza, le he pedido consejo legal.

La conversación ha derivado a derroteros aún más frívolos. Tras un interludio más bien breve, en el que se han tocado temas un tanto sombríos como las parejas y matrimonios rotos, ésta se ha centrado en nuestro leit-motiv favorito: las mujeres. Cada uno ha inventado una historia aún más inverosímil que el otro - yo no tenía verdadero interés en contarle mi vida amorosa y creo que Hunter tampoco -. Éste ha intuido que mi campo de interés era bien distinto y me ha seguido “inocentemente” el juego. Lo importante es que de modo tácito se ha creado el marco idóneo para que Hunter se explayara con franqueza sobre Teckel. El guiño de complicidad, apenas perceptible, me ha dado entrada a un curioso interrogatorio al que Hunter ha respondido, dando grandes muestras de satisfacción.

Yo he reparado, como por descuido, en la conducta irregular del hasta ahora considerado empleado modelo. Teckel se ha distinguido en todos estos meses por una exquisita puntualidad y un exagerado y puntilloso sentido del deber. Le bastaba al señor MacKay, nuestro jefe, seguir la mirada de Teckel para descubrir al “irresponsable” que se había retrasado unos minutos o había cometido una leve falta administrativa. Pero a partir de abril la conducta de Teckel ha cambiado de forma radical. Varios días ha llegado tarde al trabajo, sin ningún motivo justificado. El jefe no le ha pedido cuentas, pues confía plenamente en su perro guardián. En la oficina afecta siempre un aire distraído, como de adolescente menopáusico, que no le permite centrarse ni en las labores más simples. Si continúa así, su competencia, fidelidad y sentido del deber van a formar parte de la historia de un mito, pero no del Teckel de carne y hueso.

El punto de inflexión que marcó el cambio de comportamiento, fue un suceso que pasó inadvertido. Sucedió un viernes, cuando estábamos a punto de terminar la jornada laboral. La señora Gómez, la mujer de la limpieza, se presentó en el despacho del jefe con un arrebol de vergüenza en las mejillas. Hablaba en voz muy baja, pero, a pesar de su discreción, no podía contener un tono de indignación y sofoco. “No me importa perder mi empleo”, dijo, “y si es necesario recurriré a un abogado laboralista”. El señor MacKay le contestó, abandonando el tono conciliador, que la demandaría por difamación.

En su momento, este episodio no recibió el interés que merecía. Un instinto de protección, el temor a perder nuestro empleo, nos hacía inmunes a las aventuras de nuestro jefe. La actitud general era siempre la misma: las aventuras del señor MacKay no son asunto nuestro.

El lunes nos sorprendió la presencia de una nueva asistenta. Ésta procedía de Nicaragua y, por lo que a nosotros se refería, no se diferenciaba apenas nada de la anterior. Se llamaba María como su antecesora, y también tenía que sufragar los gastos de una prole no menos numerosa. Era muy reservada - tal vez una situación de ilegalidad la predisponía al silencio-. Pero en todo momento se mostraba educada y discreta. Se ajustaba perfectamente al perfil profesional que exigíamos, pero no permaneció entre nosotros más de una semana. Se repitió la escena con el señor MacKay, aunque esta vez sin aditamentos melodramáticos. La asistenta se marchó incluso con una sonrisa de felicidad en los labios. Esta actitud tan sospechosa por parte del jefe desató los infundios más disparatados. Hunter especuló con la posibilidad de que le estuvieran sometiendo a chantaje. Pero cuando esta actitud se reiteró durante varias semanas, llegamos a la conclusión de que le saldrían más baratos los servicios de una profesional.

3 comentarios:

  1. Estoy muy preocupado, Huguet: después de sufrir los últimos telediarios me asalta la sospecha de que la coincidencia entre lo que está pasando en la SGAE y tú artículo sobre el infiltrado en la SGAEX no es algo gratuito. No se´si es que tu intuición va por delante de la realidad o es que te complaces en reírte de todos nosotros. Lo he comentado con un amigo del Círculo Entomológico y me ha sugerido que tal vez haya una lectura oculta también en "El señor Teckel". Dice que está casi convencido que en este artículo hay una referencia a Strauss-Kahn.

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  2. No contaba, amigo Signes, con esas dotes de Nostradamus que me atribuyes. El círculo de babosos, que tan bien retrató Dickens a través del personaje de Uriah Heep, ahonda sus raíces en los aspectos más oscuros y siniestros de la humanidad. Y sí, es cierto, este Strauss-Kahn comparte con nuestro entrañable señor Teckel dos características: es canoso (¿Cano?), al menos metafóricamente, porque el apellido Kahn, sacerdote de la tribu de Leví, se traslitera al español en Cano; y sí, este Teckel está algo canoso e incluso casposo; y lo de Strauss (avestruz) le viene que ni pintado por una de las aficiones preferidas de nuestro personaje: la de esconder la cabeza y convertirse en felpudo.Como buena voz de su amo, el señor Teckel es el guardián implacable de aquellos malvados que ponen en entredicho la integridad de su señor. Pero el Bautista, de bella resonancia evangélica, con lo que se siente más a salvo es con esta lectura en clave que justificaría una teoría conspiratoria que limpiaría su conciencia y lograría que no le crecieran los enanos.

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  3. Excelente réplica. El mejor comentario que he leído en meses. me confirma, además, que he de perseverar en la lectura en clave adivinatoria de tu novela.

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